Performar con elocuencia desde el cuerpo

Vivian Martínez Tabares
27/5/2020

Otro de los estrenos que disfrutamos los amantes de la escena en la capital, en vísperas del aislamiento por la Covid-19, fue el del grupo El Ciervo Encantado: Zona de silencio, el unipersonal de Mariela Brito, con dirección de Nelda Castillo, que continúa la saga de lo que sus creadoras califican como performance escénico. La noción articula rasgos de la teatralidad y de la performatividad, cualidades de las artes vivas intervinculadas —aunque también específicas— que, según distintos investigadores, ocupan varios grados de primacía, pero que a mí se me antojan cada vez más cercanos y dialogantes.

El título de la obra es altamente metafórico y juega con amplitud de sentidos desde diversos saberes que van de la ciencia pura a la imaginería. En realidad, en el planeta existe una llamada Zona de silencio —geográficamente ubicada en el llamado Bolsón de Mapimí, cerca del cruce entre los estados mexicanos de Chihuahua, Coahuila y Durango, al centro-norte del país, y que forma parte del Desierto chihuahuense—. Su nombre proviene de un mito urbano que asegura que las ondas de radio no se transmiten allí de manera normal. Por el alto contenido de hierro y poder magnético en el suelo y la atmósfera, es una zona en la que abundan especies endémicas de la flora y la fauna, y existe una gran concentración de materias de aerolitos.

A partir de esa realidad, cargada con una serie de fenómenos inexplicables que han alimentado el imaginario local —y han ido más allá—, las artistas del Ciervo Encantado construyen una ficción “científica”, anunciada desde la abstracción de las notas al programa de mano, concluso con la frase “Pocos ejemplos hay como la zona de silencio, en que un mito ha ocasionado tantos trastornos”, y en cuya portada se exhibe un rótulo, a modo de señal de tránsito preventiva, con letras negras sobre un plano amarillo.

Al entrar al espacio en penumbra de El Ciervo, nos sorprende que ha desaparecido la platea inclinada sobre la que acostumbramos a apreciar las obras del grupo —desde que en abril de 2014 se instalara en esta, su magnífica sede, de las mejores que tiene la ciudad—. En lugar de las lunetas escalonadas divisamos un espacio cuadrado al centro, rodeado por una fila de dieciséis sillas en líneas perfectas. Justo en medio de las filas, al fondo del espacio escénico, encontré a Mariela Brito sentada, con vestimenta sencilla y sin maquillaje. Quieta y en apariencia relajada, observaba cómo los espectadores se acomodaban y, con naturalidad y firmeza, indicó apagar sus móviles a algunos que no habían cumplido la orientación recibida afuera.

Cartel de Zona de silencio. Foto: Cortesía de la autora
 

Me admiró la transgresión de la estructura frontal tradicional —hecho por tercera vez en los trabajos de este grupo—, algo que venía reclamándole desde hacía tiempo, por parecerme más congruente con su camino de búsquedas, siempre desde una postura alternativa, en torno a la experiencia de entrecruzar el teatro y el performance. Después de haber visto en la sala de la calle 18 Triunfadela —con el auditorio “a dos aguas”—, ¡¡Guan Melón!! ¡¡Tu melón!!, Departures, Arrivals y PIB 2018 en sus temporadas de estreno y las reposiciones de Un elefante ocupa mucho espacio y Cubalandia —cuando la actriz invadía la platea—, cada una de ellas resultante de la condición de teatro laboratorio que practica este equipo, en la que una vez —Departures— llegaron a abrir la cuarta pared para que el público accediera al espacio de la representación; como espectadora, sentía la necesidad de llevar mi percepción más allá de la relación frontal, heredada de la escena a la italiana.

Una vez ubicados en las sillas los sesenta y cuatro espectadores previstos, atraen nuestra atención veinte luces dispersas que suben de forma gradual desde el piso del cuadrado central. Allí descubrimos un impactante marabuzal iluminado de manera sugerente. Al aclararse la visibilidad, la maraña de formas se convierte en una instalación rústica pero hermosa, hecha de alambrada de púas, semejante a un monte impenetrable. La luz crea un efecto mágico y mínimos cambios generan juegos de claridad y sombra. Al cabo de unos minutos, la actriz se pone de pie, se despoja de toda su ropa y penetra lentamente el monte de espinas metálicas, va sorteando obstáculos de un punto a otro, para ir describiendo un trayecto zigzagueante y precario; que le permite encontrar, bajo la fina gravilla regada en el suelo, láminas rectangulares rotuladas con palabras o breves frases que, una vez desenterradas, irá colgando de alguna de las púas más altas de la maraña para hacerlas visibles, en cada caso, hacia un ángulo específico de la sala.

La secuencia es lenta y cada gesto o movimiento, milimetrado. El control del cuerpo es resultado de un arduo y preciso entrenamiento físico que revela voluntad y concentración, junto con algo tan difícil como una suerte de tensión relajada, y la capacidad para lograr el equilibrio perfecto —ni más ni menos que un estado de inmovilidad corporal en medio de fuerzas de semejante intensidad y sentido opuesto—. El forcejeo se deja adivinar, más que ver, en la organicidad plena de la performer. Cada desplazamiento, cada parada, cada acción de agacharse, reptar o erguirse es un prodigio de control muscular, traducido en la limpieza de la ejecución, en medio de la red tridimensional a cada paso potencialmente punzante. Esquivar la púa, amoldar el cuerpo a la angosta fisura en medio de la maraña, tensar cada músculo en el instante exacto, es una tarea compleja y arriesgada que la actriz ejecuta durante casi noventa minutos en su labor de zapa, de develamiento de tensiones, de vicios humanos y sociales que esconde la zona de silencio y que a ella le toca descubrirnos.

