Trabajando

Emir García Meralla
30/3/2017

Un hombre se levanta temprano en la mañana/ se pone la camisa y sale a la ventana… Su camino cotidiano, el que sus pasos conocían a cabalidad desde hacía muchos años, se extendía desde la barriada de la Víbora hasta el reparto del Cotorro; allí trabajaba en el mundo del acero y la fundición de metales. Aunque vestía de punta en blanco camino a su trabajo —como decían los mayores— debía cambiar de indumentaria para ocuparse de sus labores.

Su oficio era soldador, pero en sus ratos libres escribía canciones que enseñaba a sus colegas y a su familia. “Tu oportunidad llega en cualquier momento, confía”; era lo que escuchaba siempre hasta un día de 1968 en que se organizó el Primer Gran Festival Obrero, se presentó ante un jurado de importantes nombres de la música de aquellos años y ganó todos los premios. Fueron tantos los premios que cambió su vida, se olvidó de la soldadura y cerró para siempre su taquilla en Antillana de Acero.


Foto: Internet

Harry Lewis, así se llama este hombre, cambió el esfuerzo y el sudor del obrero por la vagancia propia de los artistas. Ahora, en vez de oxígeno, acetileno y mecha, sus herramientas eran un bolígrafo, su imaginación y las canciones que pudiera crear.

Así llegó a los años setenta y aunque no era un cantante muy popular, la gente en la calle no escatimaba en elogios o saludos. En su barriada, su prestigio se alzó; y qué decir de la familia y los amigos: había llegado y solo tenía el cielo como límite a sus sueños musicales.

Escribió sones, guarachas y hasta se aventuró a decirlos de un modo distinto. Cambió el fraseo de sus interpretaciones y sus cuartetas eran distintas; su poética era escrita de una manera que muchos no comprendían. “Son puras payasadas”, dijeron algunos que no entendían que ese hombre hiciera una canción a su barbero… Yo soy el barbero loco/si señor… y que hablara de modo calé en tiempos que se convocaba a todos a superarse.

Él no pertenecía al lumpen proletariado del que hablaban los manuales, pero sus temas mostraban a veces cierta crudeza; imitaba giros del Benny y de otros que le antecedieron. Montó su personaje escénico dotándolo de un bastón, su sombrero, una levita y los inconfundibles zapatos de dos tonos; todo en colores chillones. Y para nada renunció a su diente de oro ni a su bigote al estilo de los charros mexicanos.

La radio y la TV de esa época le tuvieron presente y sus temas, alguna que otra vez, sirvieron a la propaganda de aquellos años. Aquel grito suyo de “… Trabajando…” fue tema de apertura de algún que otro programa en la radio y hasta le grabaron un disco, con seis números musicales, que se perdió en el tiempo.

Su música y sus temas estaban en un perfil que no agradaba a quienes perseguían la naciente canción de autor, esa que combinaba imágenes unas veces rebuscadas y otras citas; pero no encajaba tampoco en los patrones del son tradicional. Había una connotada originalidad en los esquemas musicales que usaba y que entraban en contradicción con los de esos años.

Harry Lewis llevaba las cintas con sus pistas en una maleta que fue gastándose con el tiempo. Era un showman, él lo sabía y lo explotaba, sobre todo cuando se presentaba en vivo; lo demostraban los aplausos de las personas en esos lugares.

Él hacía lo suyo, en lo que creía. Unas veces sus temas tenían cierto toque monótono, otras saltaban a una euforia delirante, sin abandonar cierta rareza. No creo que le hayan importado mucho las aprobaciones de sus contemporáneos.

Harry Lewis se fue apagando en la medida que los años setenta avanzaron, aparecieron otros actores en la música cubana y los públicos fueron cambiando. A fin de cuentas, él era un soldador que había dado puntos sólidos a su sueño musical. Un sueño musical que para mediados de los ochenta conoceríamos como el hip hop y que representaba una cultura de resistencia.

Tal vez en aquellas propuestas suyas de la década que nos ocupa, estuvieron algunos elementos del rap cubano; nadie lo sabe, ni siquiera él, que murió a fines de los ochenta en la barriada de la Víbora y fue enterrado en el Cotorro, en el panteón de los soldadores de Antillana de Acero.

Dicen que en ese día final se levantó, se puso su camisa colorida, su levita y que como siempre respondió a un vecino: Trabajando…

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