Descolonizar(nos): imperativo colosal a nuestra existencia como nación
La conciencia histórica se halla en los fundamentos mismos de la civilización humana. Sin raíces, los pueblos quedan a merced del destino; ni siquiera alcanzan a meditar sobre su propio tiempo. No es casual que los textos sagrados sean esencialmente relatos históricos, algunos con tintes biográficos. Ya en la antigüedad clásica se cobró conciencia de que el conocimiento del pasado resultaba vital para entender las causas de los acontecimientos —eso que Desiderio Navarro llamó “la causa de las cosas”— y determinar el peso de la naturaleza humana en estos. En el 400 a.n.e. el general ateniense Tucídides inauguró la historiografía política con su Historia de la Guerra del Peloponeso, obra que —al decir de Oscar Zanetti— “reivindica de la manera más enfática la utilidad de la historia para la comprensión de las circunstancias inmediatas”. Pero más allá de la historia como “maestra de la vida” —apotegma de Cicerón que atravesó los siglos—, la memoria histórica es fuente de legitimidad. Bajo esa lógica Zanetti lanza una interrogante: ¿Qué otra cosa es Comentarios de la Guerra de las Galias, de Julio César, si no lo que en nuestro lenguaje de hoy llamaríamos una excelente operación de imagen? (Zanetti, 2014: 34).
“La conciencia histórica se halla en los fundamentos mismos de la civilización humana”.
Mirada desde esa perspectiva, la reconstrucción de la memoria histórica constituye un ejercicio de poder —razón que lleva a repetir que la escriben los vencedores. Desde Heródoto la historia fue la crónica de los imperios y el relato de vida y peripecias de emperadores, reyes y príncipes, héroes, caudillos y hombres ilustres, huella que igual puede encontrarse en la literatura.
La Edad Media europea convirtió la historia en una disciplina doctrinaria y propagandística, lastrada por los dogmas de la Iglesia Católica. A finales del siglo XV la existencia en el Viejo Continente de un régimen de exaltación de los valores propios de la cristiandad medieval brindó a los Reyes Católicos la justificación teocrática de la conquista inaugurada por Colón en octubre de 1492 y santificada por el papa Alejandro VI mediante una bula pontificia siete meses más tarde.
Prácticamente toda la historiografía europea impregnó de misticismo esta empresa —a la que se incorporarían a cañonazos Francia e Inglaterra— que, como afirmó Marx, en los albores del capitalismo extendió la cruzada de exterminio a América para despojarla del oro y la plata; abrió la conquista y saqueo de las Indias Orientales y convirtió a África en un cazadero de esclavos, pilares de la acumulación originaria del capital. Un cinismo inconfeso permitió a los imperios coloniales disfrazar bajo una aureola el genocidio y su falta de escrúpulos…
Hasta el siglo XVII historiadores y escritores estuvieron sujetos a los cánones de la nobleza y el clero. Para publicar habían de asegurarse el patrocinio de un gran señor y plegarse a los ideales estéticos e intereses políticos de la aristocracia. Todo cambió cuando los patricios debieron mezclarse con la intelligentsia burguesa y adoptaron sus modelos de pensamiento, gustos y concepciones morales. El XVIII llegó como un siglo fundacional de la historia moderna. La consolidación de entidades editoriales y la proliferación de asociaciones científicas y culturales contribuyeron a diversificar los públicos; se impuso la competencia por la legitimidad cultural. Con el arribo del reino de la “razón” proclamado por el Iluminismo y la Revolución Francesa de 1789, se abrió otro ciclo de confrontaciones sociales y se entronizó el capitalismo.
A mediados del siglo XIX la burguesía se dotó de un modelo historiográfico positivista —reducido a recolectar documentos en los archivos y describir los hechos tal y como acontecieron—, que confinó la Historia a los anaqueles de anticuarios eruditos y la divorció del resto de las ciencias sociales. A contrapelo del discurso dominante y las interpretaciones simplistas, Marx se enfrascaba en configurar la primera versión de la historia crítica contemporánea. El Gigante de Tréveris, para quien la Historia es la única ciencia de lo social-humano en el tiempo, abogó por el estudio analítico, crítico, dialéctico e integral de los procesos económicos y sociales, de las clases, de la cultura… Y llamó a asumir la responsabilidad social de la Historia con su profunda carga de significados ideológicos y todo el peso de su alcance político, en la construcción de una sociedad emancipada sobre las ruinas del capitalismo.
