Para Amado

Carlos Celdrán
27/2/2017

Mi relación con Amado está imbricada de un modo muy fuerte con mi teatro, con todo cuanto he hecho en estos años. Como crítico teatral, y desde las páginas regulares de la prensa escrita, sus críticas y análisis cimentaron y dieron visibilidad a esos primeros años de Argos Teatro, cuando apenas nadie sabía quiénes éramos.

Su atención constante, su pasión de espectador y analista, hicieron que su mirada y su presencia en las funciones se nos volvieran necesarias, esperadas. Fue un testigo sin el cual el teatro de esos años no sería el mismo ni hubiese tenido la misma resonancia. Quiero agradecer, públicamente, la importancia que tuvieron para nosotros, para mí en lo personal, aquellas críticas iniciales de Amado, por la sensación de hacernos sentir acompañados, seguidos, criticados, entendidos y considerados por nuestros contemporáneos.

Cuando Amado decidió dejar de escribir críticas y retomar su carrera de autor, hubo un vacío que se extiende hasta hoy, un gran vacío en la crítica, pues nadie ha ocupado sistemáticamente ese lugar suyo, el que él defendió y definió, el de la crítica periodística, regular, al pie del cañón, parcial, apasionada, contradictoria, esperada, secretamente ansiada y provocadora de dinámicas ausentes todavía en la escena nacional, donde, y producto a esto, estamos más solos, más abandonados que nunca. Las críticas de Amado dejaron de salir, de mirarnos, de opinar, de interactuar, de tomar partido y riesgos disímiles, y con ello perdimos algo que solo hasta mucho tiempo después no asumimos: el valor irremplazable de un acto de fe, de vocación.


Foto: Cortesía Centro Pablo

Su Miguel Hernández resultó un hombre único; pero también un ser atrapado y limitado por sus circunstancias, las de una época radical y oscura, por tanto, teatral, trágica.

Mi segundo momento con Amado fue como autor dramático. Dirigí su hermoso homenaje a Miguel Hernández y Pablo de la Torriente Brau, a la amistad de estos dos hombres durante los días de la guerra civil española. Ya por entonces Amado vivía en España, y su obra, sin dudas, volvía los ojos a los paisajes y la historia de ese país, tan nuestro, tan hondamente sentido. Mi relación con el texto fue compleja, hice cortes, ajustes, busqué y potencié en el fondo de su estructura un punto de vista sobre la guerra civil española que Amado manejaba con sutileza: ¿dónde fijar los límites de las culpas, los errores, lo excesos de esa guerra?, ¿cómo enjuiciar y entender lo que pasó allí, más allá de exaltar un bando o una causa o una individualidad? Mi mayor temor con Reino dividido era caer en el relato de vida de héroes, en la hagiografía. Amado jugó y sorteó el dilema que para el teatro entraña este tipo de material, y nos permitió encontrar el punto dramático, la fisura y el drama inherente al individuo a la hora de tomar una decisión política, ideológica. Su Miguel Hernández resultó un hombre único; pero también un ser atrapado y limitado por sus circunstancias, las de una época radical y oscura, por tanto, teatral, trágica.

Con Reino dividido viajamos por muchos lugares de España, y tuvimos funciones extraordinarias, crecidas, donde el público español supo reconocer el esfuerzo de acercarnos a un tema aún pendiente. Amado nos acompañó función tras función, sospecho que feliz y reconciliado con nuestra versión de su escritura. Las relaciones de director y autor no son siempre cómodas, como no lo fueron en algún momento las nuestras; no obstante, y lo puedo decir ahora, esa gira y ese diálogo con él resultaron memorables para mi vida.

Por todo, un largo adiós a Amado, a su pasión, a su deseo de estar presente, de querer estar presente en la escena cubana.