Rosa Fornés, el asombro perdurable de su encanto

Norge Espinosa Mendoza
7/2/2018

Cuando aquella joven, una adolescente casi aún, apareció en el escenario como parte del elenco de El asombro de Damasco, ya había decidido que los aplausos serían parte de su vida. Había nacido en Nueva York, en 1923, pero resulta imposible hoy imaginarla fuera del apretado grupo de artistas que los cubanos reconocen como suyos, como parte de ese orgullo que es capaz de reinventar anécdotas y biografías para concederles cierto aire de leyenda. Rosita Fornés había participado ya, para ese entonces, en La corte suprema del arte, donde ganó el premio cantando “La hija de Juan Simón”, y también en una de las primeras películas habladas de nuestra cinematografía: Una aventura peligrosa. Pero su debut como profesional fue con aquella obra, en junio de 1941.

Rosa Fornés
Cuando era joven apareció en el escenario como parte del elenco de El asombro de Damasco.
Fotos de archivo, cortesía del autor
 

Ella cuenta que al terminar la representación en el Teatro de la Comedia recibió el elogio de un señor de gran estatura. En todos los sentidos del término: era Ernesto Lecuona. Tal vez pocos puedan recordar hoy en qué punto del Paseo del Prado se levantaba ese coliseo. Por suerte, con mucha más certeza, podemos recordar quién es esta mujer, que ahora llega a la venerable edad de 95 años sin dejar de ser el asombro que desde entonces la acompaña.

No quiero escribir estas palabras como quien redacta una nota o una ficha de catálogo. Ni las fechas, ni las precisiones de la crítica, pueden dar fe de lo que Rosa Fornés ha ido legándonos a lo largo de su extensa trayectoria. Hermosa, rubia, de ojos verdes, con una voz de soprano que le ha permitido abordar géneros como la canción, la balada, la zarzuela o la opereta (ella ha sido nuestra mejor Ana de Glavary, nuestra más feliz intérprete de La casta Susana), el asombro que proviene de ella tiene que ver con su capacidad de reinventarse. Cierto es que una imagen muy poderosa nos la devuelve arropada en vestuarios de fantasía, colmados de lentejuelas, con un célebre abanico de plumas que en algún momento tuve en mi mano, y descendiendo una escalinata de utilería con un garbo que recuerda al de Audrey Hepburn en su aparición junto a la Victoria de Samotracia en aquel famoso filme, mientras canta “Otro amanecer”, de Meme Solís, uno de sus compositores más fieles, como lo hacen las estrellas de verdad: sin bajar la vista para no fallar en su descenso. Es la Rosa Fornés que aparecía como anfitriona en Desfile de la Alegría, y esa silueta tan popular también le acarrearía varios problemas a partir de los años 60, cuando regresa a Cuba tras un paso seguro por México y España.

En México, particularmente, la Fornés tiene una etapa esencial. Allí hace teatro, cine, se enamora, se casa con Manuel Medel y tiene a su hija, Rosa María. Otros grandes nombres del entretenimiento en esa nación la pretenden y quieren seducirla. Ella trabaja, se pone a prueba, aparece en un filme tras otro, donde hace comedia, baila y canta. Se forja como vedette, esa palabra que por años estuvo expurgada de nuestro vocabulario, y saca excelente partido de sus dotes y de su belleza. Nunca ha dejado de trabajar, ha tenido siempre la necesidad de estar en contacto con su público, a ratos en producciones a su altura y otras no tanto, sacándolas adelante con todo lo que ha incorporado a su propio ser. En los años 50, cuando retorna a Cuba por temporadas, la naciente televisión también la reclama. Será la protagonista de Mi esposo favorito, versión criolla de I love Lucy, y en esos ires y venires se encuentra con Armando Bianchi. En la imagen que aludía anteriormente, Rosa Fornés está siempre acompañada de ese galán, de voz discreta y figura atractiva, quien la acompañó durante tanto tiempo, incluso en su paso por los teatros españoles. Cuando Bianchi fallece (noticia que recorrió el país como pólvora), ella demostró que podría sobrevivir incluso a esa pérdida. Ya eran los 80. Ella estaba de vuelta de recelos, de adioses, de su juventud, y en su madurez encontró el impulso necesario para seguir adelante.

