¿Quiénes deben dar y ganar la batalla por la educación y la cultura?

Luis Toledo Sande
20/5/2019

Aunque la frase aludida esté lejos de gustarme, podría empezar estos apuntes diciendo que la cultura no tiene momento ni vehículo fijos para asesinarla. En fecha reciente viajé con familiares míos a Velasco, mi pueblo natal, en la provincia de Holguín. Las principales etapas del recorrido entre La Habana yla ciudad cabecera de ese territorio oriental, y viceversa, las hicimos en ómnibus, de noche. En la ida, una parte del itinerario la tripulación la dedicó a que los pasajeros viéramos y oyéramos algunas piezas de lo que ahora se llama productos audiovisuales.

Foto: Cubadebate
 

Dos de ellos mostraban espectáculos de sendos humoristas: uno, foráneo, con trazas de mexicano, hacía chistes más bien sexistas, centrados en reales o supuestas diferencias entre la mujer y el hombre, pero no resultó grotesco. El otro, cubano, giró casi todo el tiempo en burlas sobre lo que presentó como desventajas de Cuba frente al flamante bienestar que se disfruta en Miami. El entusiasmo de sus humoradas podría recibirlo la Casa Blanca como otro regalo, otro servicio rendido a ella. ¿Será el último?

Se diría que en aquellos chistes las desventajas de Cuba se mostraban —¡hay cada “ingenuidad” en este mundo!— como si fueran fruto de una maldición de Dios, o de fatales insuficiencias del país. Tal despliegue humorístico parece insistir en que los problemas de Cuba son ajenos a los males que, agresiones armadas y bloqueo mediante, le ha ocasionado y le ocasiona la Casa Blanca. No precisamente ese edificio, sino el imperio que, representado por emblemas como ese, no le perdona a Cuba la decisión de mantener y defender su soberanía, para lo cual tuvo que librarse de un tirano apoyado por los Estados Unidos, y del tutelaje con que estos querían seguir sojuzgándola.

El regreso a La Habana reservó otras maravillas. En la Terminal de Holguín, mientras se ultimaban detalles para la salida, pero ya el ómnibus cerrado y con los pasajeros en sus asientos, se proyectaron escenas de discutible sentido artístico y ricas en imágenes no precisamente eróticas, sino pornoides, o un poco más allá. Por lo que se veía, nada de aquello suscitaba la menor alarma en quienes lo recibían. Intenté observar el ambiente hasta que una de las “canciones” se despeñó en la obscenidad, con uno de los vocablos más vulgares usados para nombrar el acto sexual.

En ese momento hice señas a la tripulación, que estaba en el andén, para que me abrieran la puerta, y salí para dirigirme al chofer. Obviamente me notó disgustado, pues me preguntó qué sucedía. Le respondí con otra pregunta: si él creía que aquello era apropiado para un vehículo público en el cual, por añadidura, viajaban niños y niñas. Reconozco que, en cuanto le puse el ejemplo de la obscenidad más sonora dicha en la “canción”, subió al ómnibus, interrumpió la proyección y puso otra.

A menos que ocurriese en alguno de los momentos en que dormí durante el recorrido, no se volvió a oír obscenidades, aunque el gusto de lo proyectado no mejoró apreciablemente. Al llegar a La Habana, el chofer me pidió perdón por lo sucedido con la música, y se lo agradecí; pero le dije que no se trataba de disculparse con un pasajero en particular, sino de impedir que un vehículo de servicio público, y estatal por más señas, sirviera para difundir groserías. “Es que los otros conductores son jóvenes y no saben lo que ponen”, me dijo como intentando suavizar la situación y hallarle una lógica a lo repudiable.

Lo peor es que lo contado aquí está muy lejos de ser un hecho aislado: va siendo cotidiano en nuestra sociedad, en la cual con gran frecuencia la música pasa de arte disfrutable a tortura permanente. ¡Esos sí son ataques sónicos!, y antiéticos, además de antiestéticos. Con tales modos, y con los atronadores decibeles en que se pone cualquier tipo de música, o de sonoridades que se procura hacer pasar por tal, se puede tornar insufrible no digamos ya un reguetón grosero desde que nace, sino hasta la sonata Claro de luna de Beethoven, de la cual se afirma que tiene propiedades benéficas para el sistema nervioso. De la “música” y otros ruidos que devienen tortura sabrán quienes viven al lado de establecimientos como el mercado agropecuario habanero de El Mónaco, que no será el único sitio en el país con esa característica. Cualquier feria para vender boniatos, escobas o pan con lechón puede dejar sordas a unas cuantas personas.

