Del gallinero al palco… y también viceversa

Ricardo Riverón Rojas
19/10/2017

 


Pelea de gallos, de Mariano Rodríguez

 

I

Entre 1960 y 1978 viví en el batey del Central Carmita. Sin aburrimiento: nuestras noches llenas de perfumes, de murmullos y de música de alas, resplandecían con: velorios de santos, toques de fotuto, canturías, discusiones sobre pelota de manigua, rodeos, circos ripiera, juicios populares, bailes con el conjunto “Ritmo CDR” (de Vega de Palmas) y actuaciones del grupo coreográfico conocido como “La caringa de Flores Milián”.

Cuando ninguna de esas variantes se activaba, secuestrábamos la cigüeña de la reparación de vías férreas y, dando manivela hasta el descoyuntamiento, llegábamos a Vega Alta,  La Luz o La Quinta. Íbamos halados por el aroma de las guajiritas orondas, ambarinas y juyuyas que, como clavellinas, germinaban por aquellos lares.  

Por favor, señorita, me concede esta pieza… Si tendía la mano en señal de aceptación mientras el grupo tocaba: no quiero nada, nada de tu vida / no quiero nada, nada de tu amor… uno ponía todo su afán en revelarle a la joven las virtudes que en ella veía, y de paso hacerle saber que lo quería todo, todo de su vida; todo, todo de su amor. Bailar una segunda pieza marcaba un buen punto de arrancada para el posible sí.

Teníamos un cronista: Aguito Molina, quien no dejaba sin comentario, en décimas, ninguna incidencia. Agapito Bermúdez, el barbero más borracho que hayan conocido las tijeras del universo mundo, fue uno de los blancos de sus puyas:

Agapito es un barbero

que por servir se desvela

porque lo mismo te pela

con dinero o sin dinero.

Yo le pedí al compañero

que me pelara a un muchacho

y estando medio borracho

él las tijeras cogió

y al niño me lo dejó

que parecía un mamarracho.

Sé que cuento un relato decimonónicamente pintoresco (del siglo XX). Pero mis coetáneos de la misma condición guajira saben que esos códigos de vida elemental, cuando menos, definen un retrato de época, vigoroso pese al verdín. Vivíamos inmersos en rituales rebosantes de ética, galantería, flores en el ojal y una magia que se deshizo con la despoblación de los campos, la demolición de los ingenios y la irrupción de unos consumos culturales, pretendidamente urbanos, que lo menos que reportaron fue ganancia. Mucho de lo que llamamos cubanía cobraba volumen con expresiones vernáculas de auténtico sabor.

II

Gracias a la inclusiva obra cultural de la revolución, la mayoría de nosotros pudo concluir —en la ciudades— estudios de enseñanza media, o superiores; y hasta nos dejamos ganar por magnéticas influencias foráneas y mutiladoras. Mi círculo de amigos más cercano, adicto a la lectura y a lo que indujera crecimiento cultural, fue abandonando aquellos procederes. Comenzamos a vestirnos y actuar de acuerdo con lo apreciado en el copioso repertorio de cine franco-italiano que desbordó las salas del país, y hasta el bizco proyector de 16 mm del carro del ICAIC.

El existencialismo, la antipoesía, el op-art, La soprano calva, While my guitar gently weeps, El lago de los cisnes, el pop hispánico, Electra Garrigó y muchas otras expresiones culturales enriquecieron nuestro inventario mientras, en pugna con ellos, en el terco subconsciente, aquellas expresiones iniciáticas fermentaban con espesa pachorra su masa proteica.  

Empecé a escribir a los 20 años, y aquellas referencias bucólicas no me indicaban el itinerario estético. Optaba por: la poesía coloquial, el impetuoso discurso de la nueva trova, la nueva canción latinoamericana, el teatro del absurdo, la estética de la violencia.

César Vallejo y Antonio Machado fueron (y aún son) figuras tutelares. Todo lo que oliera a infancia ida cosquilleaba en mi alma. Hoy pienso que el abandono de aquellos códigos primigenios me cobraba factura: el localismo vallejiano me susurraba emociones más fuertes que las de los poetas al uso, cuyos juegos de ingenio intentaba inútilmente asimilar. Cito al gran peruano: Al muro de la huerta, / aleteando la pena de su canto, / salta un grillo gentil en triste alerta, / cual dos gotas de llanto, / tiemblan sus ojos en la tarde muerta. Cito también al Machado costumbrista: Ese hombre del casino provinciano / que vio a Carancha recibir un día, / tiene mustia la tez, el pelo cano, / ojos velados por melancolía. Ese “hombre del casino provinciano” ¿no nos recuerda un poco a Agapito, el barbero?

