Un canto coral

Omar Valiño
24/7/2017

El reto estético del equipo de realizadores de LCB La otra guerra fue enorme. Volver sobre una historia ya lejana, pero viva, sangrante incluso en la memoria de las familias de las víctimas, y con impactos no olvidados en el tejido social del Escambray, como denominamos al espacio físico que abarca el macizo de Guamuhaya en la región central de Cuba, del cual la Sierra del Escambray, es solo una parte.

También huir de paradigmas, o emularlos de manera legítima, como El hombre de Maisinicú, la excelente y muy conocida película de Manuel Pérez, o el segmento de puestas en escena que Teatro Escambray dedicó a esa realidad en los años 70.


Foto: Cortesía Alberto Luberta

Y, quizás en primer lugar, luchar contra la desmemoria, pues a nivel masivo ya no ocupa un lugar relevante en el culto de las hazañas de la historia nacional. Entre otras cosas porque se desarrolló por un periodo relativamente largo en medio del turbión de acontecimientos de inicios de la Revolución en los 60, porque estuvo localizada en lo fundamental en una región, aunque tuvo focos en todo el país y, sobre todo, porque fue una guerra de absoluto protagonismo colectivo, cuyos miles, cientos, decenas de nombres se disolvieron en la victoria.

Alberto Luberta como director principal y en la triada de guionistas junto a Eduardo Vázquez y Yaíma Sotolongo, más el director asistente Javier Gómez Sánchez, destacaron a la colectividad como el gran lienzo refulgente de esta historia. De ahí, aparte de las obligaciones propias de la objetividad de la narración, el valor constante de los movimientos de masas, los grandes cercos a pie o en camiones de las milicias para capturar una pequeña banda, dada la topografía del Escambray con cientos de desniveles de terreno, cuevas, socavones, riachuelos, farallones.

La prevalencia de lo que estimo el concepto cenital de la serie, con su centro en la colectividad, no fue óbice, por supuesto, para dejar de fijar una extraordinaria galería de tipos humanos con sus virtudes y defectos en los distintos planos de la vida.

Así, el propio detenimiento en muchas pequeñas historias individuales que le dio ese carácter de fresco con relieves a la serie producida por RTV Comercial, que incluyó relatos de amor, contradicciones entre familias; y en las familias, teatralizaciones (paripés) para atrapar bandidos; discusiones entre los mandos militares, intereses legítimos o ilegítimos, pero humanos; carne en fin de la vida misma sin perniciosas edulcoraciones. Como también el registro fotográfico de Alexander Escobar, abarcador de una amplia geografía física y humana. O la música de Yamilka Velázquez que desgranaba en suma sucesiva y creciente de acordes el retrato colectivo en vez de la persecución de temas para individualidades, aunque  a veces su magnífica partitura me pareció usada en exceso como acompañamiento sonoro, lo que empañaba, además, una grabación de sonido nada óptima.

La prevalencia de lo que estimo el concepto cenital de la serie, con su centro en la colectividad, no fue óbice, por supuesto, para dejar de fijar una extraordinaria galería de tipos humanos con sus virtudes y defectos en los distintos planos de la vida, encarnados por muchísimos actores y actrices de convincente, pareja y sólida labor, otro añadido otra suma coral de La otra guerra. Tironeados todos por la acción y el conflicto y no por la retórica; así inolvidables  el Mongo Castillo de Osvaldo Doimeadiós y el teniente “Gallo” de Fernando Hechavarría (quien, en gesto conmovedor, cita a su personaje Lorenzo, el miliciano de La emboscada, de Teatro Escambray, donde una familia ve enfrentados a los hermanos de un lado y otro del conflicto, como ahora en el núcleo familiar de Mongo Castillo), personajes inspirados en nombres muy concretos de aquellas luchas, ejemplos de sabiduría y astucia popular por encima de los grados escolares que no poseían. En sus particularizaciones, los actores los devuelven como vivos, creíbles y nuevos gracias a los modos de lenguaje, habla y comportamientos de los campesinos villareños que supieron encarnar. Del mismo modo, los bandidos con sus viles procederes, pero con distintos acentos de deshumanización o humanidad, ante los vejámenes cometidos contra los inocentes, según el caso.

Para unos y otros el drama de la guerra con sus imposiciones, el miedo, el hambre, la humillación, la muerte, los valores encontrados, las contradicciones de clase o de servidumbre arraigada, la valentía o la cobardía, y un largo etcétera que La otra guerra pudo transmitir con eficacia. Y más, hasta emocionar y conmover por su nivel artístico que, cuando es cierto, logra de veras hacer conocer con densidad, matices y claroscuros un tramo histórico de tanta importancia, desde el cual nace con la autenticidad del arte una verdad raigal y fructuosa.

Como antaño en la realidad, como ahora en la ficción, se levantó del vasto paisaje de las montañas del Escambray, un gran canto coral protagonizado por nuestra gente, otra y la misma, el verdadero cerco irrompible de quienes se empeñan en cualquier tiempo contra Cuba. Ese es el servicio mayor que nos prestó LCB: La otra guerra.