Vanguardia y herejía están obligadas a ir siempre de la mano
18/10/2018
La cultura nos define y nos defiende. Sus dimensiones logran ser reconocibles cuando proceden de la idea en movimiento, de la transformación. Jerarquías, juicios de valor, políticas y participación se articulan dialogantes con la realidad. Representaciones y alcances de la vida cotidiana que en la práctica fortalecen, o no, un aprendizaje colectivo.
Ante todo, la cultura tiene que ser crítica. Si no utiliza la verdad como método de develamiento, como herramienta para preservarse y reproducirse, como condición para ver el mundo en un grano de arena, no logra rebasar la imagen que la reduce a medio de escape y devalúa su papel cual instrumento de enfrentamiento a los problemas.
La vanguardia no implica solo un vínculo con la militancia política, sino actuar inducidos por una ética
y una conciencia en crecimiento. Foto: Juventud Rebelde/Liesther Amador
Inventario a gran escala, el III Congreso de la Asociación Hermanos Saíz puede ser invisible ante los ojos de los que subestiman, de los que dejaron de creer en el valor movilizador de la cultura y expresan hacia ella miradas peligrosamente presentistas. Formas de ser, pensar y actuar que beben el agua del Leteo y olvidan el impacto de experiencias muy valiosas que en los últimos 60 años, a escala nacional, operaron en el campo simbólico, en la construcción de nuevas narrativas, en los reencuentros de una imagen propia, en la definición sonora de una identidad. Son consensos que el tiempo y las circunstancias ponen ahora a debate, pero que se establecieron descifrando los signos del mundo en su conjunto y no colocando unos a merced de los otros.
El problema principal es que la relación con los procesos de cambio que debiera animar a los círculos pensantes del país, incluido naturalmente el de los creadores, está provocando el efecto contrario. Se tiende muchas veces a la comodidad de no querer pensar. El flujo orgánico de las ideas permanece frenado por asuntos que nos parecen muy importantes, pero que nos alejan y entretienen respecto a los que verdaderamente lo son.
Situados en el rol absurdo de conciencia crítica de la sociedad, ocupados en las carencias gremiales y los imperativos económicos, podríamos estar olvidando que en el fondo de los problemas culturales, la lucha por el poder político, por el control de las mentalidades, sigue siendo un componente principal con el cual estamos obligados a reñir.
En medio del tiempo turbulento que vivimos —felizmente complejo—, los siguientes desafíos constituyen apenas una ojeada al esfuerzo de hacer, entender y participar en el espacio que abre la cultura para nosotros:
Lo primero, lógicamente, sería regresar sobre la noción misma de cultura, ampliar el marco en que la definimos, no entrar en negaciones insalvables, ni reproducir el falso y oportunista concepto que enfrenta lo culto a lo genuinamente popular. Tenemos que estudiar cómo los símbolos culturales simbolizan; luchar contra el enfoque de una cultura eventista, ferial, vista únicamente como servicio; y reconocer el componente comunitario como una extensión principal de todo cuanto hacemos, no para “exportar cultura a los que no la tienen”, sino para que nuestra propuesta se enriquezca con los valores, las identidades, las espiritualidades preservadas en los más insospechados sitios del país. Además, favorecer que los enunciados políticos sean más compactos en el reconocimiento de la diversidad social, que es, ante todo, una fortaleza cultural; y situar los binomios necesidad-conciencia, creación-circulación y contenido-forma, como columnas de un intento que refuerce el carácter “contemporáneo” de la organización.
En segundo lugar, cuidarnos de no acariciar una suerte de “dogmatismo liberal”, pero dogmatismo al fin, que asoma ya en varios circuitos. La creación y el pensamiento son libres y deben continuar siéndolo; sin embargo, eso no implica confundir libertad con anarquía. Magnificar en la creación los aspectos negativos, relegar a un plano secundario el lenguaje artístico y su acabado técnico en favor de los “elementos críticos” que hacen más público, más atractivo y más comercial el discurso, acuñaría un derivado realista que por falso y desequilibrado rematará lo más sensible, resistente, franco y creativo de la cultura nacional.
