Trilogía cubana (Fragmento)

Lisandro Otero
27/10/2016

El abogado Manuel Estanillo se hallaba de pie en el bar Wall Street, en La Habana Vieja, chupando unos ostiones que se disolvían en su lengua con un sabor salino y acre, apenas atenuado por la salsa de tomate: aquel molusco afrodisíaco lo sumía en la gloria con su masa pulposa. Lo ayudó en la bajada con un trago de añejo dorado que le proporcionó un tibio sosiego. Reanudó el diálogo con el senador Fabián Seguí en torno a su tema predilecto: los negocios turbios del Tercer Piso de Palacio. El clan presidencial era capaz de cualquier cosa con tal de asegurar su disfrute del poder. El Tercer Piso propiciaba la fórmula reeleccionista: ¡Grau por otros cuatro años!, como si no hubiesen aprendido las lecciones de la historia: los intentos sangrientos de perpetuación de Estrada Palma, Menocal y Machado. Estañillo tenía contactos en los tribunales y conocía los embrollos del Tercer Piso; compiló varios expedientes voluminosos con pruebas contra el ministro que compró el estadio deportivo de Miami con fajos de billetes que sustrajo de los cofres del Estado y trasladó en maletas en su avión privado. Poseía pruebas de sus adquisiciones en Biscayne, en Coral Gables. Había sido el consejero secreto para maniobras impublicables; un especialista en dividir, tentar a los adversarios, extenuar a los enemigos, amenazar a los intolerantes, ultrajar a los dignos, abatir a los insobornables. Y en pago, pudo realizar el sueño de Vasco Porcayo de Figueroa y de Hernando de Soto: apoderarse de la península de la Florida. Estañillo se desahogaba: con lo que saquearon en este país pudieron empedrar las calles de oro.

El negro se acercó a Estañillo alzándose el faldón de la guayabera para extraer una Astra cuarenta y cinco; haló del carro de retroceso, montó una bala en el disparador y colocó la boca del cañón en la nuca de Estañillo: al Tercer Piso no le gustaban sus charlatanerías y así no iba a poder seguir viviendo en este país. Fabián Seguí se apartó, discretamente. Estañillo permaneció inmóvil. Detrás del negro otros de guayabera vigilaban los accesos, pistola en mano. Mejor que te calles, que no digas nada, dijo burlonamente el negro, pero vamos a ocuparnos de que olvides lo que sabes. Apoyó el pulgar en el percutor alzado y presionó levemente el gatillo. El cráneo de Estañillo reventó, dejando la masa encefálica esparcida sobre el mostrador. Fabián Seguí oyó el disparo desde la calle.

Hasta el último piso del edificio López Serrano subía el clamor. Desde el apartamento del senador Chibás se veía el público aglomerado ante la puerta del edificio. Chibás salió de su habitación y los dirigentes ortodoxos le siguieron. Bajaron en el ascensor y Laura se apretó en una esquina. Cuando apareció Chibás en la puerta del edificio los vítores se redoblaron. El senador decidió ir a pie hasta la radioemisora CMQ desde donde se difundiría su charla semanal. La muchedumbre avanzó junto a él por la calle Ele pero fueron interrumpidos en la esquina de Línea: un cordón de guardias, ametralladoras en mano, impedía continuar; autos patrulleros, atravesados en la calle, obstaculizaban el paso. Chibás se subió a un camión del Noticiero Nacional para arengar a sus partidarios.

Atardecía. Ráfagas con balas trazadoras cruzaron el aire delineando estelas de luz en el crepúsculo creciente. Se desplomaron algunos heridos. ¡Calma, calma! ¡Puede haber una masacre, no nos dejemos provocar! Junto a Laura cayó un estudiante. Alzaron al muchacho y lo condujeron a un auto que partió sonando el claxon insistentemente. Solo al grupo de dirigentes se le permitió continuar con Chibás. Las ventanas cerradas por temor a los disparos se fueron abriendo y apareció gente que aplaudía con entusiasmo al senador. Ahora Laura caminaba junto a él, codo con codo.

Frente a la CMQ las barreras policíacas se hicieron más numerosas. Subieron la escalera de granito y acero y al acceder a la terraza de entrada se vieron frente a los ministros y funcionarios del gobierno, que acompañaban al senador Masferrer. Laura distinguió, del otro lado, el rostro de Fabián Seguí, quien también la vio a ella. Chibás exclamó, con un gesto teatral: ¡Mi desprecio para el gobierno de Carlos Prío!

Apenas veinte años atrás, pensó Laura, Fabián habría estado de esta parte, junto a quienes acusaban a los malversadores, junto a los sediciosos, los insurrectos, los sublevados, los que desobedecían y se rebelaban, los que querían cambiar la vida. Veinte años había demorado en cruzar los dos metros que ahora separaban a ambos grupos. Ella seguía firme. El parecía azorado pero Laura intuía, con una segura premonición, que él había perdido su camino y nunca más lo hallaría.