En el último cuarto del siglo XIX emergió el capital financiero y cobraron cuerpo las formas monopólicas de organización empresarial. Aquietar el temor de sus accionistas demandó a los nuevos actores económicos conquistar mercados en permanente expansión para dar salida a una producción que no paraba de crecer, dominar las fuentes de materias primas y fijar los precios. Las naciones con estados poderosos y desarrollo armamentista preservaron la libertad de imponer las reglas, y en la reconfiguración de los espacios de influencia se reactivó la expansión colonial. El militarismo engendró una industria militar que necesitó de guerras para sostenerse; a la sazón, emergió el imperialismo.
Importantes intelectuales vinculados a las ciencias sociales y naturales se unieron a la maquinaria estructurada por los sectores expansionistas mediante la promoción de centros especializados en Asia, América Latina y África, destinados a desarrollar investigaciones antropológicas, geológicas, históricas, lingüísticas… Instituciones de la enseñanza superior en las cuales se formaban las clases élites fundaron cátedras y estimularon el conocimiento y los estudios aplicados en ramas del saber esenciales al interés colonial, como derecho internacional, geología y agronomía, esfuerzo al que tributarían las publicaciones académicas y la prensa. En Alemania y Estados Unidos comenzaron a desarrollarse las ciencias políticas.
De cara a la nueva repartición del mundo, los nuevos satélites coloniales girarían en torno a una órbita cultural que incluía la homogeneidad lingüística. Se trataba de despojar de identidad a los nuevos países y regiones conquistados, para privarlos de un pensamiento nacional que les permitiera afrontar sus dilemas.
Ello explica que con las tropas encabezadas por el general William R. Shafter, jefe del V Cuerpo de Ejército de Estados Unidos, en 1898 llegaran a Cuba más de 100 corresponsales de guerra; mientras que en el orden ideológico preparaban la agenda neocolonial con la propuesta del general Joseph Wheeler —miembro de la Cámara de Representantes y exjefe de la División de Caballería del 5to. Cuerpo—, para organizar un programa de formación de líderes para jóvenes de Cuba y Puerto Rico en universidades norteamericanas; el curso de verano de 1900 en Harvard para maestros públicos al que asistieron 1273 jóvenes de ambos sexos de toda la Isla, cuyo programa concibió tres frecuencias a la semana para las materias metodológicas y dieciocho para Historia de Estados Unidos, y el boom de los estudios sobre Cuba en la Unión, con tres temas como eje del interés: la evolución de la corriente anexionista, la guerra hispano-cubana-norteamericana —en cuyo recuento, salvo contados ejemplos, se omite la participación mambisa— y la política instrumentada por el gobierno interventor tras la derrota de España.
El siglo XX, pletórico de acontecimientos trascendentales, tuvo a la Historia como uno de sus más encarnizados campos de batalla. En Occidente la narrativa fue utilizada lo mismo para legitimar los anhelos expansionistas de Estados Unidos o el florecimiento del fascismo en Alemania, que para detener el colapso de los imperios coloniales en Asia, África y el Medio Oriente. Pero en medio de la confrontación este-oeste en el contexto de la Guerra Fría, cuando en no pocos países de Europa del Este se producía ya un retroceso ideológico conducente a la implosión del socialismo, triunfó la Revolución Cubana y se alzó como símbolo inspirador, en virtud de su proyección social transformadora e incluyente.
“El siglo XX, pletórico de acontecimientos trascendentales, tuvo a la Historia como uno de sus más encarnizados campos de batalla”.
El auge del movimiento revolucionario internacional y la incapacidad del capitalismo para brindar respuesta a los cataclismos sociales de los 50 propiciaron que autores marxistas como Pierre Vilar, Eric Hobsbawn, Immanuel Wallerstein, Perry Anderson y Manfred Kossok se convirtieran en lectura habitual en las carreras de Historia en las universidades de América Latina; al igual que Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand Braudel, tres historiadores que habían asimilado el marxismo —los dos primeros, fundadores de la Escuela de los Annales, la más influyente de Francia. Se abandonó el positivismo para construir una historia de los temas y problemas regionales; cobró fuerza el movimiento de la “nueva historia”, que indagó con enfoques renovadores sobre los grandes acontecimientos, como las crisis, las guerras y las revoluciones.
