Teatro migrante para niños. Un Caribeño en Nueva York se presentó en el Titim

Yudd Favier
29/4/2016
Fotos: Cortesía de la autora
 

Creo que a cualquier emigrante le son comunes un par de preceptos: la necesidad de adaptarse al medio nuevo y la perseverancia de nunca olvidar. Es el emigrante una especie de combinado cultural que se debate entre pasado y presente y, si bien esto lo hace diferente, también lo convierte en portador, traductor, dador de una nueva cultura híbrida y, por tanto, única y emergente. Fernando Ortiz lo expresaría aún mejor: “en todo abrazo de culturas sucede lo que la cópula genética de los individuos: la criatura siempre tiene algo de ambos progenitores, pero también es distinta de cada uno de los dos”. [1]

Instalarse en medio de Manhattan con su Teatro SEA para compartir con niños y adultos de Nueva York su extendida latinidad es lo que ha hecho Manuel Morán, el autor de las cinco obras teatrales que se compilan en el libro. Desde allí trueca superhéroes de cómics por otros emergidos de la realidad; para hacer que el viaje de crecimiento de Pinocho acontezca en un cruce de fronteras; para crear un contrapunteo entre personajes típicos del Caribe o, simplemente, sustituir a un Hada Madrina por un Duende Padrino o por la propia Virgen de la Guadalupe. En fin, para instalar su neocultura de ascendentes caribeños a unos pasos de Broadway.

¡Viva Pinocho!, de 2009, inicia la compilación y es en este texto donde, a nuestro parecer, se explicitan con mayor énfasis las obsesiones del autor y muestran su mayor grado de lucidez. Pinocho, que en esta versión es Pino Nacho, ya no se encuentra con un gato y una zorra que lo desvían de la escuela, sino con un Coyote que se nombra Lobo y que lo convence de ir “al Otro Lado” donde “muchos se han ido y consiguen dinero” porque “aquí no hay donde caerse muerto”. Las aventuras más reconocidas del héroe de Collodi son manejadas por el dramaturgo para presentar excelentes analogías que hacen reconocible la historia original y, a la vez, sirven para mostrar una realidad tremebunda, sin permitirse el discurso panfletario. Entonces: el país de los juguetes es ahora la tierra de las oportunidades, donde existe la amenaza de contagiarse con la enfermedad de dejar de ser, y un Carnivalero —nótese la asociación fónica con caníbal y la mezcla con carnaval— es un personaje que, al mismo tiempo que te ofrece “placeres” de feria, te explota hasta digerir toda tu esencia; una deshumanización y desculturación que concluye cuando los recién llegados se convierten literalmente en burros.

Los textos aquí recogidos no son palabras yacentes en un cajón. Todos se han convertido en espectáculos estrenados por Teatro SEA, y este de ¡Viva Pinocho! ha recorrido varios escenarios del mundo. De la representación de esta obra ha expresado el crítico y dramaturgo Norge Espinosa: La sutileza del espectáculo le permite caminar por el doble filo de lo que quiere decirnos en términos de actualidad sin traicionar el espíritu de la fábula a la que reverencia (…). Las claves han conseguido que el montaje tenga una recepción polémica, y que, como sucedió tras la representación que vi, padres y familiares de los niños para los cuales este dilema es cosa de sus biografías, agradecieran al director-actor el atreverse a mostrar un costado que, por lo general, sigue siendo tabú ante un público de niñas y niños.[2]

En el caso de Mi superhéroe Clemente, si bien no toca el tema de la emigración de manera directa, vuelve a ser motivación el no olvidar, el “no dejar de ser”, ahora replanteando la figura del héroe. ¡Tan arraigada! en la cultura pop americana a través de los cómics, la figura del ídolo ficticio es contrapuesta a otro modelo novedoso: un personaje real y latino, el pelotero Roberto Clemente, quién, con su talento como deportista y las acciones humanitarias que llevó adelante, va cumpliendo cada uno de esos “cánones” que lo hacen ser un superhéroe tan legítimo como Batman, Superman o la Mujer Maravilla. De la puesta en escena de Mi superhéroe… ha escrito el director titiritero Rubén Darío Salazar: Cuatro actores muy jóvenes y cuatro atractivos títeres, nacidos de la imaginación de un imprescindible del Teatro SEA, el diseñador José López, arman un juego escénico dinámico a nivel dramático e interpretativo, que atrapa a pequeños y grandes durante casi una hora de representación. Cuatro también son las cajas escenográficas que van a armar y desarmar a ojos vista del público, creando tanto el ámbito del colegio donde se desarrolla la historia en tiempo real, como los lugares por donde transcurrió la vida del inigualable Bobby Clemente.[3]


Mi superheroe
 

La obra El encuentro de Juan Bobo y Pedro Animal no solo enfrenta a dos personajes típicos de Puerto Rico y República Dominicana respectivamente —obvia instalación folclórica que se arriesga en una comunidad anglófona—, sino que además apunta a la diversidad del teatro que desde SEA crea y produce el autor, también director artístico. En esta obra, la narración, los títeres, la imprescindible participación del auditorio recrean otro tipo de espectáculo, quizá de una estructura menos compacta (lineal y ascendente) en torno a la unidad de la dramaturgia, pero de una evidente viabilidad escénica que precisa aún más del carisma e improvisación de los actores: porque están interpretando personajes fetiches de una cultura muy específica y porque han de tener que desarrollar múltiples labores en sus roles como cuentacuentos, animadores y protagonistas. Se revela en las historias contadas por ambos personajes el carácter innato de las fábulas con su fuerte componente rural, pero especialmente en el espectro preciso para ilustrar arquetipos: la guajira bondadosa, la figura patriarcal preponderante, la siempre afortunada casualidad para el desenlace de las historias —con su toque absurdo, que aquí llamaríamos realismo mágico— y, sobre todo y lo que más agradezco y disfruto, la bonanza de los personajes, su cualidad naif y auténtica.