El cuerpo en escena es, como ha dicho el crítico Lowell Fiet, el primer elemento universal de la representación. Para el artista de performance, según Guillermo Gómez-Peña, “nuestra principal obra de arte (…) cubierto de implicaciones semióticas, políticas, etnográficas, cartográficas y mitológicas”, “nuestro verdadero sitio para la creación y nuestra verdadera materia prima”. Y añade: “Nuestro cuerpo también es el centro absoluto de nuestro universo simbólico —un modelo en miniatura de la humanidad (…)— y, al mismo tiempo, es una metáfora del cuerpo sociopolítico más amplio. Si nosotros somos capaces de establecer todas estas conexiones frente a un público, con suerte otros también las reconocerán en sus propios cuerpos”.

Así, la concentrada presencia de la performer se contagia en cada uno de nuestros cuerpos. En fase con ella, debemos manejar la propia tensión mientras la seguimos con la vista, pero también con control de toda nuestra energía. Sin ponernos de acuerdo, todos tratamos de no movernos ni de emitir el más leve ruido. Estamos en vilo. El único sonido es el de las pequeñas piedras, que chocan unas con otras cuando son arrastradas con las manos, los antebrazos o los pies de Mariela Brito.

Ejecución de Zona de silencio. Foto: Dianik Flores
 

De entre los veinte bombillos de luz amarilla empotrados en la grava saldrán palabras como “Indigencia”, “Matrimonio igualitario”, “Maltrato animal”, “Racismo”, “Homofobia”, “Gentrificación”, “Alcoholismo”, “Libertad de expresión”, “Corrupción”, etc., hasta llegar a veinte. El acto de desenterrar las láminas y traducirlas a puro riesgo, narra y metaforiza el cuidado del discurso del arte para lidiar con ellas. Mientras aparecen, nuestra atención se complejiza con el punto conflictivo y de tensión social que proponen. Polémicas, variables de acuerdo con los contextos, las palabras y frases problematizan el acto teatral y cuestionan estados de cosas con los cuales todos nos podemos sentir de algún modo implicados. El resultado de la labor escénica de la artista concluye con una suerte de espacio de desastre irritante, movilizador del pensamiento sociológico y político, local y universal en su laconismo y, a la vez, en su amplitud.

La acción contiene varios gestos audaces: mostrar el cuerpo desnudo sin el menor asomo de exhibicionismo; explotarlo al máximo, a partir de la renuncia a la palabra pronunciada y a sus valores expresivos —semántico, fonético, etimológico, emocional—, para presentar, desde el punto de vista conceptual, las ideas y así dotar al cuerpo de una fuerza singular, mientras lo expone al riesgo en sus desplazamientos, que inevitablemente ocasionan rasguños y dolor a la ejecutante, equivalentes al impacto social de los conceptos sintetizados en las tarjas.

Cuando ya ha recorrido todo el cuadrilátero, la actriz sale de la zona de silencio tal y como entró, se pone su ropa y regresa a su asiento entre nosotros para agradecernos la compañía y, además, nos invita a recorrer el espacio, a observarlo, pensar y accionar interviniéndolo. Varios asistentes toman papel y crayolas y añaden sus propias frases de apetencia o denuncia. Y el acto se abre a las más insospechadas ideas.

Lo perfecto de la ejecución psicofísica ha sido tal que, cuando al final Mariela habla, su emisión vocal no alcanza la precisa conjunción de cuerpo y mente al nivel de lo que acaba de compartirnos, por lo que no nos impacta con la misma fuerza. La articulación de las palabras trasunta cierta inseguridad y titubeo, al tiempo que la enunciación aterriza en la llaneza de la intención conminativa con que, deliberadamente, nos arroja a un terreno ya bastante complejo como para arriesgar intervenciones festinadas y —aunque es legítimo del performance escénico en su hibridez abrirse al riesgo de la participación de los asistentes—, al cambiar la clave comunicativa, se reinventa el encanto a que nos ha sometido por casi hora y media.

Después de dar algunas vueltas en torno al área central, para completar la imagen múltiple de la instalación ya sin vida, poco a poco vamos abandonando la sala en silencio, sumidos en la reflexión que la pieza nos provoca durante un buen rato.

La llegada del nuevo Coronavirus interrumpió la temporada de estreno de Zona de silencio, luego de haber presentado apenas cinco funciones a sala llena, por lo que El Ciervo… se vio obligado a desmontar el proceso investigativo y de creación artística emprendido, en plena fase de maduración y diálogo con la praxis y con los receptores. Más de dos meses después, el estado del mundo, nuestras percepciones de la realidad y la naturaleza de las relaciones personales y sociales se han visto impactados en toda la extensión del planeta. Cuando regresemos a la normalidad, que ha revelado su condición de anormalidad en diversas geografías, y que deberá ser reexaminada y corregida en sus imperfecciones e injusticias, será de mucho interés volver a esta zona de silencio para continuar el intercambio con las artistas.