Ordenar el librero

Ricardo Riverón Rojas
20/2/2021

Confieso que me resulta difícil comprender por qué, como parte de las más recientes medidas económicas, los libros deberán subir de precio. Así de entrada me parece injusto.

El vicepresidente del Instituto Cubano del Libro comentó el asunto a la TV cubana hace poco. El dudoso principio de hacerlos, cuando menos, costeables (o la cercanía a ello) no me parece válido para un producto que, como se ha afirmado reiteradamente, no se concibe con la lógica del mercado sino con la de una política cultural.

Ya en otras ocasiones he cuestionado el que al libro se le pida recuperar el costo a la vez que se le perdona la vida diciendo que pese a los precios ―que de los noventa a acá han subido varias veces― “sigue siendo subsidiado”. El estatus híbrido presupuestado-comercial me parece equivalente a identificarlo como “medio subsidiado”.

La rentabilidad es un concepto propio del mercado, o de la actividad productiva; no puede operar a medias: se es o no se es rentable. En el terreno de lo social, si se aplica, involucra al proyecto en una fórmula espuria consistente en la recuperación de unos costos que, de materializarse, generarían precios inaccesibles al lector cubano.

"El libro, por la manera en que se gesta y se materializa, primero en las mentes creadoras y luego en la industria,
merece un tratamiento diferenciado. No se le puede tratar con la misma lógica que se le aplica
a otros productos culturales". Fotos: Internet

 

No sé en qué medida el libro entró en el cálculo de la canasta básica de referencia, una de las bases de la Tarea Ordenamiento Monetario, pero, en cualquier caso, tal como se ha hecho con otros renglones, sería bueno pensar para él en una protección similar a la que se da a algunos productos. He escuchado, extraoficialmente, que el rango de aumento que se le calcula va desde cero hasta cinco veces los precios anteriores. Que el cero incremento esté entre las opciones me parece excelente. El libro, por la manera en que se gesta y se materializa, primero en las mentes creadoras y luego en la industria, merece un tratamiento diferenciado. No se le puede tratar con la misma lógica que se aplica a otros productos culturales.

A tono con nuestras aspiraciones, todo el trabajo de promoción de la literatura debía separarse radicalmente de la lógica empresarial; las partidas que el Estado destine para que la literatura cumpla sus funciones estarían llamadas a cubrir al 100 % la producción del libro; de esa forma no se atarían los derechos de autor de los escritores al indicador precio, y tampoco los lectores recibirían dicho embate. En una realidad como la nuestra, atar al libro a resultados económicos se puede comparar con pedirle calabazas al mango. Creo que sería saludable comprender que al libro le correspondería ser tratado con la misma lógica que reciben la TV y la radio, que solo con cultura recuperan lo que en ellos se invierte.

Los centros de promoción literaria, separados de la actividad de comercialización, pudieran ser la fórmula adecuada para deshacer la mixtura que se generó, al unir en una misma institución la actividad empresarial y la de promoción cuando se crearon los Centros Provinciales del Libro y la Literatura en 1989. Quedarían estos centros de promoción solo atenidos, entonces, a las erogaciones presupuestarias; con ellas deberían cubrir todos los frentes promocionales, el editorial incluido. Cesaría así de una vez el enrarecimiento de la actividad literaria con criterios economicistas mientras la gestión comercializadora recupera su pureza mediante las empresas. El libro es un “producto cultural”, la literatura no.

La plataforma expresiva de nuestro país, en lo que a la literatura corresponde, ya no es aquella de los inicios del período revolucionario, donde solo cabían las figuras de un canon heredado de la república, mayoritariamente habanero. Es conocida la manera en que creció el catálogo, lenta y gradualmente en un inicio del poder revolucionario, y aceleradamente tras las acciones inclusivas que tuvieron su pauta máxima después del 2000.

Tampoco la comunidad de receptores es aquella que reverenciaba la mística atribuida a la condición intelectual. Los procesos democratizadores a que me refería antes fueron concebidos para propiciar el salto cualitativo que ya demandaba el crecimiento casi exponencial de la masa de creadores formados en las instituciones, en sintonía con la política cultural. La condición de escritor perdió el glamur burgués y gano el del demo.

Tengo conciencia de que las restricciones económicas que con mayor intensidad hemos padecido en el período Trump, con sus medidas coactivas extremas, han marcado con hierro candente la producción editorial. También la pandemia COVID-19 viene haciendo lo suyo en ese terreno. Los numerosos trabajos que desarrollamos para paliar las carencias con actividades, presenciales cuando se ha podido y virtuales cuando no, dan testimonio de nuestra voluntad de resistencia, pero igual opino que sería fatal acomodarnos a ese estatus de recesión editorial, como mismo lo sería tratar de revivir la producción una vez más con el equívoco concepto de la rentabilidad a medias.

"Trasladar el grueso de la producción de libros, o su mayor parte, al terreno de lo virtual,
en estos momentos marcaría un retroceso en el nivel de influencia que aspiramos a alcanzar
con la creación literaria".

 

En los últimos tiempos se ha hablado con insistencia sobre el desplazamiento de las preferencias de la lectura del formato duro al digital, y es una verdad insoslayable. Pero creo que ninguno de los formatos debe excluir al otro, aun cuando supuestamente el criterio de la disminución de los costos de lo virtual lacere malvadamente la actividad impresora.

Trasladar el grueso de la producción de libros, o su mayor parte, al terreno de lo virtual, en estos momentos marcaría un retroceso en el nivel de influencia que aspiramos a alcanzar con la creación literaria. Pudiéramos estar trayendo a un presente, ineficaz aún en ese terreno, algo que solo será patrimonio de un futuro no tan inmediato para nosotros, con la consecuente pérdida de lectores, fenómeno que ya da señales desde hace algunos años. Solo cuando lo virtual consolide definitivamente su reinado, y no con fruslerías, podremos jubilar parcialmente al libro.

El descenso de la producción editorial en 836 títulos y más de cuatro millones de ejemplares, en 2019, al compararlo con 2018, aunque preocupa, lo sabemos condicionado por coyunturas sumamente traumáticas[1]. Revertir la sostenida tendencia decreciente constituye uno de los retos mayores una vez restablecidas determinadas condiciones de normalidad.

No procede la alarma, pero sí la preocupación. La depresión que vive la esfera del libro es también, en buena medida, depresión (sicológica y económica) para los escritores, que tenemos la enorme y compleja misión de delinear, con nuestros libros, el rostro humano de estos días. Hoy más que nunca, en el largo período revolucionario, el libro está urgido de una mirada salvadora que, desde la alta institucionalidad, le devuelva con todo vigor la presencia en nuestro quehacer cotidiano. Creo sinceramente que aumentar sus precios, aunque así lo aconseje la nueva estrategia económico-social, pudiera tener consecuencias que acabaríamos lamentando.

Santa Clara, 18 de febrero de 2021

 

 

Nota
[1] Los datos reflejados pueden verificarse en http://www.onei.gob.cu/