Por último, aparecen en esta selección otras adaptaciones de cuentos. En el ejercicio de recrear historias conocidas, Morán primero desacraliza, y en ello recae acierto y novedad, porque al desentumecer y desnaturalizar fábulas europeas tan conocidas, las acerca y moderniza y hace que el lector-espectador se deleite como si estuviera ante ellas por primera vez.

En Cenicienta, concibe un juego del teatro dentro del teatro y aparece, dormitando en escena, un Duende que suple no solo a la “vital” Hada Madrina, sino que termina siendo el comodín de cuanto personaje secundario se precise. El juego adquiere una segunda dimensión al señalarse la dependencia de un poder superior y la existencia de un ser que determina siempre qué va a pasar y cómo (guiño irónico que visibiliza la dictadura del Creador), presencia marcada por el Duende Padrino en medio de sus protestas y sus miradas y señalamientos hacia arriba. Desde la primera escena, se propone un juego intertextual en el que, si bien se han trocado algunos episodios de la historia, esta sigue estando regida por esa fuerza externa que la lleva al desenlace feliz y conocido. La celeridad de los acontecimientos, la asunción de la música de manera tan orgánica dentro de la evolución del texto, son otras de las “patentes de corso” de este acertado proceso de transculturación, donde un teatro musical norteamericano ha sido reabsorbido y asimilado, pero el detalle del zapato que apesta aleja de cualquier propensión waltdisneyana la versión que nos propone el autor.

En La Cucarachita Martina, además de la gracia y simpatía con las que han sido caracterizados cada uno de los pretendientes de la empolvada Cucaracha, subyace como tesis hermosísima una defensa de la mujer y lo femenino, que se traduce en un enorme acto de caballerosidad y generosidad que escasamente vemos expresado desde la perspectiva masculina. Se evidencia la preocupación hacia la integridad del personaje femenino, que ya se revelaba en la acotación:

“Como tantas otras mujeres campesinas de pocos medios, tenía muchas obligaciones. Ella cocinaba, barría, fregaba, cosía, lavaba y planchaba”, de El encuentro… y que uno puede apreciar en otras obras de Morán, pero que ahora se manifiesta de manera particular al ridiculizar el significativo machismo con el que se caracteriza a cada uno de los pretendientes. Dice el Gallo: “(…) yo te dejaré lavar toda mi ropa y podrás lavarme los platos, cortar la grama, darle masaje a mis pies adoloridos. ¡Ya me está empezando a gustar este matrimonio, me conviene!”. Mientras el Gato busca “quien le cocine y lo mime”. Y el Perro canta: “Bolas, trapecios y juguetes Martina/ tendrá que cargar…” Esta vez no es la timidez de Pérez lo que le hace ganar a la novia, sino su actitud, que lo convierte en “Un compañero que la entendiera/ y alguien que la escuchara”. Por eso, esta versión deja asuntos como el miedo perpetuo de la Cucarachita y la glotonería del Ratón para otras adaptaciones y, por eso también, es legítimo que concluya con la boda, en medio de ese elemento musical tan bien asumido en función del ritmo de lo que acontece.

“SEA acoge a un elenco multiétnico para contar historias ajenas o propias que tienen el sabor de lo auténtico, sin desconocer las costumbres, lenguaje y características del país que los acoge, entre grandes edificios, anuncios alucinantes y sucesos mediáticos que, al ocurrir allí, parecen cambiar la historia del planeta”. [4] Volvemos a recurrir a la apreciación de Rubén Darío Salazar para entender que este proceso, en el que el autor ensambla su folclor y su investigación con el medio que habita, no queda tan solo en el acto íntimo y privado de la escritura, es un principio rector del teatro que hace.

Manuel Morán es un amigo de Cuba… y de los cubanos. Desde 2010, que estuvo por primera vez en la Isla, retorna siempre y, cuando lo hace, nos remunera con tangibles acciones: hace seis años, con su intervención y apoyo a la reconstitución de nuestra UNIMA [5]; luego, con la producción de quizá uno de los más notables documentales que existen sobre titiriteros cubanos —al menos el más abarcador con que contamos— para convertirse con ello en promotor internacional de nuestros quehaceres. En su última producción teatral, los textos y las escenografías, vestuarios y muñecos salieron de las manos de eminentes cubanos titiriteros como Norge Espinosa, con los textos, y Zenén Calero, con lo demás.


Manuel Morán en La Gloria
 

Hoy, con esta antología que reúne una parte de su dramaturgia establecemos una nueva conexión con este estimado teatrero boricua.

Y no por el cariño que muchos le profesamos, por ser la persona generosa que es, sino porque su teatro nos dice que lo nativo sobrevive porque sí, que podemos inocular nuestras identidades en cualquier parte del planeta que ocupemos para darles el valor que tienen y defenderlas del olvido o del menosprecio, y porque su teatro nos ofrece, desde su carácter migrante, un nuevo tema para pensar y poblar escenarios y retablos.

 

Notas:
  1. Fernando Ortiz. “Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Identidad y descolonización cultural”. Antología del ensayo cubano moderno, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2010.
  2. Norge Espinosa. “Un pinocho en la frontera”. Rev. Conjunto no. 167 La Habana, 2014.
  3. Rubén Darío Salazar. “Mis superhéroes”. En Retablo Abierto de La Jiribilla digital, octubre, 2015.
  4. Rubén Darío Salazar. Obra citada.
  5. UNIMA. Unión Internacional de la Marioneta
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