Mirta y su obra

Laidi Fernández de Juan / Foto: Tomada de Internet
25/1/2016

Al no poder precisar cuándo fue la primera vez que vi a quien hoy es justamente reconocida, voy a parafrasear la broma Monterrosa que de mí hiciera Jorge Fornet el día que tuve la peregrina idea de preguntarle cuándo fue que nos conocimos: “No lo sé con exactitud, me respondió, pero cuando abrí los ojos, ya tú estabas ahí”. Algo parecido diría yo de Mirta Yáñez, porque mis primeros recuerdos de ella son los de una joven que despertaba gran admiración entre sus profesores de la Universidad, dos de los cuales vivían en la misma casa donde nací. Sin entrar en muchos detalles, puedo decir que me sucede con Mirta como con otros artistas: conozco primero al ser humano y mucho más tarde al creador (en este caso creadora, debo cuidar mi lenguaje no solo porque estoy en presencia de alguien que ocupa sitio en la Academia Cubana de la Lengua sino porque ese alguien es feminista o sea, detallista, o sea observadora con machete en mano). Primero supe de ella a través de frases que se pronunciaban por ejemplo a la hora de comer: “Esta muchacha es brillante…muy buena su Tesis…qué simpática es, ojalá se quedara de profesora en la Facultad”, etc.; y luego se acrecentó su fama de encantadora porque a través de una anécdota que no me corresponde narrar, provocó y aun provoca carcajadas en mi madre, cosa no muy fácil de lograr, como saben quienes la conocen bien. Tampoco Mirta es suave para ser complacida, así que el hecho de que dos mujeres inteligentes y suspicaces hayan congeniado por los siglos de los siglos, sería más que suficiente para despertar mi curiosidad.

Cuando me convertí en la escritora que soy, comencé a adentrarme en el mundo literario (confieso que con el absoluto caos que corresponde a una no alumna), y fue muy sorpresivo que muchas personas cárnicas y óseas a quienes yo conocía de oídas o de vista, fueran autores o dueñas de cuentos, de libros, de novelas y de textos de diversa índole que yo leí no solo como manera de satisfacer un gusto personal, sino para aprender. Porque es así como creo que mejor se alcanza el aprendizaje del arte: devorándolo sin horarios. De esta manera llegué a la narrativa de Mirta, y quedé fascinada. La rara e intensa mezcla entre ternura, rabia y humor que distingue su obra de cualquier otra, la sitúa en el lugar donde se encuentra ahora mismo, en el de maestra del arte de narrar. Libros suyos son considerados material de estudio en  universidades del mundo, y varios de sus cuentos integran la lista de los denominados clásicos en la cuentística cubana (“El búfalo ciego”, “El diablo son las cosas”). Desde que en el año 1976 viera la luz Todos los negros tomamos café, (antes ya había publicado su primer poemario) hasta Falsos documentos del año 2005, sin olvidar su libro de narraciones de 1980 La Habana es una ciudad bien grande, entre otros libros suyos, y su novela Sangra por la herida que comentaré a continuación, Yáñez transita a través de su literatura por los conflictos humanos, universalizando lo que de local pueda existir en los ambientes genuinamente dibujados por su mano. Antes de referirme a su novela, cometo la justicia de destacar su labor de antologadora, la cual lejos de empobrecer su quehacer literario, lo engrandece. Gracias a su concienzuda investigación, su generosidad y su ojo crítico, los cuentos de muchas de nosotras han sido promocionados dentro y fuera de Cuba. Estatuas de sal; Habaneras, Diez narradoras cubanas; Cubanas a capitulo, son algunos de estos ejemplos. Nunca seremos capaces de mostrar la gratitud que esta faceta de su versatilidad creadora merece, no solo en términos promocionales hacia nosotras sino, y acaso sobre todo, porque fue ella quien abrió los ojos de las Evas que nos habitan y nos enseñó a gritar, a exigir, a mirar siempre desde la sospecha. Un aparte merece su decisiva participación en la exquisita compilación que hiciera junto a Nancy Alonso para honrar a mujeres intelectuales cuyos nombres fueron públicos en la revista Social. Mirta no fue solo colaboradora en esta tarea, lo cual ya sería encomiable, sino que aportó una suerte de ensayo titulado “Social, sus Damas, mi Álbum de Apuntes”, donde en casi 30 cuartillas desgaja uno a uno los nombres de las creadoras que son homenajeadas a través de textos propios y de las evocaciones que nosotras, hacedoras contemporáneas, dedicamos a esas damas que “dejaron un trazo profundo en el progreso de la cultura cubana”. [1]

