Uno de los textos literarios más estremecedores que existe es el que recoge los “Consejos de Esculapio”. Básicamente registra aquello que el Dios de la medicina (según los romanos) dijo a su hijo cuando este le comunicó su deseo de convertirse en médico. Esculapio, cuenta la leyenda, era capaz de resucitar a los muertos, aunque cayó fulminado por un rayo que le envió Zeus. Es el mismo a quien los griegos llamaban Asclepio. Más tarde, apareció Hipócrates, nacido en la isla de Cos en el año 460 a.C, a quien se le atribuye el método clínico, y es el autor del famoso juramento que todos los galenos deben hacer al graduarse. Galeno, por cierto, vocablo que al parecer significa “dulce”, se llamaba Claudio, era de Pérgamo, actual Turquía, y nació en el año 130. A diferencia de los anteriores, fue Cirugía la especialidad a la que se dedicó con más empeño. De este trío fundacional, adorado, sin duda de enorme trascendencia, prefiero al primero de todos.

Vara de Asclepio, Éfeso.

Ni el propio Esculapio, ni probablemente quienes se han dedicado a perpetuar sus consejos a lo largo de varios siglos, pudieron imaginar la vigencia que sostendrían sus advertencias. Serás el vertedero de nimias vanidades es de lo más suave, y quizás lo más crudo sea No cuentes con agradecimiento; cuando el enfermo sana, la curación es debida a su robustez; si muere tu eres el que lo ha matado. […] Mientras está en peligro, te trata como a un dios, te suplica, te promete, te colma de halagos, no bien está en convalecencia, ya le estorbas.

“…existe un detalle, un asunto para nada desdeñable, que ni siquiera Esculapio reseñó en sus magníficos consejos, y al que quiero referirme. Se trata del inimaginable desgaste emocional que sufren los médicos cuando enferma alguien querido”.

Mis colegas de antaño no me dejarán mentir si afirmo que todo lo que aconsejó el sabio, la más grande deidad en el panteón celestial de la Medicina, sigue siendo rigurosamente cierto. ¿Cuántas veces, al estar curado, se olvida al médico, a quien apenas le decimos “Gracias”? ¿No es verdad que cuando un médico necesita ayuda, la mayoría de las veces es ignorado? Resulta vergonzoso, pero ocurre con cierta frecuencia: solo pensamos en los curadores cuando nos aqueja una dolencia, para luego condenarlos al cómodo olvido. Hasta una próxima vez. En todo caso, es tratado por pura conveniencia, para un “por si acaso”, pero casi nunca con la amabilidad de un amigo. No soy absolutista, para nada. Sé de muchas familias que acogen a los galenos con verdadero amor.

Sin embargo, existe un detalle, un asunto para nada desdeñable, que ni siquiera Esculapio reseñó en sus magníficos consejos, y al que quiero referirme. Se trata del inimaginable desgaste emocional que sufren los médicos cuando enferma alguien querido. Sin importar absolutamente nada más, toda la energía, todo el esfuerzo mental, todos los conocimientos aprendidos en libros y en la práctica, son consagrados a ese momento terrible en que un médico asiste a un hijo, a su pareja, a sus padres, a una amistad muy cercana. Ese doble juego de ser familiar y doctor al mismo tiempo, que obliga a soportar en silencio las enormes angustias, derivadas a su vez de lo que sabe, de aquello que se imagina o intuye que puede suceder, es francamente abrumador. Dicho tormentoso proceso, por si no fuera suficiente, se acompaña del reclamo que el resto de la humanidad profana, entiéndase los demás amigos y los otros familiares, hacen al profesional de la salud responsable de devolver el bienestar que se ha perdido.

Comprensible por un lado, pero es durísimo dicho cuestionamiento. En otras palabras: ese papá, esa madre, ese hijo que es médico, y que lucha por preservar la vida de quien ama con intensidad, para lo cual toma decisiones de carácter urgente, aun a sabiendas del dolor que pueden causar diversos procederes, está obligado, también, a responder las infinitas preguntas que el resto de la familia le hace. Preguntas cuyas respuestas él o ella prefiere no ofrecer. En parte, porque se sabe solo ante la disyuntiva de aliviar un sufrimiento provocando más dolor físico, en parte porque los no entendidos no serían capaces de dar cabida a todo el peligro por el que transita el enfermo, y, por último pero no menos importante, no responde, apenas habla, porque él mismo, el propio médico, se resiste ante lo terrible que está pensando. Así como se sabe solo, reconoce que debe guardarse para sí el secreto del espanto. Sabe que tragarse el miedo es obligatorio. Ofrece sonrisas que solo él identifica como falsas, para decirle a su hijo, a su pareja, a su madre: Todo va a salir bien, no te preocupes. En realidad, en cuanto puede, el médico se esconde para llorar donde nadie lo ve.

“En todos los casos, murmuré lo mismo, vas a estar bien, no te preocupes, hasta que otro médico me abrazó, y entonces sí, me deshice en llanto. Porque ellos saben. Y porque sufren así, desgarradoramente, a espaldas del mundo. Esta parte le faltó a Esculapio. Probablemente no quiso ahuyentar en su hijo la vocación de ser médico”.

Afortunadamente, la inmensa mayoría de las veces, el enfermo mejora, o cura, y todos sienten alivio. Pero, repito, el férreo sufrimiento mental del galeno no desaparece sin dejar huellas. Únicamente otro médico percibe las marcas de la angustia en el rostro de un colega. No existe consuelo más solidario ni más comprensible que aquel que brindan los compañeros de profesión. Lo afirmo con absoluta certeza: acompañé y alivié a mis padres hasta el instante en que murieron, y he estado en situaciones difíciles con mis hijos. En todos los casos, murmuré lo mismo, vas a estar bien, no te preocupes, hasta que otro médico me abrazó, y entonces sí, me deshice en llanto. Porque ellos saben. Y porque sufren así, desgarradoramente, a espaldas del mundo. Esta parte le faltó a Esculapio. Probablemente no quiso ahuyentar en su hijo la vocación de ser médico. Se sufre muchísimo, aunque sea cierto ese final espectacular de su insuperable texto, y que reproduzco para concluir: Piénsalo bien mientras estás a tiempo. Pero si, indiferente a la ingratitud, si sabiendo que te verás solo entre las fieras humanas, tienes un alma lo bastante estoica para satisfacerse con el deber cumplido sin ilusiones, si te juzgas pagado lo bastante con la dicha de una madre, con una cara que sonríe porque ya no padece, con la paz de un moribundo a quien ocultas la llegada de la muerte; si ansías conocer al hombre, penetrar todo lo trágico de su destino, hazte médico, hijo mío.

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