Como es de suponer, la Historia no escapó a la contraofensiva cultural de las élites globales, desde un intenso trabajo de reflexión metodológica. Cuando el destino del Tercer Mundo se jugaba también en el análisis de su pasado, se abrió paso la corriente estructuralista, y sus excesos provocaron que comenzara a esfumarse el legado teórico de Marx. Cobró preponderancia una filosofía de la Historia impregnada de tendencias metafísicas, y se instaló un discurso sin sujeto en un universo abstracto. Se estimuló la ultrafragmentación de la investigación en parcelas cada vez más numerosas y estrechas, como proceso de desarme ideológico. Se propusieron impedir que la Historia nutriera la cultura demandada por las trasformaciones globales en curso y privar a los historiadores de su más importante atributo como intelectuales: la capacidad de contribuir a la transformación social. En Estados Unidos surgió la historia cuantitativa, partidaria de adoptar un lenguaje formal propio de las ciencias exactas; mientras que en Francia una nueva generación de la Escuela de los Annales renegó de sus fundadores. La narrativa perdió terreno en cuanto a la capacidad de emocionar.
El neoliberalismo implantado en Sudamérica con la Operación Cóndor empezó a extenderse por todo el planeta tras el ascenso de Margaret Thatcher como primera ministra de Gran Bretaña en 1979, y de Ronald Reagan a la Casa Blanca en 1980; su alianza sepultaría el Estado de bienestar preconizado por John Maynard Keynes. “Quiero que piensen en un sistema de escuelas donde las enseñanzas humanistas estén completamente vedadas”, predicó en 1986 ante las cámaras de televisión Pat Robertson, ministro de la Convención Bautista del Sur y magnate de los medios de comunicación (Eco, 2016: 289).
“La vieja historiografía positivista reapareció como cadáver viviente en universidades y centros de investigación”.
En esa década se convirtió en corriente hegemónica el “posmodernismo” en la Historia. Desde mediados de los 60, Samuel P. Huntington, profesor de Harvard y consejero de la Administración Nixon, encabezó la cruzada para imponerlo. Se establecieron como campos de investigación temas hasta entonces periféricos, atraídos por los fondos de investigación y las publicaciones académicas. La esquizofrenia, la prostitución, la homosexualidad, la brujería y la cartomancia fueron sometidos al más riguroso examen, y sus ecos llegan hasta hoy… La vieja historiografía positivista reapareció como cadáver viviente en universidades y centros de investigación. Aupada por élites de poder, se ha vuelto consciente y perezosamente neutra, acrítica y complaciente en el manejo de fuentes organizadas, depuradas y seleccionadas para perpetuar los mitos de la burguesía, proveyendo de legitimidad la historia que nos quieren vender.
Mientras la seudocultura neoliberal hace un llamado a la amnesia, no pocos sectores de la academia occidental libran una contienda para que los acontecimientos históricos trascendentales adquieran color sepia y la narrativa histórica se pierda en recintos eruditos incapaces de ejercer la menor influencia entre nuestros pueblos. Henry Kissinger, uno de los ideólogos más influyentes en Estados Unidos, lo definió: “El rechazo a la Historia eleva la imagen de un hombre universal que vive ateniéndose a máximas universales, cualesquiera que sean el pasado, la geografía y otras circunstancias inmutables” (Kissinger, 2004: 832).
La revolución de las comunicaciones dotó al mercado de un arma capaz de aniquilar el cerebro humano sin infringir sufrimiento: el teléfono móvil con acceso a las redes sociales de Internet, desde las que hoy se accede a la prensa digital, la radio, la televisión, el cine, la industria cultural del entretenimiento, la propaganda de las agencias de publicidad y el comercio online. Estados Unidos comprendió muy rápido la oportunidad que se abría ante sí y el 23 de junio de 2009 constituyó el Comando del Ciberespacio, estructura del Pentágono que trabaja de consuno con la CIA y le ha permitido extender el alcance de su poderío mundial. La información gestionada por los seis conglomerados que controlan Internet está siendo empleada con fines de Inteligencia para diseñar campañas o manipular estados de ánimo colectivos; en paralelo, el bombardeo de noticias e imágenes banales e irrelevantes confina a la gente a espacios temporales limitados, víctimas de una compulsiva carrera enfocada en subvertir su memoria histórica.
En consecuencia, el poder global ha reducido a la obediencia a millones de personas que a un ritmo frenético pasaron de ciudadanos a consumidores. Se ha impuesto la máxima de que “todo es posible en la medida en que uno crea que es posible”. Al decir de Patricia Arés, dentro del discurso positivista de la psicología se hace suponer que “un pobre es pobre porque no se ha esforzado lo suficiente, que un desempleado no hizo adecuadamente su trabajo, que un país subdesarrollado debe el subdesarrollo a la incompetencia de sus gobernantes, al margen de todo análisis histórico y de la realidad social” (Arés, 2022).