Con respecto a su novela, en la cual procedo a detenerme, y que fue merecedora del Premio de la Crítica hace seis años, con lo cual Mirta llegó a su cuarto galardón en dicha categoría (ya lo había obtenido en 1988 por El diablo son las cosas; en 1990 por La narrativa romántica en Latinoamérica  y en 2005 por Falsos Documentos, y recién se añade un quinto Premio esta vez compartido, por el libro de Damas de Social) debo declarar que más que una inevitable catarsis mirtayañesca, como cabría suponerse, Sangra por la herida muestra una colección de mujeres con lenguaje propio, con un estilo definido, con dolores o hartazgos individuales, de modo que sus apariciones resultan inconfundibles. Salvo el personaje llamado La Difunta, a quien la autora dedica particular empeño y acaba por ser un fantasma enlazador, el resto cuenta su existencia con una resignación que  distingue  una de otra. La búsqueda de recuerdos atesorados durante años en baúles y cajones (fotografías, cartas, reliquias del ayer) de varios personajes como Lola, Gertrudis, Martín y su madre, representan no sólo el apego emocional al pasado , sino la insatisfacción de sus vidas presentes. Bien vistas las cosas y bien leídas sus páginas, absolutamente nadie es feliz en esta novela. Ni los personajes que se quedaron, ni los que se fueron, ni quienes se enamoraron alguna vez, ni aquellos que se visitan gozan de un mínimo placer existencial. La desdicha, sin embargo, no los paraliza, y he ahí el secreto de por qué no debe considerarse enteramente desencantador  el relato. Cada quien se acomoda al destino que de una forma u otra le ha sido conferido, y el ejemplo más aleccionador (mi personaje favorito) es Yuya.

Esta mujer  incansable, cuyas ideas son narradas de forma magistral  al estilo de Sostiene Pereira  (aquel de  Antonio Tabucci)  o de Gutiérrez a secas (el de Vicente Battista), posee la fortaleza que le falta al resto. No por gusto es quien nos ofrece la oportunidad de recorrer los barrios habaneros de Alamar (zona reseñada desde sus orígenes hasta su actual decadencia), y de El Vedado, con todo su ensueño de mágica belleza venida a menos, y es también quien resiste  los vaivenes de fanatismos, prohibiciones, sincretismos religiosos que acompañan cada momento histórico. Yuya es la sobreviviente por antonomasia. ¿Serás tú, Mirta, mujer rebelde y sin pelos en la lengua quien se proyecta en Yuya? Nadie lo sabrá, querida amiga;  ese es uno de los misterios insondables de la literatura.

El remordimiento es otro fantasma que constantemente revolotea en las páginas de Sangra por la herida.  Cuando creemos que ya sabemos todo de la vida de los  personajes, que ya estamos en condiciones de otorgar perdones o  de sentir  lástima, aparecen nuevos indicios que culpabilizan a quienes tratan de engatusarnos.  Estela, la emigrada en Londres, con un exquisito lenguaje que contrasta con la desfachatez de Daontaon, con el tono pedestre de Yuya o con los desvaríos de Lola, resulta un esbirro despreciable que bien merecería una bofetada aunque solo fuera por decir que los cubanos la sacamos del paso. Casi al concluir la lectura de esta novela recordé esa otra que nadie menciona nunca: Rebeca, de Daphne Du Maurier. A diferencia de ese personaje, La Difunta fue buena, como diría Machado, pero ambas comparten el hecho de no estar vivas en ningún momento de la narración. Curiosamente, el o los verdaderos culpables de la tragedia de La Difunta, permanecen siempre en  la sombra. En la novela y quién sabe agazapados donde más, en caso de haber existido una persona así, una situación así y un momento así. Fuenteovejuna, señor, dice Gertrudis, la dama encargada de abrir — ¿y de cerrar?— la herida por donde sangra una ciudad conocida como La Habana, que alguien  dirá que se muere, pero que al ser otra, pues no.

Aunque esta actividad lleva por nombre El autor y su Obra y se supone que nos ciñamos más a los libros que a sus autores, y habiendo cumplido esa parte, digo yo, con el desenfado que me toca por haber sido elegida por la propia Mirta para opinar sobre ella, me gustaría mostrar el costado digamos querellante de esta mujer adorable. Sus peleas, algunas de las cuales son famosas, no se limitan a catalogar como Pene Club al llamado team de los muchachos, ni a denunciar públicamente actos que considera injustos, sino también a regañar a quienes somos consideradas sus amigas o al menos colegas suyas. Con la misma alegría con la que ella concede un Premio si es Jurado, por ejemplo, susurra al oído de quien ha ganado “Felicidades y mira a ver si para la próxima mejoras”, con lo cual una se queda frente a las cámaras con una sonrisa que lo menos que puede hacer es congelarse. Recuerdo reprimendas suyas, sugerencias implacables de las que solo se les hacen a personas queridas. Esta faceta suya de pececita en constante brazada contracorriente, también merece mi gratitud.

Mirta Yañez, ya lo dije una vez, es, sobre todas las cosas, una abridora de caminos para Eva, y es un acto de elemental justicia brindarle reconocimiento. En su libro de ensayos (no sé por qué catalogado dentro de una modalidad llamada “Miscelánea”)  Del azafrán al lirio, que es un delicioso muestrario de su agudo ingenio, enuncia  una idea que no resisto la tentación de transcribir, como despedida a esta especie de “Te cuento la vida de alguien a quien mucho quiero, respeto y admiro”. Cuando se revisiten los pilares que constituyen nuestro concepto de nación, propongo que estas palabras, con las que me retiro de la mesa, sean incluidas:

“….a los cubanos de fuera y de dentro nos unen tres aristas del destino: la angustia por la identidad, la pesadumbre de la separación y la jocosidad a todo trance…”

Nota:
1. Damas de Social. Ediciones Boloña, 20014, p.p. 281