Velasco, donde una maravilla arquitectónica peligra

Luis Toledo Sande
22/3/2018

El pueblo de Velasco, con amplia zona rural, productiva, y ubicado en la provincia de Holguín, pudo, puede o podrá recordarse de diversos modos. Según una leyenda, tal vez infundada, pudo haber pasado a ser “el pueblo sin sopa”, algo que los lugareños refutaban ufanos: “¡Pero con mucho potaje!”. Y para un país apasionado por el béisbol pudo haber quedado como el sitio natal de Willy Miranda, short stop de los Medias Blancas de Chicago, a quien los adversarios respetaban por su manejo del guante. Así Velasco habría servido para perpetuar un chiste anónimo o para abonar mitos y realidades de las Grandes Ligas.

Como tributo a ese territorio, más fuerte sería, y mayor prestigio alcanzó, el título de Granero de Cuba, debido a la cantidad y la calidad de los frijoles que avalaron la respuesta al supuesto caminante que, con razón o sin ella, deploró la ausencia de sopa en las mesas del pueblo. Con fama de ser los mejores del país, si no del mundo, los frijoles de Velasco esclavizaban a jornaleros agrícolas —que sufrían las mayores desventajas al solo disponer de su fuerza de trabajo— y a campesinos de escasos recursos. Una gran cifra de estos vivían atados a terratenientes que se quedaban con la mayor parte de la cosecha, a menudo arruinada por plagas, cuando no por un aguacero de más o un aguacero de menos.

Mucho habría que decir sobre aquella realidad, y sobre lo que significó, para revertirla, el triunfo de la Revolución Cubana. Pero el propósito de estos apuntes reclama concentrarse en uno de los frutos de las transformaciones iniciadas entonces: pronto surgió un movimiento de artistas aficionados sin precedentes, sobre todo en teatro. Sus exponentes recorrieron el país y hallaron espacio en la televisión. Llegó el momento en que hasta se les dificultó participar en festivales de artistas de su tipo, no porque se les quisiera mermar sus derechos, sino porque se tenía en cuenta su nivel de desarrollo, que los ponía en franca ventaja sobre otros participantes. Los resultados de Velasco se apreciaron en puestas de obras como La zapatera prodigiosa, de Federico García Lorca; El oso, de Antón Chejov, o Contigo pan y cebolla, de Héctor Quintero, que son algunos de los ejemplos citables y fundaron allí lo que, sin exagerar, puede calificarse de leyenda.

Al igual que en tantas otras disciplinas, talentos que se habrían perdido hallaron las condiciones necesarias para desarrollarse. Aunque estos apuntes no dan espacio para un recuento de nombres, ni sea ese su propósito, no se tendrá a mal que en ellos se recuerde a Reynaldo Bullaudy, quien en 1959 era un joven dependiente fogueado en tiendas de ropa y se reveló como un actor natural, dotado en especialmente para el buen humorismo. Al mencionarlo se le rinde también tributo al ser humano que murió en el intento de auxiliar a víctimas de un accidente, y propicia nombrar a otro de los frutos del apogeo artístico desatado en Velasco: el pintor Kamyl Bullaudy, hijo suyo.

Un hijo de Velasco, el artista de la plástica Kamyl Bullaudy
 

Como en el célebre poema de César Vallejo en que, convocado por la masa, un cadáver se levanta y echa a andar abrazado al primer hombre que lo llamó a la marcha, aquel auge —con el cual no cabría comparar eventuales ilusiones precursoras que merecerían encomio por haber existido— tuvo en la localidad un primer impulsor: el Félix Varona Sicilia de invencible entusiasmo que se propuso hacer realidad lo que soñó al disfrutar en su infancia el paso de los circos por Velasco: que su pueblo tuviera un circo que nunca se fuera de allí. Se lo confesó a la actriz Norma Arencibia, una de las revelaciones propiciadas por la Revolución. Félix se jugó la vida como combatiente clandestino del 26 de Julio, y mientras lo hacía habrá intuido que esa lucha sería el camino por donde él podría batallar para ver consumados sus sueños en bien del colectivo.