Móntese uno en un almendrón, en un taxi —sobre todo de los ruteros, que, si no terminan deformados, pueden seguir aliviando los problemas de transporte por lo menos en La Habana, donde los utiliza, disfruta y sufre quien escribe estas líneas—, o, ¡qué decir!, en un ómnibus local, y tendrá que hacer un soberano esfuerzo para que los nervios no se le vuelvan un nido de avispas y culebras. Bueno, si uno es de las personas a quienes tal desaguisado les molesta, porque también se ve a viajeros y viajeras de distintas edades que van tarareando o tamborileando al ritmo (o lo que sea) de la música (o de lo que circule con ese nombre), cuando no moviéndose como a punto de saltar a un escenario y lanzarse de buena gana a una coreografía improvisada.

La población cubana tiene prestigio o fama de musical, pero va por un camino en que eso puede cambiar, atacados todos inmisericordemente por sonoridades agresivas monótonas, concebidas para atontar el pensamiento, y que a menudo sirven de fondo a voces maquinadas para que parezcan de seres estólidos y con arraigada marginalidad. El colmo es cuando, a la música o antimúsica impuesta por el chofer, se suman las de dos o tres aparatos que supuestamente las otras personas están obligadas a “disfrutar”.

Para condenar al resto del público a sufrir los ruidos de tales artefactos se aduce que son portátiles, “argumento” harto peligroso: en el desorden reinante puede servir para que cada quien salga a la calle con su bacinilla —orinal, si se entiende mejor—, que también es portátil, y a la vista de todos haga sus necesidades fisiológicas en cualquier sitio público o medio de transporte. Señales hay de que, incluso sin bacinilla, eso va siendo ya, más que un peligro potencial, una realidad maloliente, y nunca mejor dicho.

En las calles se ve a personas que —incluso donde hay contenedores para recoger desperdicios— riegan basura por todas partes: residuos de comida, papeles, envolturas variopintas, vasijas de cartón o de plástico, objetos de cualquier índole, lanzados hasta desde guaguas y otros medios de transporte. No siempre llamarles la atención conduce a que rectifiquen su conducta o al menos reciban de buen modo la justa reconvención, por muy delicadamente que se les haga. Contra quienes intentan contribuir al orden no faltan agresiones, verbales al menos, y de miradas. Mientras tanto, quienes burlan normas y hacen lo que les viene en ganas se sienten con derecho a todo. Aunque sea oír y repetir canciones procaces, o gritar obscenidades, al lado de niños y niñas.

Es verdad que la familia debe cumplir su misión educadora, en la cual ninguna escuela la sustituye, aunque a veces las aulas —donde tampoco se tiene siempre el concurso de educadores y educadoras ideales— tengan que intentar resolverlo todo. Durante fiestas celebradas en centros de trabajo nada ajenos a la divulgación de buenos valores morales, éticos y de conducta en general, puede verse a padres que disfrutan cuando sus niños o niñas bailan del modo más sexista —meneándolo todo, ¡y de qué manera!— al son de piezas “musicales” deplorables. En el colectivo de una emisora radial destinada a difundir buenas obras musicales, cualquier celebración interna puede convertirse en jolgorio con la peor música. Y no es raro que un estímulo ofrecido por vía sindical consista en “disfrutar” un espectáculo lamentable en un centro “cultural” público.

Las instituciones estatales tienen una especial responsabilidad que cumplir en ese frente, y en otros; pero, si no la cumplen, ¿qué fuerza moral tendrán o dejarán para exigirles a las de propiedad privada que no trasgredan normas que se aplican en cualquier sociedad donde reine un mínimo de disciplina y orden, de civilidad, de cordura y decencia, en fin de cuentas? A veces se tiene la impresión de que se juega a no molestar al lumpen, a la chusma, para que no se rebele, para que no cause fracturas sociales que se consideran más peligrosas.