Sometida al fuego cruzado de la colonización neoliberal y de la despiadada arremetida de Estados Unidos, Cuba vive el momento más peligroso de su historia. En la guerra de cuarta generación, que tiene a la cultura como área vital antes del ingreso de las tropas militares —se trata de procurar el mínimo de bajas al momento de la ocupación—, controlar el teatro de operaciones incluye degradar el universo simbólico del adversario. Es por ello que doblegar la Revolución Cubana, pletórica de resistencia y tradición combativa, exige desmontar su historia y vaciar de sentido sus símbolos en el camino a minar ese sentimiento identitario de orgullo nacional —más allá de la latitud en que se encuentre un cubano. No es casual que se actúe contra la bandera y la figura del Apóstol; que se intenten resignificar fechas de hondo sentido popular y se trabaje para desmontar por piezas todo el legado de Fidel y su generación. La violencia simbólica condiciona no solo la manera de percibir el pasado, sino también la forma de pensar y actuar, de ahí sus efectos potencialmente devastadores en el orden político.
“Controlar el teatro de operaciones incluye degradar el universo simbólico del adversario”.
Los dardos apuntan a generar dudas sobre nuestro pasado mediante una relectura colonizada y de raíz anexionista, mientras que en sus vitrinas y anaqueles digitales la seudocultura neoliberal ofrece las supuestas ventajas de prescindir de ideología y conciencia social. La edulcoración de la década de 1950 y el intento de lavar la imagen del asesino y corrupto Fulgencio Batista corren a la par de una línea centrada en fomentar incertidumbre y pesimismo sobre el futuro.
Entretanto —dentro de una operación que pretende generar un estallido social—, Estados Unidos escala el terrorismo económico para extender la sensación de asfixia en un pueblo sometido a una doble influencia: la propaganda contrarrevolucionaria producida en laboratorios financiados con fondos federales aprobados por el Congreso yanqui y la narración de familiares que disfrutan de los privilegios del enclave de Miami —vedados al resto de la inmigración caribeña y centroamericana— o que, beneficiados por nuestro sistema de enseñanza, se insertaron en las brechas que ofrece el mercado a los círculos favorecidos dentro del orden neoliberal. Fotos y videos del capitalismo como modelo de realización material y espiritual cruzan a diario hacia la Isla por los corredores de WhatsApp; en paralelo, se presenta a la Revolución como fuente de privaciones, agonía y sufrimientos. Se jerarquiza el pragmatismo y se demoniza al socialismo como camino del engaño —y hasta del crimen—, repitiendo una y otra vez el nombre de Stalin para asociar su estigma al ideario político del liderazgo cubano.
Se nos llama a hacer una relectura inversa de la historia, que prescinda de la lucha de clases; una lectura apolítica y desideologizada. En nombre de la ciencia nos invitan a desmovilizarnos, mientras historiadores, economistas, periodistas y comunicadores formados en universidades cubanas que emigraron recientemente se han puesto al servicio de una narrativa neoplattista; algunos pocos lo hacen, incluso, dentro del país. La sobrevaloración de los efectos de su influencia alimenta una política que premia la deserción y el ataque contra la intelectualidad revolucionaria. La guerra psicológica en Internet asociada al cierre del mercado cultural a todo hereje y hasta a la amenaza contra la integridad de su familia dentro del propio territorio nacional, abrió brechas inesperadas y expande zonas de silencio. En una nación que afronta al adversario de cara al sol no faltan los espíritus sietemesinos y ello es sobredimensionado por la maquinaria del terror.
Resulta peregrino que gente formada en los valores humanistas que convirtieron a Cuba en la brújula de los “condenados de la Tierra”, rejuvenezca la marchita base social de la mafia batistiana. ¿Qué ha pasado? Es una interrogante a la que debemos buscar respuesta en medio del combate.
Apremia trabajar en la defensa de la ética en el arte y las ciencias sociales frente a la avalancha que amenaza con corroernos. Nadie más útil a ese propósito que Martí, cuyo legado late en nosotros porque propuso un modelo civilizatorio basado en el ejercicio de la ética y en el predominio de normas de conducta capaces de constituirse en paradigmas morales y culturales, antípoda del mundo posmoderno que nos tratan de vender. A Cuba no le hizo falta crear símbolos: emergieron de seres con una conducta signada por el sacrificio consciente, que interpretaron su razón de ser y existir como la vocación de pertenecer y servir a los demás, y mostraron consecuencia entre lo que dijeron e hicieron. Se convirtieron en símbolos porque en el proceso de formación y consolidación de la nación, la cultura histórica revolucionaria alimentó una filosofía en nuestro pueblo que supedita lo individual a lo colectivo y define el horizonte de la utopía.