Otra consecuencia del triunfo de 1959 acudió en auxilio del tenaz Félix: un joven arquitecto estadounidense vislumbró que le había llegado a Cuba un verdadero cambio de rumbo, y renunció a la carrera que ya iniciaba en su país natal, con la que habría logrado un relevante éxito profesional y económico. Optó por echar su suerte con la patria de sus ancestros cubanos que en el siglo XIX habían emigrado a los Estados Unidos. Engrosaron así las comunidades, básicamente obreras, en que José Martí buscó y halló buena parte del apoyo que tuvo para fundar el Partido Revolucionario Cubano y preparar la nueva guerra por la independencia de Cuba.

Ni Félix ni Betancourt viven ya, pero su legado merece ser cuidado con esmero. El arquitecto no se radicó en La Habana, porque prefirió beneficiar con su labor a poblaciones que habían sido poco o nada favorecidas antes de 1959. Las provincias de Santiago de Cuba, Granma y Holguín estarían entre los territorios privilegiados por su creatividad. Como un trabajador humilde más, hacía en camiones los largos recorridos necesarios para llevar a cabo su tarea. Se sumó a las Milicias Nacionales Revolucionarias, básicas en las fuerzas armadas con que el pueblo cubano se defendería de las agresiones imperialistas, y como parte de ese pueblo se entregó a construir obras que deben perdurar como ejemplos de utilidad y belleza.

Para Velasco diseñó, sin remuneración material alguna, y con el estímulo de Félix, una construcción singular que honraría a cualquier ciudad del mundo y que, aunque se le conoce como Casa de Cultura, fue concebido —y ese es su verdadero nombre— como todo un Centro Cultural, al que con justificada gratitud el pueblo le dio el nombre que tiene: Félix Varona Sicilia. Se inauguró, aún sin terminar, el 2 de marzo de 1991 —el proyecto incluía otras áreas—, pero ya con espacios, en mayor o menor grado de terminación, destinados a clases de artes plásticas, danza y música, y con un teatro que es su corazón. Aquella obra, que algunos considerarían una locura —pero sería, en todo caso, una locura maravillosa y fundacional—, la pensó Betancourt con un criterio que es toda una guía: “En cualquier sitio de la tierra todo colectivo humano merece lo mejor”.

El autor de estas líneas —que ni remotamente fue el primero ni será el último en escribir sobre esa gran obra— le dedicó un reportaje en el número del 9 de noviembre de 2011 de Bohemia, y en la edición digital de esa revista.  Allí se refirió a la pasión con que, en reuniones hechas para planificar la entrega de materiales de construcción, los representantes de Velasco reclamaban, en primer lugar, lo necesario para terminar su casa de cultura.

El arquitecto cubano Rafael Almeida, de alta responsabilidad en el sector cultural y también lamentablemente fallecido, elogiaba gustosamente el ahínco con que aquel poblado defendía un proyecto en cuya ejecución se lucieron, encabezados por el maestro de obra Nicasio Santana —a quien Betancourt apreció, y le agradeció enseñanzas—, trabajadores de la localidad. Félix cuidó esa obra como habría cuidado al hijo que no tuvo, y en ella ratificó ejemplarmente la honradez con que había manejado finanzas del 26 de Julio, tarea en la que personificó, sin alardes, una valentía que le costó que los esbirros de la tiranía lo tuvieran entre ceja y ceja.

Ahora no se trata de repetir lo escrito en aquel reportaje, titulado “Salvar Casa, frijoles y espíritu”. Solo procede insistir en parte de lo allí dicho: lo urgente que resulta darle a esa construcción el mantenimiento que no tuvo desde que se inauguró, y sin el cual puede terminar convertida en ruinas, peligro cuya amenaza de consumación resulta cada vez más alarmante. Aquel texto recogió declaraciones de la Dirección Provincial de Cultura de Holguín, según las cuales se daban pasos concretos para asegurar la reparación del edificio, contra la que se erguía como el mayor obstáculo la escasez de madera adecuada.