Pero ello supone olvidar que, por lo general, dado su carácter eminentemente antisocial e irrespetuoso de las buenas normas, el lumpen o la chusma viven orgánicamente en rebeldía contra la civilidad. Es insoslayable establecer con persuasión y labor educativa —y con la represión legal necesaria— la disciplina y el orden sin los cuales ningún país resulta vivible, y crece el peligro de que broten otros modos de insubordinación y rebeldía de consecuencias cada vez más nocivas. La igualdad no se debe buscar ni por lo más bajo ni por petulancias aristocráticas, sino por la altura que marcan la decencia, la buena conducta y la sana elegancia.

Tampoco se les debe dejar toda la responsabilidad al Estado y a las instituciones que de él dependen o deberían depender en el mejor sentido de la palabra. Si la ciudadanía no cumple su responsabilidad de comportarse adecuadamente, y exigir que en su entorno prime la buena conducta general, no habrá gobierno, ni partido político capaces de fabricar una sociedad en que valga la pena —mejor: la alegría— vivir. Aspiraciones como esa, tan necesaria, se frustran en el círculo vicioso de la desidia y el dejar hacer para evitar contradicciones, aunque estas, si solo se intenta evitarlas sin tomar el toro por los cuernos, pueden seguir cauces cada vez más dañinos, y estallar como bombas.

Recientemente, en su página de Facebook, la periodista Caridad Miranda Martínez, quien reside en una esquina formada por calles céntricas de El Vedado habanero, publicó algo aleccionador. Merece tomarse como un ejemplo para defender la buena convivencia cotidiana, porque se aprecia que el vecindario desempeñó su papel: “Se ganó la batalla en favor del silencio, la tranquilidad y la paz. Las autoridades tomaron cartas en el asunto, y ya en mi cuadra podemos dormir hasta la siesta. Las cafeterías o no ponen música o lo hacen solo para el disfrute de sus clientes”.

A ello añade la colega: “También, por iniciativa del Consejo de Vecinos del edificio, se recolectó dinero para colocar una cerca de malla sobre la parte del muro que estaba desprotegida. Solo pagamos la mano de obra, porque una nueva inquilina donó los metros de malla necesarios, de manera que nos libramos además de quienes se sentaban allí y a cualquier hora, a conversar en voz alta, a tomar cerveza y ron y a perturbar con sus bocinas y su música estridente”. Y termina redondeando así la buena noticia: “Como si todo lo narrado fuera poco, los modernos ómnibus que transitan por la calle Línea no provocan ruido alguno y el alumbrado público fue remplazado por uno moderno y eficiente. En fin…”. Para conseguirlo, ella y otros vecinos insistieron en la denuncia del mal ambiente, no permanecieron impávidos, resignados.

A todos los efectos la sociedad necesita cultivar su capacidad de iniciativa, y no permitir que ningún sentido de centralización le paralice la voluntad de contribuir a que su entorno —y cada quien en él— funcione como es necesario para el bienestar colectivo. Y de modo que, por muy hampón que sea —o sobre todo si lo es— el ser humano que viola normas básicas de convivencia se sienta rechazado, no admirado ni temido, y mucho menos con poder para imponerse sobre las demás personas. ¿Pequeño el desafío? Seguramente no, pero instituciones e individuos deben encararlo, si se quiere lograr una sociedad en que sea disfrutable y honroso vivir.

A todo eso añádase que resulta necesario aplicar lo que el genial Héctor Zumbado llamó fijador y que, según él, nos falta. No quisiera exagerar, pero —sin olvidar que se habla aquí de un humorista de ley— creo que ese ha sido quizás el único aporte cubano que, para el caso de la filosofía, pudiera ponerse a la altura del apeiron griego. Sí, nos falta fijador, y de poco valdrá que pululen resoluciones, decretos leyes y leyes, y una nueva Constitución, por muy importantes y necesarios que unos y otras resulten, si somos incapaces de hacer que, además de pergeñarse, escribirse, discutirse, aprobarse y difundirse, se apliquen con la mayor inteligencia posible, y con eficacia. Como el ser o no ser de Hamlet, se trata de tener o no tener fijador, y usarlo bien. Esa es la cuestión, o parte de ella al menos.