Todo es fuga hacia dentro y hacia fuera

José Raúl Fraguela
10/3/2017

Lo primero que ha llamado la atención a algunos de quienes se acercaron ya a este libro, Premio Hermanos Loynaz de poesía 2015, es el título, y no ha faltado a su autor una que otra opinión en torno a su pertinencia, o quizás ahora, que por fin lleva vestido de calle, habrá también cuestionamientos sobre su apariencia, meticulosamente escogida por el poeta. Pero este es solo el comienzo, las citas de Nietzsche, Benn y Carver que franquean la entrada al universo lírico así presentado, parecen decirnos ¡prepárate para lo que viene!, ¡no será fácil! Y en cierto modo así es.

Data de finales del siglo X la primera aparición del término lupus para designar una enfermedad que, según se dice, debe su nombre a la similitud entre algunas lesiones cutáneas que provoca (uno y no el más grave de sus múltiples síntomas), y las producidas por la mordedura de un lobo. Crónica, autoinmune y sistémica, su etiología es aún desconocida aunque su pronóstico en las últimas décadas ya no es letal. Cualquier similitud con este gran fresco en que nos sumergimos de la mano de este actante, sujeto lírico que reflexiona, describe y hasta narra —a veces sobre todo narra—, a partir del momento en que recoge una estrujada conversación e intenta recomponerla seducido, sin embargo, por lo que no se ha dicho. Aunque no es el silencio protagonista de estas páginas, el silencio ocupa aquí, como en toda poesía que se precie de serlo, un significativo espacio, pero no hay miedo a la palabra, a ninguna palabra ni a sus combinaciones, cotidianas y singulares a un tiempo, al punto de que, junto con la lectura, va creciendo la certeza, para quienes lo conocemos, de que solo Eduard Encina pudo concebir este micromundo tan conocido no obstante por nosotros, porque lo escuchamos y es como si lo viéramos vivir, luchar con la vida —¿nuestra isleña cotidianidad?—. “La visión cotidiana reflejada, en enérgica fricción con lo ideal, describe la angustia general de nuestro tiempo”, escribe Roberto Manzano en las palabras de contracubierta, y se me antoja que bastaría el poema inicial del conjunto para merecerlas, porque en este se resume la esencia del libro: “Dicen que el enfermo soy yo./ (…)/ La enfermedad es un bien. Extiende sus manchas en mi rostro/ para que sea diferente, ¿para que me vea diferente?”, expresa con ironía en un pasaje para rematar diciendo: “Manchas/ en el rostro de un hombre que odia las manchas./ En eso consiste: un perro mea y yo odio”. ¿Rabia?, ¿impotencia? Lo cierto es que a partir de ahí es imposible evadirnos, fijos al anzuelo de un verbo especular, que devuelve con intensa claridad las mayores oscuridades pese a no eludir la metáfora, la metonimia a veces, los recursos tropológicos en general, engarzados en un no siempre aparente coloquialismo. “La calma crece/ borra las huellas de lo que perdimos, porque la cosa es hereditaria”, sigue diciendo y, más adelante: “G es mi mujer, mi enfermedad./ La sombra del día pesa menos. Tengo hambre (dice), no te pongas a escribir./ El hambre se cura, pero las palabras no./ Si ella tiene hambre, tiene poesía o al menos una necesidad que no la traicione./ En eso consiste: miras el país y tienes hambre /miras y puja la sospecha/ de que la cosa es hereditaria”.

Casi debo violentarme para no leerles aquí, lo hará quizás el autor, este largo poema a cuyo final uno tiene que detenerse, cianótico porque sin percatarse ha dejado de respirar, a redimir aliento y emoción para continuar viaje.

Una gotera, un mueble defectuoso bajo el cual se gestan las relaciones sociales, el perro aplastado en la carretera, todo es materia lírica, y lo más nimio desencadena las más profundas reflexiones filosóficas. Si nos miramos bien, encontraremos en nosotros el mundo, parece decirnos el poeta, con todas sus lacras y virtudes; en nosotros, en nuestra inmediatez, en nuestros más íntimos afectos, porque “Todo es fuga hacia dentro y hacia fuera./ Pica el maguey, los tragos de sábila, el nony impenetrable que cura la desidia,/ las ganas de ser Caín o bumerang en la nada que mueve mis manos,/ como una bandera a punto de sacudirse la estrella, los caminos”.

