Mirta Aguirre: no nos acostumbremos a olvidarla

Luis Toledo Sande
15/11/2017

Apenas 16 años contaba Mirta Aguirre —había nacido el 18 de octubre de 2012— cuando participó en la creación (1928) de la Alianza Femenina de Cuba, de cuya junta directiva formó parte, y que, transformada en Unión Radical de Mujeres, se sumó a la Liga Antimperialista, que Julio Antonio Mella había fundado en 1925. Ese mismo año se constituyó el primer Partido Comunista de Cuba, que Aguirre adhirió en 1932, cuando ardía la lucha contra la tiranía de Gerardo Machado.

Era una muchacha activa en la brega de la Liga Juvenil Comunista y el Ala Izquierda Estudiantil, y su edad de entonces, 20, mueve a pensar en ciertos criterios laxos, o dogmáticos —o paternalistas, cualidad que suele trenzarse con el autoritarismo— empleados hoy para parcelar la condición de joven. Si tardó en graduarse de abogada en la Universidad de La Habana —lo hizo en 1941— fue no solo por los vaivenes que en aquellas circunstancias sufría la enseñanza en el país, donde solían cerrarse los centros docentes, sino por su inserción personal en la lucha.

En aquel entorno la activa revolucionaria se vio lanzada al exilio, en México, donde permaneció de 1933 a 1936. De la intensidad con que mantuvo su vinculación con la vida de su patria da idea el hecho de que, al volver a Cuba, estuvo junto a Juan Marinello entre quienes trasladaron a La Habana —lo que aquí dio lugar a una intensa agitación revolucionaria masiva— los restos de Mella, quien había sido asesinado en México por órdenes de Machado.

La actividad política se adunó en ella al quehacer que la convirtió en una de las mayores figuras de la intelectualidad nacional. Tuvo una constante presencia en el periodismo y emprendió una obra ensayística que se distinguía cada vez más por la solidez con que llegó al final de su vida. Formaba parte del Frente Nacional Antifascista y de la Sociedad de Amigos de la URSS, cuando a mediados de los años 40 ganó el premio Justo de Lara por su artículo “Fritz en el banquillo”, publicado en Hoy.


Mirta Aguirre, 1940

 

Ese diario partidista —en el que durante largo tiempo mantuvo la sección de cine, teatro y música, manifestación artística sobre la cual también cursó estudios— fue uno de los órganos de prensa en que colaboró quien también se hizo sentir en las páginas de Mediodía, Mujeres Cubanas, Fundamentos, La Palabra, Lyceum, Bohemia, Cuba Socialista y el semanario La Última Hora, también insertado en la lucha. Colaboró incluso en Vanidades, revista en la cual —¿nadie se sorprenderá?— dio vida a la sección Seamos bellas, que firmaba con el seudónimo Ángela Velarde.

Su consistencia intelectual la llevó a los consejos de redacción de Cuadernos de Arte y Ciencia y de Nuestro Tiempo, órgano de la Sociedad Cultural homónima, a la que brindó atención política desde 1953 —apoyó entonces la fundación del grupo Teatro Estudio— hasta 1959. No demoró en merecer reconocimientos que desbordaban el país. En 1947 ganó con el ensayo Influencia de la mujer en Iberoamérica el premio del certamen organizado por la Unión Femenina Iberoamericana y, al año siguiente, el de otro concurso —el auspiciado por el Lyceum Lawn Tennis Club, de La Habana—, con Un hombre a través de su obra, inicio público de una de las trayectorias relevantes en los estudios cervantinos, no solo en Cuba. De la amplitud de sus inquietudes y sus ideas hablan asimismo otros de sus logros cosechados en la República neocolonial: Recuerdos de Mella (1937), Palabras en Juan Cristóbal (1940) y Clara Zetkin (1941).

En 1938 se editó su primer poemario: Presencia interior, elogiado por figuras entre las que sobresalió la Premio Nobel chilena Gabriela Mistral. Enriquecida con otros volúmenes a lo largo de los años, la obra poética de Aguirre aún no ha recibido quizás el alto aprecio que merece. Aunque por estos días no se estuviera rindiendo homenaje a Ernesto Che Guevara con motivo del medio siglo de su asesinato, cabría recordar la hermosa “Canción antigua” que ella le dedicó a raíz de su muerte, y que suscitó una penetrante y entusiasta exégesis de Fina García Marruz.

