Plácido y el verdugo

Fernando Martínez Heredia
19/10/2017

Quizás este sería un buen título [1] para una obra de teatro a partir de la exposición escrita por Plácido el 23 de junio de 1844, cuatro días antes de su muerte. La demostración de su autoría, de que fue escrita de una sola vez, de que no le dictaron partes del texto, son pruebas de lo que puede hacerse contra una persona para quebrantarlo, y de que no fue la última la violencia mayor ejercida contra el poeta[2].

Durante cinco meses de cautiverio en soledad, con maltratos físicos y quince interrogatorios, abandonado por los que en otro tiempo lo celebraban, acusado por 33 reos desde el inicio, estrujado y extorsionado por el fiscal, engañado por la propuesta de perdonarle la vida, nace y se desarrolla en Plácido el deseo de gustar a sus verdugos, de execrar a la libertad, de adular a España, de redimirse él mismo mediante las denuncias, de creer en su culpabilidad sólo para poder expiarla y declararse víctima para inspirar lástima, de mostrarse amigo y defensor del orden, de pedir permiso para defenderlo más. Plácido se proclama débil en todos los sentidos, pusilánime, y ofrece su debilidad personal como prueba de inocencia. Lo último que conserva y que casi no abandona es su pertenencia racial. La exhibe como prenda de inferioridad, de perenne minoría de edad, de incapacidad para el delito, o por lo menos para formas graves de delito.

El hombre semiculto asume la prosa jurídica —género que, a diferencia de los demás, siempre se le presenta al neófito de manera amenazadora—, para abandonarla enseguida en busca de una forma en la que él es más capaz de rogar eficazmente por su vida. El literato semiculto está demasiado angustiado para pasar la prueba de un buen alegato en prosa mientras se muere del miedo a la muerte. Pronto abandona la letra adornada, después aprieta cada vez más la pluma ante el terror por el tiempo que se va. Hacia el final de las veinte cuartillas que escribe, el punto desgastado hiere el papel en el borde de cada palabra.

El mulato que aspiró a ascender y recibir reconocimientos merced a su talento para la poesía se da cuenta de que ya sólo puede rogar, y rogar bien, para tratar de salvar apenas la vida.

Se le acabaron los salones, las sonrisas, las dádivas, las mujeres, las palabras, los amigos, la libertad, la vida. No es nadie frente al poder, y su afán es que el poder reconozca al menos que él no es nadie, y que no lo mate. Es natural que su “Plegaria a Dios” sea incomparable a la “Exposición”: en aquella todavía habla la persona, y utiliza el medio que domina.

foto de Plácido
 Monumento a Plácido en La Habana. Foto: ACN

 

La “Plegaria” es su defensa y es una obra humana. La Exposición de Plácido a sus jueces son fojas de un sumario en que la sentencia está dictada desde el inicio y la condición humana le ha sido quitada previamente al prisionero.

Aceptemos que el fiscal dejó a Plácido a solas aquel 23 de junio, solo con una pluma y papel. Pero esta historia de dictados comenzó muchos años antes. A Plácido le han prescrito durante toda su vida la guía de sus comportamientos y de gran parte de sus sentimientos y pensamientos. Su inferioridad, su pedigüeñería, el ser de medio pelo en todo: desde la piel mestiza, desgracia decisiva pero no la peor posible, porque lo coloca en el lugar menos malo entre las castas inferiores, le da oportunidades, esperanzas e ilusiones. Le han dictado que él no es poeta sino poeta mulato, del mismo modo que más bien que un nombre lo que tiene es un apodo. Si Plácido es a pesar de todo un gran poeta es porque no se aprendió del todo ese dictado. Desde que era un niño le han pautado la obediencia y la resignación, le han enseñado a “darse su lugar” social y a reconocer la majestad del poder. Además, le dictaron que él no podría nunca proponerse ejecutar ningún alto designio. Y ahora lo capturan y lo consignan, lo encierran y lo azotan, lo someten al hambre y a las humillaciones, lo quebrantan de todas las maneras, y a la vez pretenden que él ha sido un hombre importante en una conspiración: como si Plácido tuviera un apellido propio y limpio, como si fuera un blanco, como si tuviera posición, propiedades y dinero. Por eso escribe: “¿Por qué pues ha de ser Plácido el apóstol de la discordia?”. Denuncia así también la equivocación de los todopoderosos: ¿cómo va a ser importante un hombre inferior?