No hay verso gratuito, poema simple o pequeño en este conjunto, tras la imagen más humilde respira lo tremendo, que lo es por nuestro, por inmanente e ineludible o porque le hemos permitido entronizarse de tal modo que así resulta, como la mutilación al pequeño árbol que lacera, pero que los hijos, quienes vienen detrás, contemplan indiferentes… ¿disfrutan?

Las relaciones filiales (los hijos, los padres), la amistad, el amor en todas sus aristas y otros sentimientos menos sublimes, asoman una y otra vez en este Lupus, pero siempre en una especie de regodeo en lo mórbido, rayando a veces lo escatológico por su ceñimiento indisoluble, su fusión, con el entorno físico y social, bajo una atmósfera propia que legitima el conjunto como las de esos mundos fantásticos tan minuciosamente “creados” por el cine gracias a la tecnología actual (por suerte la literatura no la necesita para conseguirlo) y que siempre terminamos identificando con el propio, el real, porque incluso si en apariencia no son humanos los protagonistas, piensan, sienten y se comportan como tales, como lo hemos hecho desde el nacimiento de la especie.

Algunos males se vienen haciendo tan viejos entre nosotros que se nos antojan a veces congénitos, invaden el subconsciente y afloran cuando menos esperamos, sobre todo, es raro que no afloren en la obra de los poetas: “…nunca supo sonreír/ ni en las fotografías que nos mandó/ desde Hughesville en el ochenta y pico./ Dentro de ella /muy dentro / nos quería/ pero eso en la foto/ no se ve” nos recuerda “El álbum” en una afirmación que a cada uno de los presentes nos permitiría identificar con alguien querido y ausente, con una ausencia que por lo general se ha convertido en mucho más que simple distancia.

“Verso desembarazado, fuerte connotativamente, que plasma en versículos naturales no solo una vivenciación personal, sino, sobre todo, un retrato y una denuncia de la atmósfera asfixiante que vivimos”, dice otro poeta de este conjunto donde el sujeto asegura haber “aprendido a vivir sin fe, a mirar con temor la parte más dulce”, para contradecirse de inmediato al afirmar: “Tengo unas ganas de tungsteno que mis amigos no entienden, una mano angular por donde la gracia fluye junto al ojo en equilibrio”.

Hay, a trechos, pinceladas donde un lenguaje mucho más directo nos permite la distensión, hasta la sonrisa quizás, como por ejemplo el poema “Mercado ideal”, donde nos “cuentan”: Crío puercos y escribo poesía,/ dice mi esposa que no es justo:/ escribir no es un acto de la carne/ ni del mercado./ Para muchos la poesía y los puercos/ tienen la misma peste,/ solo los diferencia el precio; o en “Mercadeo”, que me remite a los años noventa y el uso nada intelectual que se daba a fastuosas ediciones de obras de algunos de los más connotados pensadores de pasadas centurias, gracias a lo cual conseguían venderse. Un signo, no un síntoma, pero igual de ilustrativo.

Después vuelve la palabra a retratar, con óleo pastoso y trazo cuestionador, a recordar con o sin nostalgia, a buscar explicaciones: “¿De qué lecturas somos hijos mi padre y yo? ¿De cuál adversidad nos/ desgajamos? Es real. La porción del día suele repetirnos cada vez más/ lejos y ambiguos. ¿Duele la belleza lo mismo en el paisaje que en la mirada?”.

Nada podrá explicar mis impresiones sobre este libro como la poesía misma que contiene, tanto si canta a los héroes, “estatuas que sacaron el pie de la piedra”, a un personaje perdido entre la realidad y el mito como la descomunal Freddy de las noches habaneras de los cincuenta, o a sus propios dolores y angustias, esas que le impelen a salir, por si encuentra un fragmento de sol, un susto en la zarza que le devuelva los ojos.

Vuelvo a hurtar la palabra —esta vez para cerrar las mías—, a Roberto Manzano cuando dice, refiriéndose a Lupus, que “La poesía es siempre obra de un testigo apasionado, y el presente cuaderno ofrece el testimonio honrado y profundo de una notable voz de la actual poesía en Cuba”.