Pasaron algunos años y en la misma revista el autor volvió a recordar la urgencia de una obra restauradora que no había comenzado.

Finalmente, en 2016, como parte del remozamiento de Velasco para los actos municipales por el 26 de Julio, tuvo la alegría de informar que habían comenzado pasos para salvar el estupendo Centro Cultural. Pero se hizo apenas una reparación parcial: no pasó del área de danza y de la marquesina. Mientras tanto, sigue avanzando el deterioro en el grueso de la instalación, y el teatro ha perdido gran parte del techo, por lo que la intemperie ha causado estragos en el interior de la sala, incluidas las costosas butacas.

El autor pudo comprobarlo una vez más cuando recientemente fue a Holguín y a Velasco, invitado por Norma Arencibia a las jornadas Cuenteros PicodeOro, que ella organiza, y que auspician las filiales holguineras de la UNEAC y del Consejo de las Artes Escénicas, a las cuales se sumó desde la anterior convocatoria la Universidad de Ciencias Pedagógicas José de la Luz y Caballero. Hace quince años que dichas jornadas tienen lugar en torno al aniversario del nacimiento de Félix Varona, 16 de febrero, y en esta ocasión, que habría sido su cumpleaños noventa y uno, volvió a servir para continuar reclamando que el Centro sea reparado.

 
Casa de Cultura de Velasco
Fachada de la Casa de la Cultura de Velasco, patrimonio visual de la comunidad. Fotos: Cortesía del autor
 

Se corre el peligro de que se destruya la que no es solo una maravilla de la arquitectura de la Cuba revolucionaria, sino una de las más hermosas que se hayan construido en el país a lo largo de su historia. Debe seguir aportando los altos frutos que puede dar al servicio de la cultura artística y literaria, de la espiritualidad, no únicamente en aquel territorio que, con esfuerzo, va dando señales de que rescata su producción frijolera, de tanta importancia para la alimentación del país. Pero ya se sabe que no basta alimentar el cuerpo: también es vital nutrir el alma.

 Un detalle de la obra arquitectónica, en el que se evidencia el reclamo restaurador de la instalación.
 

Tal vez sea necesario, como voces muy atendibles proponen, replantearse la subordinación administrativa de ese Centro Cultural, y darle un uso que beneficie a toda la nación. Personas de sensibilidad y seriedad reconocidas estiman que urge librarlo de los estragos que le han venido a Velasco de la división político-administrativa que en 1976 lo convirtió, de municipio, en una porción de Gibara. A esa ciudad se le da, según se puede, la atención merecida, y requerida por el desarrollo del turismo. Pero eso no debe generar conformidad alguna, ni de las autoridades ni de la población, ante el alarmante peligro que a la vista de todos y de todas corre una joya de la arquitectura cubana.

Si a ese peligro no se le pone fin —vale acotar que ya ni siquiera sería a tiempo, sino tardíamente—, y no se emprende con celeridad, amor y sabiduría técnica y espiritual la reconstrucción requerida, Velasco puede pasar a recordarse como el pueblo que tal vez recuperó completamente su producción frijolera, pero permitió que se destruyera una obra de extraordinaria significación arquitectónica, artística, política, cultural, humana, y económica —aunque eso no esté claro para ojos y corazones empañados por la empobrecedora estrechez economicista—, y ya de poco o de nada valdrían lamentaciones.

A tono con la inspiración isabelina que animó a Walter Betancourt en el trazado del teatro de aquel Centro, vale parafrasear a Shakespeare y decir: restaurar o no restaurar, salvar o no salvar una obra que no debe desaparecer, esa es la cuestión. Y la única alternativa digna es restaurarla, salvarla.

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