III

Nunca pude escribir como los coloquialistas de los 70. No me salía, pese a que lo intenté. En el mismo 1970, en casa del artista Alberto Anido, conocí a Samuel Feijóo, y me interesé por su poesía y por la revista Signos, recién inaugurada. Me limité a escucharlo, con sorpresa y deleite. Pero en 1975 volvimos a coincidir, yo como miembro del taller literario de Camajuaní, donde René Batista Moreno nos involucró en los sutiles entresijos de la cultura popular.

En aquella ocasión sí le mostré a Samuel mis últimos poemas, ya alejados de lo conversacional. Con ellos —si hubiera tenido un poquito más de nombre— me hubieran inventariado como “tojosista”, una de las etiquetas más infelices de la época. A Samuel le gustaron los poemas. Dos años después me encargó recopilar testimonios sobre la medicina popular, y gracias a esa “orden” suya inicié las indagaciones que condujeron a El Ungüento de la Magdalena (humor en la medicina popular cubana), con testimonios devenidos libro 31 años después.

El encargo de Feijóo fue el sacacorchos. Lo primero que me deslumbró de lo recopilado fue su naturaleza lúdica y burlesca, por eso el libro se centra en la veta humorística, no en la terapéutica. El otro gancho fue el léxico, todo un catauro de modos dialectales y sabichosos propios de la ruralidad. Cito: “Un día yo pegué a ponerme amarillo y la gente decía que era porque había comido canistel”; “La untura llamada Copal se ha usado siempre para evitar el pasmo o tétanos”; “A mi abuelita le daban vahídos, casi siempre por las tardes; se ponía bembiblanca y con un sudar y un sudar y un sudar frío. Entonces le poníamos el termómetro y no llegaba ni a treinta y cinco grados. A esos patatunes la gente les dice gusmayas”.

El otro manjar fue esa especie de tropología rústica a la que acudían aquellos “científicos” en su lega ejecutoria; el símil campeaba por su respeto: “…verlo correr le daba angustia a uno. Lo hacía balanceándose y con los sobacos abiertos, como una bailarina de Alicia Alonso”; y “la mandarria, para un pailero, es como el rifle para un guardia”.

Sin que lo sospechara, en 1996 me tocó dirigir la revista Signos, encargo que cumplí hasta 2010. Mi visión de lo popular se había salpicado ya con algunos atisbos teóricos, no obstante, quise mantener el perfil recopilador. Continuamos, al modo feijoosiano, registrando expresiones nacidas en esos espacios, sin mucha mediación sapiente.

Sé que en algunos cenáculos aún se mira a estas expresiones por encima del hombro, asignándole apenas un valor antropológico. Entre los muchos razonamientos que sustentan mi devoción por lo popular, unida a mi certeza de que el viaje debe concretarse en los dos sentidos, de pasada me sirvo de algo de lo expresado por el sociólogo vasco Iñaki Martínez de Albeniz Ezpeleta:

Dentro de la dicotomía culto/popular, es el primero el elemento que juega el rol de sujeto que define y el segundo el de objeto de la definición. Se da por tanto entre ambos una relación de dominación. Así, mientras que lo que conocemos por alta cultura constituye la cultura dominante, la cultura popular es la dominada. En este tipo de suposiciones de sentido y uso comunes subyace una visión etnocéntrica de clase (…) En este orden de cosas, lo (tenido por) culto, disfruta de un derecho de pernada simbólico sobre lo popular: se produce entre lo culto y lo popular una (constitutiva para ambas) asimetría simbólica que capacita a la primera, al tiempo que paraliza a la segunda [1].

En todo lo que he querido hacer, después de adquirir una conciencia cultural que desdeña los hegemonismos, he intentado, no el equilibrio, ni esa hibridez sobre la que tanto también se ha teorizado. A la luz de lo aprendido en páginas, plateas y calles (o trillos y guardarrayas) acabé sabiendo que la más alta poesía está, tanto en Eliseo Diego, Samuel Feijóo, Nicolás Guillén, José Lezama Lima, Gastón Baquero, Eugenio Florit, Roberto Fernández Retamar, Raúl Hernández Novás, como en el ilustre “Don Nadie” Aguito Molina. Poco importa que en el caso de este último solo mis coterráneos de entonces lo sitúen a la altura del Dante mientras los primeros citados —más muchos otros— ocupan con legitimidad su lugar en el canon de una cultura cada día más inclusiva.

Notas


[1] Iñaki Martínez de Albeniz Ezpeleta: “La ambivalencia de lo popular en los estudios culturales”; Papeles del CEIC; # 2; diciembre de 2001.