Fue natural que la creativa Revolución que en el alba de 1959 marcó para el país mucho más que un cambio de año, encontrara en la combativa intelectual la defensora que lo había sido de las ideas que, al fin, encontrarían por un camino inesperado para dogmas mecánicamente asumidos la realización que la patria reclamaba. Dentro de la continuidad de su militancia política se ubicó, en el propio 1959, su nombramiento como asesora de literatura y publicaciones del Instituto Nacional de Cultura, y en 1961 intervino en la fundación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, de cuyo Comité Nacional formó parte. En 1962 dirigió la Sección de Teatro y Danza del Consejo Nacional de Cultura, constituido en 1961, y de 1963 a 1967 fue colaboradora de la Editora Política, adscrita al Partido.

En 1962 se inició asimismo una etapa especialmente sembradora y recordada en su hoja de vida: la de profesora —y durante años jefa del Departamento de Lengua Española y Literaturas Hispánicas— en la entonces Escuela de Letras y de Arte de la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Habana. Fue admirada y respetada, cuando no querida, por sus colegas, entre quienes brillaban igualmente figuras de la talla de Camila Henríquez Ureña, José Antonio Portuondo, Vicentina Antuña, Beatriz Maggi y Roberto Fernández Retamar, y por el alumnado, en el que estuvieron muchas de las que después serían figuras relevantes en la cultura del país.

Ratificó la capacidad que desde temprano tuvo para impedir que sus diversas tareas políticas —incluidas las de dirección—, y luego las docentes, le impidieran satisfacer a gran altura su sed creativa. Con estudios sobre temas como la revista martiana La Edad de Oro, y con su labor —junto a Cuca Rivero, Olga de Blanck y Gisela Hernández— en el programa de radio Enseñanza Musical, dedicó atención a la infancia, para la cual escribió textos como los de su libro Juego y otros poemas (1974), que no por gusto se ha considerado una joya de maestría y gracia.

De su abarcador despliegue creativo de aquellos años son muestras El neorrealismo italiano (1963) y El romanticismo de Rousseau a Víctor Hugo (1973), y nuevas aportaciones cervantistas. Entre estas descuellan La obra narrativa de Cervantes y Miguel de Cervantes (1971 y 1973, respectivamente); y el estudio introductorio a la edición del Quijote hecha por el Instituto Cubano del Libro en 1972. De su cosecha en la hispanística nacieron además los dos tomos de La lírica castellana hasta los Siglos de Oro (1977). Mientras tanto, no cesaba su contribución al conocimiento de la presencia de la mujer en la cultura iberoamericana: su ensayo Del encausto a la sangre. Sor Juana Inés de la Cruz conquistó el primer premio en el concurso acerca de la gran poeta de México, y de la lengua española toda, auspiciado en aquel país.

Cuando José Antonio Portuondo —intelectual marxista de amplia pupila— partió a desempeñarse como Embajador de Cuba en el Vaticano, ella lo sustituyó durante su ausencia en la dirección del Instituto de Literatura y Lingüística hasta que la venció la muerte el 8 de agosto de 1980, mientras leía un libro, se ha dicho. En ese mismo año aparecería su Ayer de hoy, con ensayos y poemas.

Otras ediciones póstumas —Estudios literarios (1981) y, sobre Nicolás Guillén, Un poeta y un continente (1982)— ratificaron el valor de su tarea académica. Poesía (2008), textos que en gran parte permanecían inéditos o dispersos en publicaciones varias, confirmó el valor de su producción lírica, que no fue un accidente en su desempeño. La fértil vitalidad de su obra se ha expresado en la musicalización de poemas suyos por compositores como José María Vitier, y en la función del Ballet Nacional de Cuba que en vísperas de su centenario le dedicó Alicia Alonso.

No tiene la presente evocación el propósito, ni el espacio necesario para acometerlo, de esbozar un currículo representativo de su vasto quehacer. Pero recuerda intencionalmente algunos de los hechos que validan su altura porque, aunque su obra y su memoria han recibido no solamente las expresiones de admiración mencionadas, se tiene a veces —o cada vez más— la impresión de que no se le recuerda en correspondencia con sus méritos y el servicio que prestó a la patria.

Al igual que Marinello, Guillén y Portuondo, ya mencionados, y Carlos Rafael Rodríguez —quien despidió el duelo en el sepelio de Aguirre—, ella abrazó el marxismo, que hoy no está de moda en el mundo. Añádase que quizás para algunos —¿algunos?— resulte más elegante roer revoluciones que apreciar sus logros, y sea más tentador identificar estrechamente el marxismo con excesos cometidos en su nombre que apreciar los buenos frutos cosechados con el afán de abrazarlo como guía.