¿Qué sucedió esta noche? Fueron a comer al Mandarín y después bailaron en el Atelier. ¿Cómo era posible que acudieran a un tugurio como ese? Solamente conversaron. Terminarían acostándose, tarde o temprano lo harían. Se encogió de hombros. Intenté alejarme, como si hablase con una amiga remota: quizás pretendía convocar su atención con esa aparente displicencia. Recordé a Octavio: lo esencial no es precisar si estuvo ya con otro o no, deja eso a los celos enanos, debes determinar si la has perdido, emocional y sicológicamente; si es así, lo otro seguirá tan naturalmente como la noche sucede al día. En definitiva ¿qué existía entre ellos? No sabría definirlo: un cierto lirismo a veces, hasta un arrobamiento que no parecía concretarse, podía decir tonterías en su presencia, se sentía cómoda con él.

En la cocina me serví un vaso de ron hasta el borde. Ella me aguardaba en la sala, sentada en el sofá, envuelta en una bata de seda turquí y con un ademán solícito, como si su cordialidad se expresase dentro de una tradición hogareña, como si nos sumiésemos, muy naturalmente, en la noche de Walpurgis, como si no contase para nada mi devastación. Constituíamos una pareja perfecta, así decían, no se sabía dónde comenzaba ella y concluía yo. De repente se me acumuló en el pecho toda la desolación del mundo y comencé a gemir mientras las lágrimas me nublaban los ojos. María del Carmen me observaba apesadumbrada: no necesitaba a su lado a un pobre fantoche, a una plañidera. Me eché hacia atrás en la butaca y me fui adormeciendo.

Abrí los ojos con la luz solar que entraba por el ventanal. En el río comenzaba la actividad cotidiana con los lanchones humeante cargados de arena que entraban ronroneando en el estuario. En la habitación, María del Carmen dormía envuelta en la misma bata turquí. Aún la sentía demasiado adentro, era una víscera atada por arterias, una extremidad dependiente de mis músculos, trenzada a mis nervios; aún no había logrado amputarme ese órgano que ya no me pertenecía, y no concebía ver esa criatura construida con mis propios tejidos asimilándose a un cuerpo extraño.

La desperté. ¿Qué piensas hacer ahora? Fue al baño y la aguardé sentado al borde de la cama; regresó con el rostro húmedo y abotagado por la noche sin sosiego. Lamentaba mi reacción, mi vanidad lacerada. Si se hubiese topado con un trabajador anónimo me habría afligido menos. ¿No sería un capricho pueril? Me dolía perder mis soldaditos de plomo en un combate sobre un tablero. ¿Y ella?, ¿qué fue de su apetito de absolutos, de su fe extraviada, de sus rupturas familiares, de su desesperada construcción de una nueva lealtad, de su rígido culto a la eficiencia? Siempre creyó que los afectos desgastaban, que confiar en otros era hacerse vulnerable. Todos los ciclos se cumplen. El mío había terminado.

Abrí la gaveta superior del armario donde siempre guardaba la Colt que recogí en Girón. Allí estaba. Tiré del carro y escuché el chasquido de los muelles al contraerse mientras la bala se introducía teatralmente concebida, un cadáver a sus pies, una aniquilación romántica; quizás sería más adecuada una muerte aparentemente accidental: lanzar el auto a toda velocidad contra un árbol. Siempre quedaría la duda. Me llevé la pistola a la sien. No habló. Podría apretar el gatillo, no demandaba, no demandaba mucho esfuerzo. Esperé unos segundos, los ojos se me llenaron de lágrimas nuevamente. Devolví la pistola a la gaveta. Huí, ofuscado de mi insensatez. Subí al auto y permanecí ante el timón sin abrir el encendido, inerte. Apoyé la cabeza sobre el respaldo. El sol intenso de una mañana sin nubes se asomaba por detrás de las piedras grises del castillo de La Chorrera mientras la corriente se movía tenaz, resistente, perdurable.

 

Tomado de Árbol de la vida, Ed. Letras cubanas, 2001.

 

Lisandro Otero en La Jiribilla

http://epoca2.lajiribilla.cu/2008/n348_01/348_12.html

 

FICHA
Lisandro Otero: Novelista, diplomático y periodista cubano. La Habana, 1932 – 2008. Una de las voces más importante de la narrativa cubana contemporánea. Fue Presidente de la Academia Cubana de la Lengua, miembro correspondiente de la Real Academia Española y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Premio Nacional de Literatura en el 2002 y Premio Nacional de Periodismo Cultural José Antonio Fernández de Castro. Editorialista de la Organización Editorial Mexicana. Su columna se publica en más de sesenta periódicos impresos y en decenas de diarios alternativos. Entre su obra de más de 20 títulos dentro de los géneros novela, testimonio, ensayo y periodismo se destaca la Trilogía cubana −La situación (Premio Casa de las Américas, 1963), En ciudad semejante y Árbol de la vida−, entre otros libros como Pasión de UrbinoTemporada de ángelesBolerosGeneral a caballoLa travesía y Charada. La diversidad de su obra ha sido traducida a 14 idiomas.