René López, soñador de versos y melancolías

Leonardo Depestre Catony
27/10/2016

A veces el redactor busca afanoso una fecha cerrada (que hasta fútil puede resultar), para evocar  un personaje, un suceso. Confieso que algo así me ha sucedido con René López, de cuyo nacimiento se cumplen ahora 135 años, aunque la cifra sea lo de menos.

Su existencia tiene matices novelescos, merece la película que nunca se le hará y la biografía que desconozco si ya existe. Su vida arremolinada tuvo algo de tornado de verano, y otro poco de estrella fugaz. Hoy apenas se le conoce y casi ni se le menciona.

Se le incluye en los listados de “poetas menores” (el tratamiento, en el fondo lo rechazo) de la literatura cubana. Aunque la verdad es que el tiempo y el polvo lo mantienen sepultado bajo una densa capa de tamo que hace de él un olvidado más.

René López vivió 28 años. Aun así, dejó una impronta en el panorama intelectual de principios del siglo XX, lo cual es más significativo al tener en cuenta que no llegó a publicar libro alguno, aunque sí colaboró en revistas como El Fígaro, Azul y Rojo, Letras y Cuba y América, que representaban lo más elegante del panorama literario cubano.

Se autorretrata así en 1903:

Nariz gascona de afilada punta,
rubia, sedosa, medieval melena;
redonda cara que la carne llena,
rudo entrecejo que las cejas junta.

Nació en La Habana el 2 de octubre de 1881 y su nombre completo fue René Fernández López. No provenía de familia pobre, hizo estudios en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana y en las Escuelas Pías, de Guanabacoa. Al estallar la Guerra del 95 la familia se trasladó a España, donde cursó estudios de Comercio, seguramente a instancias del padre, que lo preparaba como heredero de su negocio de habanos.

De regreso a Cuba en 1900 —tiene casi 20 años—, René publica los primeros poemas, se relaciona con colegas de aficiones y enrumba decidido por el camino de las letras. Sobreviene entonces la muerte de la madre en 1902, que lo anonada, afecta los nervios, lleva a la bebida y provoca su desajuste emocional.

En lo literario se le señalan influencias de la poesía de Julián del Casal, a quien admiró. De 1903 data la más conocida de sus poesías, antologada en más de una ocasión. Se titula Barcos que pasan y revela el mundo interior del poeta:

¡Oh! Barcos que pasáis en la alta noche
por la azul epidermis de los mares,
con vuestras rojas luces que palpitan
al ósculo levísimo del aire,
rubís ensangrentados sobre el lomo
de gigantescos monstruos de azabache;
¿adónde vais por la extensión sombría,
guerreros de la noche?…

El padre lo envió a un sanatorio de Nueva York, donde —según se creyó entonces—, sanó, para volver al hogar familiar, que abandonó para seguir en lo adelante una vida bohemia que aceleró el deterioro de salud. En tanto, continuaba escribiendo versos que merecían comentarios elogiosos de críticos y amigos como los hermanos Pedro y Max Henríquez Ureña, Jesús Castellanos, Manuel Serafín Pichardo…

También redactó libretos para sainetes del teatro Alhambra, de los cuales se conserva alguna que otra escena reproducida en revistas de la época. Y además, aún en vida, se le incluyó en una de las antologías más socorridas por quienes, de entonces acá, han dedicado horas a indagar acerca de quién fue quién a comienzos del siglo XX. Me refiero a Arpas Cubanas, de 1904.

René López fue un autor del que mucho se habló y escribió, un individuo atormentado por la droga (murió intoxicado por la morfina el 12 de mayo de 1909) y que tanto en vida como a su muerte resultó noticia.

Homenaje lírico rinde tributo a Rubén Darío. Se trata de un soneto, irregular intencionadamente en la rima, que nos revela al René López talentoso. He aquí las tres líneas finales de la composición:

Hermanos yo no tengo, ni escudo ni nobleza;
yo soy un sacerdote de la diosa Belleza
que ha soñado tus versos y tu melancolía.

Varias antologías más (no solo la mencionada Arpas Cubanas) recogen muestras de la poesía de René López. También una selección de sus versos se publicó por el Instituto Cubano del Libro años atrás. Recordarlo, leer su obra, es una manera de conocer mejor las diversas piezas componentes del mosaico literario de La Habana de cien años atrás.