No es aventurado sostener que a Mirta Aguirre —¿siempre con razón?— se le vincula con interdicciones y podas que ocasionaron daño a la cultura del país, y mellaron el pensamiento. Los excesos cometidos pudieran asociarse también a pasiones y conceptos, o estrabismos, de sesgo personal, pero no vale deslindarlos mecánicamente del modo como en determinado momento pudo entenderse que, en política cultural, se defendía una Revolución urgida de vencer obstáculos internos y fuerzas terribles que siguen asediándola desde el exterior, y frente a las cuales tenía y tiene ella el derecho y el deber de defenderse. De lo contrario, los excesos no habrían durado hasta el punto de que hoy, en lo más ceñido a prácticas erradas —no vistos en todas sus derivaciones—, se tengan como característicos de un quinquenio por lo menos.

Lejos de soslayarse, los errores se deben valorar —y explicar desde dentro, una práctica en la que parece que el país tiene aún mucho por aprender y andar— del modo más recto y claro, para intentar que no se repitan, ni haya quienes, invocando amplitud y libertad, evadan el deber de cuidar valores vitales para la patria y la ciudadanía, o procuren sustituir unos sectarismos por otros no menos excluyentes. Cada turno de ofendido, si no se emplea bien o no se propicia que sea bien utilizado, puede conducir a otros modos de ofensa y de injusticia.

Ni de Mirta Aguirre ni de ningún otro ser humano parece que sea prudente esperar conductas arcangélicas. Pero este articulista recuerda el gesto de la sabia y combativa profesora al impedir que, en la Universidad de La Habana, una alumna fuese víctima de cartabones que suponían incompatible con la permanencia en ese centro leer En Cuba, de Ernesto Cardenal. Y recuerda también la alegría con que Cintio Vitier —quien no capitalizó odios y desquites— le narró la actitud con que ella respaldó el cese de la “medida”, de corte ateocrático, que durante años impidió en el país la publicación de su libro Ese sol del mundo moral, cuya primera edición se hizo en México en 1975.

En “Mirta Aguirre, sabia y peleadora”, artículo que le dedicó en Bohemia hace algunos años, el autor de esta evocación, quien podía pensar asimismo en otros modos de prejuicio que presumiblemente ella sufriría en vida, recordó —en términos que aquí se sentirán reproducidos o glosados— que la propia Aguirre fue víctima de prejuicios y pasiones interdictivas. La feliz imagen con que definió en Juegos y otros poemas a Ernesto Guevara —“gaucho de oro fino”— hubo quienes la consideraron propia del “lenguaje del enemigo”, por aquello del oro. Quizás fueron los mismos que tildaron de irrespetuosa la forma entrañable como ella, con su sensibilidad poética, asumió ojos infantiles para retratar a Fidel “con sus botazas de guerrillero”, “sus zapatones de combatiente”. ¿Habrán repudiado también el tratamiento del Che como caballero en atmósfera de antigüedad?


 

En trama semejante, propia de seres humanos por muy indeseable y poco fértil que pueda resultar, ella misma podía poner su grano de arena en los vetos, y sostener —¿quién no?— criterios polémicos. Se le atribuye, digamos, alguna poda “adicional” en el Diccionario de literatura cubana, editado mientras ella sustituía a Portuondo en la dirección del Instituto que realizó esa obra.

Si se escarba un poco, posiblemente la selectividad de Aguirre tuviese también sus asideros, aunque fueran discutibles. Pero sea cual sea su tema, un diccionario es un repertorio en el cual deben incluirse todas las entradas que lo ameriten. Se pueden añadir valoraciones pertinentes a juicio de los realizadores y directivos del inventario, seres humanos también, sean cuales sean sus ideas y sus actitudes, y de las instituciones —también humanas: ¿quién será divino?— a las que ellos respondan, o no tengan que responder.

La obra y la vida de Mirta Aguirre, de saldo numeroso y sustancial, fueron y siguen siendo altamente valiosas para el país. Como todo ser humano que se respete, defendió con honradez y pasión lo que honradamente estimó que debía defender. En uno de sus poemas elegíacos motivados por el adiós de la persona amada —“Lejos, tu mano corta el pan para otra boca./ Lejos, suenan tus pasos como yo sé que suenan”—, escribió: “Yo me acostumbro, amor, yo me acostumbro./ Yo me acostumbro a estar sin ti. ¿Lo entiendes?”

Pero a ella no, a ella no debemos olvidarla, y menos aún acostumbrarnos a ese olvido. Entendamos bien: nada hay que pasar por alto, ni sus errores —lo que sería asumir la soberbia del perdonavidas—, y menos aún sus contribuciones, tan sólidas. Como en otros casos donde se filtre la injusticia, olvidarla sería un modo seguro de empobrecernos.