Trump y los locos de atar

Ernesto Pérez Castillo
5/1/2018

Cuando Donald Trump se levanta cada mañana, debería tener siempre a su lado, a la cabecera de la cama, a alguien —un asesor de la Casa Blanca, un general del Pentágono, un lector del Tarot, no importa quién, pero alguien— que le recuerde desde el primer instante de cada día que él es el presidente de la más grande superpotencia conocida en toda la historia de la humanidad, y no un multimillonario cualquiera que se las da de presentador televisivo del montón, ansioso de mejorar su rating. Y luego esa persona no debería apartarse de él ni un solo segundo hasta que se vaya de vuelta a dormir, tirándole de las orejas de vez en cuando. Quizá así se conseguiría que actuara, medianamente, como político.

Más de un especialista ha señalado ya que su comportamiento errático e imprevisible —para no decir estúpido y fanfarrón— podría deberse a que, bajo cuerda de sus asesores o no, el señor Trump actúa aplicando la socorrida y a ratos eficiente estrategia del loco: mostrarse fuera de control, sin miramientos de ninguna clase, haciendo y diciendo (eso sí: más diciendo que haciendo) las cosas más absurdas a cada paso. Se supone que eso atemorice a sus adversarios y les haga andar con pies de plomo.


En el intento de poner freno a un libro en torno a su primer año en la presidencia.
Foto: El mundo.
 

Después que le hemos visto asegurar que construirá un muro en la frontera con México y que logrará que lo paguen los mexicanos, anunciar a bombo y platillo un infierno de furia y fuego para Corea del Norte, amenazar a Venezuela con el uso de la opción militar para remover al presidente Maduro, y lanzar ante las cámaras de televisión rollos de papel sanitario a los damnificados puertorriqueños tras el peor desastre natural de su historia y cuando les falta agua, alimentos y electricidad, ya pareciera que ha dicho y hecho de todo, pero una y otra vez el presidente da muestras de tener más, mucho más, bajo la manga.

Ahora resulta que acaba de invitar a un grupo de indios americanos a la Casa Blanca, pertenecientes al grupo de los Navajo, uno de los más importantes en los Estados Unidos y conocidos por su papel en la Segunda Guerra Mundial, cuando se les reclutó para utilizar su lengua como código cifrado. De hecho, tres de los invitados son veteranos de aquella guerra.

Era un acto solemne, y tras las palabras del líder de los Navajo, Trump no encontró nada mejor que acercarse a su vez al micrófono para soltar: “Sois personas muy especiales, estabais aquí antes que todos nosotros, aunque tenemos una representante en el Congreso que dicen que lleva mucho tiempo aquí… más que vosotros… ¡la llaman Pocahontas!”.

Para suerte de Trump, los Navajo estaban en lo suyo: medio que no lo atendieron y medio que no lo entendieron. Pero el resto de los presentes, especialmente la gente de la prensa, se dio cuenta de que el señor presidente volvía a atacar a la senadora demócrata Elizabeth Warren, sobre quien ya varias veces, y en público, se ha referido como Pocahontas.

Nótese que su conocimiento de Pocahontas no proviene de una amplia base cultural, sino que el personaje es alguien de quien apenas ha tenido noticias mirando los dibujos animados. Su universo no va mucho más allá del conformado a cómo ha podido ser, a partir de las producciones de la Disney.

No podía haber encontrado el señor presidente peor o mejor momento para volver a meter la cuchareta (todo depende de si usted siente respeto o no por la cultura de los Navajo; en cuanto a Trump, ya se sabe que él no manifiesta respeto por nadie ni por nada), pero si nos atenemos a la lógica del señor presidente (“lógica” es una palabra que cuesta usar cuando se escribe sobre Trump) era el momento oportuno: como alguien que ha vivido de los medios, él insiste en la mediocridad de provocar para estar siempre en las primeras planas, que hablen bien o mal de él no importa… lo importante es que hablen.

Y es que Trump no acaba de caer en cuenta de que ya no es más el manager de un reality show televisivo, y sigue gobernando su país y a medio mundo como si solo importara lo que ocurre delante de las cámaras, con él siempre en un primerísimo primer plano.

Esa sostenida ilusión presidencial es grave, porque para Trump, todos los otros no somos más que extras (si es que tenemos algún rol en la superproducción que Washington lleva adelante) y nuestras vidas y el planeta todo no es otra cosa que un decorado que puede ser cambiado o destruido a su legítimo antojo.

Lo cierto es que Trump no tiene un pelo de loco: locos de atar estaríamos todos los demás si le permitimos continuar haciendo y deshaciendo todo lo que le venga en gana.