Por último, el fiscal Pedro Salazar le ha dictado todo lo circunstancial de la exposición, incluidas las acusaciones a personas. Lo que sucede es que se lo dictó todo durante cinco meses, con ayuda de todos los refinamientos y todas las bestialidades del poder, y lo dejó listo para el mejor dictado final: sin que le dicten nada, a solas, Plácido escribirá la autoacusación perfecta, la retractación esperada, el indicio supremo de su culpabilidad. Nadie puede hacer por él ese ejercicio, ni el resultado sería satisfactorio. La exposición final es la suma de todos los dictados recibidos, la concreción del ejercicio ilimitado del poder que, como rito propiciatorio, salva al poder de sus limitaciones. La exposición es el certificado de la anulación de su autor como persona. Ya Plácido puede ser, o no ser, fusilado.

Ese texto, y los días postreros de Plácido, son un marco ideal para sustentar dramáticamente el abismo de iniquidad y de creación de monstruos en las personas de dominadores y dominados que poseen el colonialismo y el capitalismo. (Una derrota fundamental en los intentos de crear el socialismo en Europa fue la reintroducción progresiva en sus realidades de esas consecuencias de la dominación). No es la de Plácido una página de antiguas historias. Al final del siglo XX son áreas de negocios el narcotráfico y el robo de órganos de niños; millones de hambrientos vagan en busca de sus últimos árboles para cocinar algo, sin conocer siquiera la palabra ecología; casi mil millones no pueden leer este texto, ni ningún otro. Y el racismo y la xenofobia recuperan más adeptos que la ópera.

El drama de Plácido desnuda a los actores de esa historia nuestra. El colonialismo corrompe toda condición humana, logra generalizar la autodevaluación de los dominados, crea monos imitadores y de improviso desata su ferocidad también contra ellos. Los pardos y morenos libres de Matanzas —estos hijos de la maravillosa dinámica del capitalismo temprano en Cuba—, señores de los oficios y las artes, orgullosos de los frutos de su actividad y de su lugar social, fuerzas vivas propietarias y profesionales, contrapeso potencial de la esclavitud masiva, en su mayoría súbditos respetuosos del orden político colonial, no fueron defendidos por los hombres de alta posición, incluidos los criollos de espíritu romántico o científico que hoy son recordados con admiración.

El orden brutal que los aplastó era al fin y al cabo el defensor de los intereses de la clase de los dueños de la sociedad, el «año del cuero» era un trabajo sucio que resulta periódicamente necesario. La burguesía colonial corrió tras la ganancia y se sintió a la vez casta superior, vivió sus paradojas, y se condenó —esto se ha hecho costumbre— a ser siempre colonial, incapaz de defender o propiciar el desarrollo de los elementos sociales necesarios para su posible hegemonía política autónoma.

(Cita de la “Exposición” de Plácido:

“En el año que fue alcalde ordinario de la Villa de Guanabacoa D. Ignacio García de Osuna se podía decir que aquella era una república sin senado ni Dux, porque los blancos, pardos y morenos bailaron en medio de las calles y en las casas mezclados; el ¿canario? ¿comisario? D. Fernando Martínez soltó el bastón y el sombrero y se puso a bailar danzas y minuet con la negra en la casa del moreno Rafael Morales; todavía viven los músicos del Batallón de pardos que tenían depositados allí sus instrumentos…·)

Notas

[1] “Plácido y el verdugo”, La Gaceta de Cuba, núm. 6, UNEAC, La Habana, nov./dic. 1993.
 
[2] La motivación inmediata de este comentario fue la lectura de ¿Es falsa la confesión de Plácido?, rigurosa y sagaz investigación de Adis Vilorio y José Pérez (Colección Pinos Nuevos, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 1994). Me mueve además este 150° aniversario poco recordado de “la voz más humilde que ha tenido nuestra poesía” (Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, 1957), y de los mártires de 1844.
 
Tomado del libro El corrimiento hacia el rojo.