“A Cuba no le hizo falta crear símbolos: emergieron de seres con una conducta signada por el sacrificio consciente”.
No tiene razón de ser ningún planteo en el orden filosófico que no se revierta en una proposición de orden ético. Quinientos años antes de Cristo, en la antigua Grecia, Pitágoras, el primer hombre en llamarse filósofo, lo que etimológicamente significaba “amante de la sabiduría” —a quien nuestros adolescentes llegan a conocer por su teorema matemático—, impartía a sus discípulos más adelantados junto a las de Aritmética, Música, Geometría y Astronomía, clases de Ética. Sócrates, Academo, Platón y Aristóteles no la pasaron por alto.
En Cuba, Félix Varela aportó a la formación de la conciencia nacional un pensamiento libre, crítico y descolonizado, pero su mayor legado fue su filosofía acerca de la estrecha relación entre la ética y la política como corriente restauradora del tejido social. Cuando se propuso fundar una escuela cubana, José de la Luz y Caballero lo tomó como paradigma e impregnó en varias generaciones un espíritu rebelde y cordial, de respeto por la condición humana y amor a la justicia, que proclamó como el “Sol del mundo moral”.
Martí es hijo de esa conciencia. La adquirió a través de su maestro Rafael María de Mendive, discípulo de Luz. Su concepción de la ética constituye un aporte esencial a la teoría revolucionaria. Los enemigos de Cuba —integristas, autonomistas y anexionistas— lo denigraron con los mismos epítetos que pueden escucharse hoy: afeminado y soñador. Pero en Martí se fundieron honestidad, honor, pulcritud moral y un sentido del deber que lo convirtieron en paradigma. Esa ética, plataforma de su vocación de echar su suerte con “los pobres de la tierra”, transmutó su prédica en apostolado. Por eso lo llamaron Maestro y Apóstol mucho antes de su caída en Dos Ríos. De esa savia bebió la Generación del Centenario. No se trataba de un grupo de pistoleros, de facinerosos en busca de aventura. Antes de asaltar el cuartel Moncada, Fidel y sus compañeros de lucha leyeron a Martí —y también el núcleo dirigente estudió la obra de Marx y de Lenin.
Cuba cuenta con reservas morales para triunfar en esta contienda, pero en la enseñanza de la Historia resulta esencial retornar a la anécdota, rescatar la emoción. Menos alumnos y más discípulos, sin perder de vista la necesidad de preservar la unidad en torno a una patria cimentada en la educación cívica, con mayor participación de adolescentes y jóvenes en la custodia y cultivo de la memoria histórica, verdadero antídoto contra el ser apático e indiferente al que apuesta la doctrina neoliberal. ¿Cómo hacerlo? Es la hora de crear…
Debemos mantener vivo el debate sobre la espiritualidad, sacar las ideas de los libros y los recintos académicos y salir a la calle a dialogar con ellas; repensar cada día cómo construir consensos, conquistar corazones… No es posible el socialismo sin fomentar entre sus hombres y mujeres una cultura del socialismo. Preservar vigorosos sus cimientos ideológicos demanda que la nación salvaguarde los anhelos de justicia social. Conseguirlo requiere conciencia, voluntad y el cultivo de dos valores esenciales: solidaridad y fraternidad…
“No es posible el socialismo sin fomentar entre sus hombres y mujeres una cultura del socialismo”.
La colonialidad se ha reciclado a lo largo de los siglos. Sin abandonar la violencia cuando le resulta imprescindible, o conveniente, ha sabido ser sutil, atractiva —y hasta “democrática”. Urge desvelar y afrontar argucias; la Historia tiene una posición en la primera línea junto a la literatura, el arte y la juridicidad. Quienes en la Revolución asumimos el oficio de historiar, tenemos el desafío de contribuir a la transformación de los hombres y mujeres que como sujetos emancipados participan activamente en la edificación de la nueva sociedad —cuyo futuro avizorado será más cercano en dependencia de nuestros propios esfuerzos e inteligencia. La tarea es hercúlea, pero posible, y Armando Hart, hace más de 20 años, nos convocó: “Es indispensable, pues, que vengan en nuestra ayuda la imaginación y el vuelo que pueden tener los poetas, los profetas y los héroes. He ahí el decisivo papel de la educación y la cultura” (Hart, 2000: 17).
Bibliografía
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Zanetti Lecuona, Oscar: Isla en la Historia. La historiografía de Cuba en el siglo XX. Fundación Editorial El Perro y la Rana, Caracas, 2007.
___________________: La escritura del tiempo. Historia e historiadores en Cuba contemporánea. Ediciones Unión, La Habana, 2014.