Premios David: “La excelente práctica de un sueño humano”

Racso Morejón
2/8/2017

Para Lina de Feria,  Luis Rogelio Noguera (Wichy)

y aquellos escritores que, con “la onda de David”,

han merecido este Premio.

Les juro que el primer párrafo de lo que sea que escriba es lo más traumático que me puede suceder desde que ahogo teclas para hilvanar pensamientos, oración tras oración. Aun cuando poseo la idea de todo cuanto necesito escribir, a pesar de que por momentos me laten en la sien conceptos, imágenes, evocaciones, me recondena como nada una introducción que trabe al potencial lector y lo haga transitar por todo cuanto pueda decir sobre determinado fenómeno.


Lina de Feria durante una lectura de su poesía. Foto: Racso Morejón

Por eso voy a escribirlo sin ambages y con naturalidad, es decir, sin pelos en la lengua que no le pedimos prestada a nadie. Sin cotilleo. La entrega del Premio David, 2017 me resultó —cuando menos— lo más deleznable, soso y patético que haya visto en los últimos cinco años de entrega de este y otros certámenes de la isla. Cincuenta años de un Premio como el David, que según aparece caracterizado por EcuRed —y hasta la Wikipedia— está reconocido como, cito: “Premio David. Uno de los más importantes concursos literarios para escritores inéditos en Cuba. Auspiciado por la Unión de Escritores y Artistas (UNEAC). Establecido en 1967 en La Habana, se otorga en diferentes categorías (al comienzo, solo en poesía y cuento; más tarde en teatro y por último, en ciencia ficción (de 1979 a 1990) y ensayo) para promover escritores cubanos residentes en el país que no tengan libros publicados. Las obras premiadas son publicadas por Ediciones Unión, perteneciente a la UNEAC”, no se podían permitir sus auspiciadores el amargo lujo de dejar de conmemorarlo de manera exclusiva; hay una razón —de entre 50 más— que avala esta celebración: la historia de una zona nada desdeñable de la Literatura Cubana Contemporánea —quiero ser incisivo con las mayúsculas— pasa ineluctablemente por la “onda de David” para su posterior y feliz lanzamiento al universo editorial del libro cubano, de La Literatura Cubana.


Portada del premio David a teatro en 1984. Foto: cortesía de la UNEAC

“Fama y aplausos”, en el caso de los Premios David, por tratarse del que nos ocupa de momento, representan más que los 10 minutos de Gloria que han de vivir los galardonados. Es un premio que apunta, desde su instauración, a la trascendencia, pero no únicamente del autor, no de la institución que lo aúpa, sino de las obras que lo sostienen como pilastras.

Cómo traduzco estos párrafos en términos de valor simbólico o patrimonial a los efectos de la historia de la literatura cubana, pues como el escenario desde donde se presentaron cual bautizo o ingreso memorable quienes fueron, son y serán las voces más notables de nuestras letras, lo cual es una verdad de Perogrullo; sería suficiente con nombrar a algunos de estos escritores para comprender la esencia de una literatura sujeta a no pocos Goliat como la nuestra y la naturaleza de una premiación como la que intentaré justipreciar.

En el transcurso de medio siglo de bregar por las siempre tempestuosos aguas de nuestra cultura nacional, quiero pensar, desde luego, en Lina de Feria y Luis Rogelio Nogueras con sus indispensables poemarios Casa que no existía y Cabeza de Zanahoria, respectivamente; es sabido, hasta por los gatos que moran la sede de la UNEAC, que son precisamente los galardonados fundadores de este premio nacional. Igualmente, no puedo dejar de invocar a Eduardo Heras León con su inolvidable libro de cuentos La guerra tuvo seis nombres, y al polémico y popularmente conocido Lenguaje de mudos, de Delfín Prats, por solo comenzar a nombrar, desde el espacio infiel de la memoria, a dos de los más acreditados autores cubanos, premios David en sus respectivos géneros y cuyas obras constituyen hoy pilares insoslayables de la literatura cubana; prefiero ahora dejarlo en la ansiedad innata del lector, sería un ejercicio saludable para que vayamos a la nómina de estos autores y se tenga una magnitud de la inconformidad que quiero develar.

Rafael de Águila, desde su texto “El trampantojo, la literatura cubana y los premios literarios” aparecido en estas propias páginas, in(v)cita a sentirnos aludidos cuando de “La literatura cubana actual y los premios literarios” se trate en nuestros días, y dispara certero su flecha: “Es muy importante decir lo que se piensa” comienza escribiendo y califica este particular de los premios literarios como “Un tema explosivo al día de hoy”. Claro, él se explaya con un conocimiento de causa mucho más ajustado y profundo que el de este observador que redacta, pero he preferido asirme a su consejo de decir lo que pienso sobre la última entrega del David para evitar entrar a los hirsutos pasillos del cotilleo.

Se nos encima ya con suficiente animadversión, la ordalía, la apatía cada vez más visceral y patológica sobre el poder de convocatoria de las instituciones nacionales, provinciales —y mejor será no continuar—, para ejercer la responsabilidad que le otorga su razón de ser en el momento de organizar los actos de premiación de cada uno de sus eventos. En ese sentido, la pasada tarde del día 21 de junio lo primero que pude notar a simple inspección, tan ponto doblé por el fondo de la UNEAC hacia el patio del Hurón Azul, fueron rostros sentados a algunas mesas que se veían contraídos dolorosamente. El mío no se hizo esperar mucho en solidaridad con aquellos gestos rígidos tras haber llegado a la puerta de la Sala Villena de la UNEAC y no hallar más que puertas cerradas y un silencio de sepulcro.