Son muchas las anécdotas de la Fornés que la hacen también inolvidable. La Revolución impuso un aire más severo a ciertas costumbres, y no faltó quien viera en esta mujer glamorosa un eco innecesario de los años precedentes. Molestaban sus plumas, sus lentejuelas, sus joyas, sus fotos en las revistas de farándula, la fidelidad de su público en el que se destacaban homosexuales apasionados en imitarla —al fin y al cabo ella es nuestro icono gay más innegable y resistente. Alguna vez un funcionario (lo cuenta ella en el libro que Evelio R. Mora le dedicó como larga entrevista, a falta de mejores biografías), le espetó si necesitaba todo eso, si no podía dejar esas galas a un lado, para ser Rosa Fornés. Su respuesta demostró que no es tan ingenua como podrían pensar algunos. “Yo puedo venir mañana con ropas de cortar caña”, le dijo a ese inepto de nombre ya olvidado, “y seguiré siendo Rosa Fornés”. Y si ello no es una declaración de autenticidad, que venga Dios, Freud o Marx a explicármelo mejor. Sobrepasó el desdén que el cine cubano le regaló por décadas, hizo de Cita con Rosita, su show semanal televisivo, un campo de batalla donde presentó hasta el cansancio su más variado repertorio. Había hecho cabaret, giras por Europa, podría luego volver a México para comprobar que seguía siendo admirada. Mario Balmaseda confió en su poder de convocatoria y le permitió convertirse en Gloria, protagonista de La permuta, éxito rotundo del Teatro Político Bertolt Brecht. El triunfo le abrió las puertas del cine, que le habían sido negadas. En Se permuta, ella abandona “esas galas”, y demuestra que su vis cómica, su timing para la entrega de una frase delirante, o una simple transición (“¿A usted le gustan los negros?”, le pregunta Ramoncito Veloz y ella le devuelve una mirada irrepetible desde su personaje, interrogada sobre el color de un hipotético teléfono), permanecían intactos. A esas alturas, tras haber protagonizado obras tan diversas como Confesión en el barrio chino, de Nicolás Dorr, Canción de Rachel con Roberto Blanco, o transformarse en Dolly Levy para asumir en el Karl Marx, con un exuberante vestuario de Eduardo Arrocha el rol central de Hello, Dolly!, lo había rebasado casi todo. Uno de sus máximos devotos, Tony Pisani, mantiene en YouTube una colección de videos que da fe de esos muchos pasajes de su existencia. Y aún le quedaban cartas guardadas en la manga de uno de esos ropajes tan lujosos, como nos demostraría de inmediato.


Con una voz de soprano ha abordado géneros como la canción, la balada, la zarzuela o la opereta

 

Cuando la Fornés se mete en la piel de Rosa Soto, estrella del Teatro Principal de La Habana, regala un golpe con mano enguantada a los que pensaban que no sería capaz de asumir un rol de carácter. Había probado que era capaz de ello, en los escenarios y en sus apariciones en obras de teatro grabadas para la televisión. Pero ahora se ponía a las órdenes de un joven director, Orlando Rojas, y su personaje en Papeles secundarios era un claroscuro que en la atmósfera viciada de las bambalinas, resistía embates con sus mañas de gran sobreviviente. Rosa Soto es una mujer de infinitos matices, en lidia con los jóvenes que quieren cambiarlo todo y la ven como una reliquia, pero también con otros que quisieran desplazarla por motivos aún más mezquinos. Su actuación es brillante. Dejó a los predispuestos con la boca abierta. Mi generación se aprendió de memoria sus líneas más agudas. Alegra verla en uno de los títulos más perdurables del cine nacional. Tal vez ella nunca llegue a saber cuánto le agradecemos su presencia en esa pantalla, justo al inicio de los años 90. O tal vez sí, como parece decirnos en alguna secuencia de Mis tres vidas, el documental biográfico donde relata sus travesías mediante las preguntas de Luis Orlando Deuloffeu.

De entonces a acá, la Fornés ya solo puede definirse en una escala que es la de ella misma. Ha seguido apareciendo en revistas musicales, galas, programas de televisión, ha grabado otros discos. Con su profesionalismo a prueba de balas, con el rigor que ha escondido tras esos mantos lujosos, ha recibido medallas, condecoraciones y premios que en algún momento le parecieron inalcanzables. Cuando ella y María de los Ángeles Santana compartieron el Premio Nacional de Teatro, se hizo un acto de justicia que reconocía el aporte de la gracia y la elegancia que ellas hicieron sin esperar más que aplausos y flores, como auténticas vedettes de nuestro país, mucho antes de que la aparición en la televisión cubana de los shows de Raffaella Carrá desempolvaran el término. Cuando se presentó en el Amadeo Roldán (un minuto de silencio aquí a la espera de la segunda salvación de ese coliseo) el libro sobre la Santana que con tanto ahínco preparó Ramón Fajardo, ella cantó “Sin un reproche”, su himno particular, también de Meme Solís. El público de la sala la acompañó en el estribillo. Qué manera tan simple, y al mismo tiempo tan perdurable, de hacernos sentir el modo en que nos ha acompañado, y nos pertenece en una zona de cierta sensibilidad que no puede negar sus costados románticos, su afán de espectáculo, su gusto por el gesto con el que ella nos pide aún otra flor.


Rosa Fornés ha seguido apareciendo en revistas musicales, galas,
programas de televisión y ha grabado otros discos. Foto: Petí
 

“Tendré una vida para darla nuevamente, sin un reproche”, volvió a cantar la Fornés ante el enfebrecido público que colmó el Teatro Astral en la segunda gala del Día Mundial de Lucha contra la Homofobia. Nunca la tuve tan cerca como esa noche, en la que junto a Carlos Díaz organizamos la ceremonia. Rosa me regaló una de esas lecciones que hay que guardar como tesoro, la de su metamorfosis entre las cortinas del teatro, cuando pasó de ser la señora respetable, ayudada por sus asistentes, a la gran dama de la escena que sacó fuerzas de toda su vida para poner de pie al auditorio. Ojalá tenga, y tengamos otra vida, para seguir disfrutando de su encanto. De su paso ligero pero no intrascendente. De su voz no retumbante, pero sí tan sutil. De su facilidad para hacer comedia y su poder como dueña de una escena dramática. De su manera de ser, sin estridencias, sencillamente, La Fornés. La oigo cantar, otra vez, “Magia de amor”, de Adolfo Guzmán. Eso nos ha dado ella. Que lleguen entonces, como una humilde felicitación, estas palabras en su día. Que nada complace a una verdadera reina más que el regalo sencillo de una flor en la luminosa mañana de su cumpleaños.