Ellas: las pioneras
13/1/2021
Toda historia de la música cubana de los años ochenta debe, obligatoriamente, incluir sus nombres, ponderar su capacidad de convocatoria, rigor profesional y reconocer sus aportes. Sobre todo, si la historia que se cuenta está relacionada con la discografía y toma como punto de partida la segunda mitad de esa década.
Permita que las presente desde la confianza más raigal, ellas son: Ana Lourdes —aunque sus apellidos son Martínez Nodarse— y “la gorda” Irais Huerta. Olvidemos, por un momento, posibles funciones profesionales y/o gerenciales que hayan rodeado su vida laboral, y tomemos como referencia eso que nuestros mayores solían llamar “el don de gente” y que hoy los teóricos y entendidos de las industrias llaman “capacidad de liderazgo” o “nivel de convocatoria”.
En la industria de la música esos resortes funcionan, pero lo más importante es poseer esa capacidad de inspirar respeto desde el talento y ser reconocido por todos como “buena persona”. Esa es una de las grandes virtudes que definieron y definen a estas dos mujeres que decidieron formar parte de la producción discográfica de la Egrem en los años ochenta y comienzos de la década posterior.
No es secreto que el mundo de la industria musical y el de la producción discográfica, en lo fundamental, son un asunto de hombres. El caso cubano no es una excepción, aunque la historia recoge los nombres de Isolina Carrillo y de Enriqueta Almanza, como orquestadoras y/o repertoristas en infinidad de discos anteriores a los años ochenta.
Es justo reconocer que será María Teresa Linares desde el desaparecido Instituto de Etnología y Folklore quien primero asumirá la producción discográfica en Cuba, pero su función será puramente patrimonial. Su vocación investigadora, aunada a su cercanía con Argeliers León, le sitúa como la “la gran dama del patrimonio musical cubano”. En los archivos de la Egrem reposan y son fuente de consulta sus compilaciones acerca de la música campesina y las diversas culturas afrocubanas; esas inagotables fuentes de sabiduría que sin su empeño no hubiéramos conocido y sin las cuales no se hubieran llegado a sentar las bases para estudios posteriores acerca de nuestra identidad desde la música.
Aún así en nuestro proceso de revisión histórica no han aparecido otras evidencias. Volvamos al pollo de este arroz amarillo.
El origen de esta historia se remonta al mismo instante en que Ana Lourdes es nombraba como directora de música de los estudios de la Egrem en los años ochenta; estudios en los que “se hacían discos por libras” según ha contado el baterista Horacio “el Negro” Hernández; momento en que la orquesta Egrem vivía sus mejores años creativos bajo la batuta del pianista Adolfo Fermín Pichardo, aunque también contaba con directores invitados como Manuel Duchesne Cuzán, Tony Taño (trompetistas de formación los dos) y otros nombres que harían interminable esta relación.
Pero el punto de giro de esta historia musical fue la entrada de Ana Lourdes a esta empresa. Ana Lourdes es una de “las chicas de Cubanacán” —no importa a la altura de este relato su paso por esa academia musical, es solo una referencia para definir a una generación de músicos que pasaron por las escuelas de música de este país, fundamentalmente en La Habana, y que tienen una conexión musical que los identifica— y cuentan sus conocidos que tras su sonrisa siempre se escondía una innata capacidad de convencimiento y un talento desbordante. Con esas cualidades, una de sus primeras tareas fue abrir el espectro fonográfico nacional a nuevos proyectos musicales que involucraran a los que con ella se formaron o a los que generacionalmente le eran afines. El riesgo sería la máxima de su paso por estos estudios.
Nombres como los de Irais Huerta, su primo Ramón Huerta, Aneiro Taño, Demetrio Muñiz, Oriente López, Joaquín Betancourt, Vicente Rojas, Lucía Huergo, Vicente “Pucho” López, José Luis Cortés, Germán Velazco, entre otros tantos, comienzan a producir y a generar proyectos musicales que ayudaron a definir parte importante del sonido futuro de la música cubana —como productores per se o como arreglistas y orquestadores— y a redireccionar la carrera de figuras reconocidas dentro del panorama musical.
Estéticamente este momento discográfico en Cuba se puede caracterizar como el de la consolidación de “la música popular de concierto” (MPC), si nos atenemos a algunas propuestas desarrolladas en esos años.
Irais Huerta, por su parte, logró desarrollar una fuerte empatía con sus contemporáneos, que redundó en la consecución de proyectos discográficos de alto impacto cultural y social. Y es que no solo gestaba los proyectos, sino que los llevaba a cabo en calidad de productora musical y ejecutiva.
Se pudiera afirmar que en el fondo el actuar de estas dos mujeres músicos se basaba en una fuerte mezcla de actitud pedagógica, sentido maternal y dominio de las estructuras musicales. O en palabras del trombonista Demetrio Muñiz: “…eran ambias del muerto y socios del matador…”; y el reflejo de esa expresión estaba en su capacidad de convocatoria y de lograr consensos generacionales. Resultado: todos los proyectos en los que se fueron involucrando, hasta mediados de la década siguiente, dejaron una profunda huella en la música y en la discografía cubana.
Los años noventa verán la llegada de otras mujeres al mundo de la discografía cubana. Algunas en calidad de productoras destacadas como Cary Diez, Sonia Pérez Cassola, Gloria Ochoa y Élsida González entre otras, o como ejecutivas discográficas. En los dos casos sus aportes han sido loables y han marcado una industria en la que los hombres han llevado y llevan la voz cantante; aunque se debe reconocer que espacios para todos hay en el mundo de la producción discográfica, tanto ejecutiva como musical.
Los años ochenta continuarán generando sus sueños y su música; y algunos de los capítulos más trascendentes estarán avalados por el talento y la visión futura de estas dos pioneras.