Logré comentar estas impresiones con una de las premiadas, algún que otro participante y con mi propio desánimo. No conseguí explicarme ese cambio repentino de escenario. Me desconcertó la poca asistencia de escritores a lo que suponía sería una premiación de lujo exclusivo. Di por sentado, mientras venía llegando a la esquina de 17 y H, que disfrutaría al menos la interpretación de algunos de nuestros trovadores, o a algunos de nuestros formidables instrumentistas. Cómo comprender que en el aniversario 50 del Premio David, poetas, narradores, escritores en general, personalidades de la cultura cubana seguidores de esta entrega, la prensa misma, casi imperceptible por cierto, se vieran congregados en un sitio donde lo mismo había personas consumiendo cervezas y obviamente no estaban interesados en la premiación, que el ruido ambiente no permitía escuchar las palabras de Lina de Feria, primer Premio David junto al inolvidable Luis Rogelio Nogueras e invitada de honor, la lectura de las actas de premiación, o la simple gratitud de los premiados, eso, sin contar el no menos patético gesto de alguien poniéndole delante de la cara de los premiados, aún sin terminar de leer las palabras Lina de Feria, el cheque por los honorarios del premio en contrastada y burda insistencia.

¿Cómo no catalogar de contraproducente el gesto de invitar a Lina de Feria a pronunciar unas palabras con motivo del medio siglo de los Premios David bajo esas malditas circunstancias del ruido ambiente, el murmullo obstinado y el pésimo audio por todas partes?

La UNEAC, o la vicepresidencia de escritores, como benefactores culturales del Premio David no tenían por qué cercenar el acto de premiación justo en el año 50 de su fundación de la manera en que lo hicieron, al menos yo lo encontré lo más ilógico e irracional del mundo.

La vida literaria parece ser definitivamente ese demonio híbrido de ficción y metáfora atada a la realidad, persistentemente implacable y aguafiestas.

Por estos días he podido leer que cada 50 años se celebra el Jubileo, que para los masones el número 50 equivale a la suma de 5+0=5, número que representa edificación interior, responsabilidad, progreso, sensatez, inteligencia y amor a nuestros semejantes, que el número 50 es el distinguido número de la trascendencia, que el número 50 simboliza el principio de la multiplicidad, la progresión y la pasión. El número 50 significa lo inevitable del cambio, la variedad y el nuevo crecimiento. El 50 es el organismo de radiodifusión, la transmisión de la información y hacer preguntas.

La primera pregunta que me hago entonces es cómo se permitieron los auspiciadores y organizadores de este evento, que lo pudo ser por su naturaleza, que la entrega de los Premios David, 2017, se convirtiera, según me confesara uno de los participantes, en un espectáculo mal montado.

Luego, más que el sinsabor de un acto de premiación insípido, me ha quedado en el meollo un manojo de interrogantes, las cuales, por sus secuelas futuras, precisan no ya respuesta alguna, sino la introspección necesaria para que se metabolice como debe ser: un 50 aniversario no se pasa inadvertido, con visos de inercia, menos aún este del que hablamos y muchísimo menos en el marco de nuestra coyuntura cultural actual.

Cuando de organizar una celebración para esta motivación se trata, ¿somos realmente así de apáticos?

¿Nos embriaga un desinterés común por la vida cultural del país como un síntoma de desesperanza que hace metástasis en las instituciones y alcanza a las personas que las representan?

¿Somos en verdad de tal animosidad que nos hemos conducido hacia una monotonía de las iniciativas francamente mecánica, más bien inasible?

¿Era realmente de esta manera que merecían la celebración del Premio David, los autores participantes y los galardonados, la propia Lina de Feria en su condición de primer premio y que inaugurara  su vida de autor con “uno de los libros más bellos, más orgánicos, mejor realizados, más intensa y diestramente escrito de la joven poesía cubana”, según dejaran en acta y desde entonces Manuel Díaz Martínez, Luis Marré y Heberto Padilla?

Claro, otra cosa hubiera sido hablar de Wichy en estas circunstancias, haberlo invitado a esta ¿premiación?; muy claro me queda que a la mañana siguiente hubieran aparecido —a manera de grafitis— en nuestros muros algunos epitafios escritos por el autor de Cabeza de zanahoria, dedicados a la triste entrega del Premio David, 2017 en su 50 edición.   

Lina, entre tanto —descalabro— y en otro intento por recuperar la palabra durante la premiación, agradeció a Frank País (David) el haberla salvado a ella y a su hermana de la inminente explosión de una bomba en la Santiago de Cuba insurgente de finales de los años 50. Esta rauda anécdota que esbozó la autora de Casa que no existía se me configuró como una metáfora implacable, salí del patio del Hurón Azul blasfemando, pero convencido de que “David” hace una falta sin fondo, como diría Vallejo, hoy más que nunca, para dinamizar la apatía, la abulia con toda la problemática y cierta vergüenza de por medio [1] —como dejara escrito de Feria hace exactamente otros 50 años.

 

Nota:
 
1. Tanto este verso como el que aparece entre comillas, titulando el texto, pertenecen al poema VIII, de Casa que no existía, de Lina de Feria. Tomados de El Caimán Barbudo, edición 15, pp. 23, 1967.