La Asociación, en tercer término, debe ganar para sí al conjunto de las ciencias sociales. Ver las cosas a través de ellas, mediante el empleo de sus instrumentales y propuestas. La cultura, en tanto se concibe como un hecho estrechamente atado a lo social, es abordada cada vez más desde la perspectiva total, hermenéutica de los cientistas sociales. Hay que diseñar un diálogo. Abrir las puertas ampliando el concepto de investigación para que pensadores de distintas procedencias hagan del contenido humanista un nutriente principal del ambiente artístico, de esa cosmovisión del artista que se proyecta luego en el intento de su obra.
A través de un vínculo horizontal, tendríamos, como cuarto reto, resignificar el contenido institucional. La balanza se inclina a favor de la fragmentación del aparato estatal. Todo conspira contra él. Hay que polemizar y contribuir creativamente para que las entidades sean dirigidas a través de los creadores mediante diálogos reales y permanentes. No puede resquebrajarse uno de los pilares imprescindibles del programa de la Revolución. El ejercicio de la política cultural no puede ser patrimonio absoluto de la burocracia. Debemos emplearnos a fondo para que lo que estamos asumiendo como “actualización” no sea un proceso zigzagueante, sesgado o rutinario, carente de extensión futura.
Estamos obligados a cuidar que las instituciones —incluyendo la Asociación— no se vean reducidas a corporaciones operativas para maniobrar con el mercado, sin sufrir los ataques del Estado o logrando entendimientos con él. Esta lucha tendrá que ser realmente cultural, o no será. Concebir la vida cotidiana desde las leyes del capitalismo, implicará cada vez más que la vida ciudadana y el orden político tiendan a reproducir esas mismas concepciones.
En quinto lugar, es preciso comprender que el tiempo histórico es mucho más que el tiempo cronológico. Es muy peligroso, poco dialéctico, concebirlo como un eterno retorno. Plantea un arduo camino hacia nosotros mismos. Hay que entender que no existen los estancamientos. En la sociedad, en el pensamiento, en la creación, se avanza o se retrocede.
La cultura cubana estuvo siempre abierta al mundo. Su carácter revolucionario radica justamente en que influencias diversas fueron procesadas, incorporadas y dispuestas luego nuevamente a la universalidad. Nos comprometimos más temprano que otros con las poéticas de la emancipación.
Allí donde el neoliberalismo se articuló con mayor presencia, donde la represión al pensamiento ha sido descarnada y se sufre hace décadas el desinfle de los sentidos por la industria del entretenimiento o la reconfiguración política del poder comunicacional al servicio de la burguesía, donde el conflicto entre intelectuales y académicos se resolvió tristemente a favor de los segundos, existe un sinfín de experiencias útiles a la transición socialista. No podemos darnos el lujo de desconocerlas. Se trata ahora de seguir siendo referentes en algunos aspectos, y en otros disponernos a aprender.
El compromiso intelectual legítimo es el sexto y último de estos retos. En verdad generaliza los anteriores. Los intelectuales de domingo, los artistas- mercaderes, no tienen cabida en la circunstancia vigente y futura que proyecta una organización como la Asociación. Hay que cuidarnos de no ser los filántropos de la mediocridad, de las “buenas intenciones” que sobredimensionan la fuerza real de proyectos y creadores, que confunden el propósito de ampliar la oportunidad, que muestran referentes inmaduros y nos ubican en el circuito de la incoherencia.
La vanguardia, como he repetido muchas veces, no implica solo un vínculo con la militancia política —en nuestro caso irrenunciable—, sino actuar inducidos por una ética y una conciencia en crecimiento. Vanguardia y herejía están obligadas a ir siempre de la mano, una garantiza la adultez de la otra. En ambos casos, sin embargo, es la historia, la huella en la realidad real, la que emplaza los determinantes. “¡La razón, si quiere guiar, tiene que entrar en la caballería! y morir, para que la respeten los que saben morir”[1]. Los enunciados son útiles, pero no suficientes. Dinamismo, práctica, renovación, atributos nuevos, crítica participante, rumbo y orientación para alcanzar objetivos humanos, sociales y culturales superiores, son ahora esos determinantes.
Lo más importante es pretender y esforzarse. Las vanguardias se niegan a desistir de la faena de siempre incorporar. Ganan el derecho a caminar con el pueblo con el único fin de servirle mejor. Asumen lo distinto como principio inagotable de continuidad. No parcelan, no aíslan, no privilegian. Como el hombre de Dos Ríos, aprenden a ser realmente buenas y a morir de cara al sol.