Memoria y Mis niños de escena. El privilegio del teatro con Else Marie Laukvik

Vivian Martínez Tabares
29/12/2016

Como la arena oscura son a la vista la blusa y la saya amplia de leve caída que viste la actriz, al igual que el suéter y los zapatos bajos. El chaleco estampado con que se cubre, despliega gamas en tonos distintos, pero armoniosos. Cromatismo semejante exhiben el díptico de moaré situado a su espalda y el mantel de encaje sobre la mesa baja y redonda que tiene enfrente, en la cual descansan una pequeña lámpara encendida, de pantalla encarnada, una tetera humeante de fina porcelana y una taza en la que se servirá más de una vez una infusión de jengibre con gradaciones áureas. De color arena es también la cobertura de la lámpara de pie, a su izquierda; el el peluche del osito, vestido con un pequeño traje femenino de rojos bordados; y la camisa del hombre que la acompaña, a su diestra, mesa por medio. Ambos, Else Marie Laukvik y Frans Winther, actores-músicos del Odin Teatret, están sentados sobre el borde trasero de un círculo de fieltro rojo de unos tres o cuatro metros de diámetro. Deslumbran la belleza y la armonía del espacio y sus objetos, desde la sencillez que rezuma la deuda con una sólida y antigua tradición cultural.


Fotos: Tomada del sitio web del grupo

Es el escenario de Memoria, el espectáculo de Else Marie Laukvik que, previo a ser una experiencia viva para nosotros, antes de que los actores compartan la primera acción, nos recibe en un ambiente de íntima calidez y nos cautiva con el peso de la memoria. Los objetos y el modo en que están dispuestos, la tenue luz que emana de la lámpara —otra, de pie, refulgirá más tarde—, nos preparan para recibir las historias de Moshe y Stella, dos sobrevivientes que enaltecen el valor de la memoria; y para sumergirnos, a través de la voz y el gesto de los artistas, en el espíritu festivo de la celebración de Hanuka, la fiesta judía que por ocho días celebra el milagro de la luz, en plena guerra, en 1944, o en el destino trágico de aquellos que no pudieron soportar el horror. Y aunque el programa de mano anuncia brevemente “Dos historias con final feliz de los campos de exterminio en el corazón de Europa”, Else Marie y Frans reviven la memoria de cuatro seres marcados por la barbarie. A lo largo de una hora compartida en singular intimidad, el horror y el dolor se trasmutarán en sensibilidad sutil y en belleza construida por el arte.

La actriz-músico se vale del acordeón de vez en vez para apoyar la narración de un texto que ha construido con la colaboración de su director Eugenio Barba y de Frans Winther, y que tuvo su primera versión entre 1989 y 1992. Se ha inspirado en una vieja canción de cuna rusa y toma personajes y pasajes de los Cuentos jasídicos del Holocausto, de Yaffa Eliach, una mujer sobreviviente del Holocausto que dedicó su vida de escritora, académica y activista, a defender la memoria de su pueblo; una intelectual con la que Else Marie se ha conectado profundamente a la distancia y que, curiosamente, moría en Nueva York, el 8 de noviembre pasado, mientras la actriz presentaba para nosotros, en Bayamo, otro de sus espectáculos.

En Memoria, Else Marie canta y su voz se modula en registros amplios: de la palabra apenas musitada, al agudo estridente y el grave profundo; o se desarticula en susurros truncos como desvaríos, en trazos inconexos. Franz sigue el hilo de su voz e interviene, la acompaña con la vista y nos mira; su mirada es un puente indeleble entre nosotros y la actriz en el curso de la historia. El actor músico da voz alguna vez a ciertos personajes evocados para enmarcar el desempeño de ella, para ser su segunda voz en el empaste armonioso de la melodía que es este espectáculo. En el performance de la actriz hay un intenso compromiso emocional, contenido en su voz tan suave cuando nos relata pasajes de crueldad contra mujeres y niños y el vacío de la pérdida. Su aura logra remontar los escombros y la ruina. Y entre los fragmentos aflora de tanto en tanto un aliento distinto, de angustia, en el que la huella de la destrucción reverdece.

Memoria, espectáculo de Else Marie Laukvik
 

Las improntas de los intelectuales antifascistas Hans Mayer y Primo Levi referidas por Else Marie nos estremecen; son ellos sobrevivientes de Auschwitz que no pudieron soportar el peso de la memoria. La actriz cita a Mayer: “Un hebreo en manos de los nazis es un muerto de vacaciones, alguien que se debe asesinar”, “No debo olvidar, no debo olvidar”. Nos presenta a Primo Levi por la risa en sus ojos, como recordara el niño que lo conoció en el campo de exterminio, mientras ella descubre ante nosotros un retrato del hombre que nos mira, y en el que el rasgo más sobresaliente son los ojos oscuros que ríen más adentro que la tristeza impregnada en sus rasgos.

Detrás de cada gesto mínimo está la disciplina espartana, el sedimento de arduos entrenamientos y antiguos saberes.

Los ojos de Else Marie también ríen vivamente, e irradian una energía envolvente, ardiente como el sentido de su historia. La mirada cambia de ángulo y toda ella se transforma. Los ojos, las manos y la voz son materiales expresivos de sutil elocuencia. Sus manos evocan un animal que flota, o son artilugios para fragmentar orgánicamente una acción no figurativa, desde la quietud del cuerpo. Detrás de cada gesto mínimo está la disciplina espartana, el sedimento de arduos entrenamientos y antiguos saberes, los que se traducen en el rigor de la precisión y en el registro tonal expandido, hasta alcanzar una organicidad rotunda. Cuando sus brazos se remontan suavemente para ilustrar cómo dos palomas blancas se elevan sobre el mar, o hacen volar su pelo mientras evoca un pasaje devastador en Sebastopol, exhibe el arsenal de recursos y la codificación que forma parte de su vocabulario personal, a la vez familiar para su estirpe, como fundadora, junto a Eugenio Barba, del Odin Teatret, y como una artista plenamente consciente del arte secreto de su profesión.

Con sus palabras y sus acciones nos pone en contacto con la matriz de la violencia, nos hace percibir cuán largo puede fluir el tiempo en las condiciones del encierro inhumano, de segundo a minuto, de minuto a hora, de las horas a un día, y de día en día, hasta llegar a un mes, a largos meses en los que la condición humana pugna contra la brutalidad animal, también para que el sabor de la venganza no se confunda y pervierta el sentido de la justicia.

Memoria es una muestra palpitante de teorías y procedimientos de la antropología teatral formulados por Barba, muchas veces leídos en libros y ensayos, y que aquí se hacen aprehensibles, diáfanos y sencillos.

Memoria es una muestra palpitante de teorías y procedimientos de la antropología teatral formulados por Barba, muchas veces leídos en libros y ensayos, y que aquí se hacen aprehensibles, diáfanos y sencillos, tan cercanos como las presencias con que estos actores reviven a tantos seres a escasos metros de nosotros.

“Una canción puede salvar la vida de un hombre” y una experiencia teatral puede despertar al alma y sacar chispas de las cenizas muertas.

En la segunda escala cubana de Else Marie Laukvik, Mis niños de escena, la memoria se multiplica en narrativa oral, teatro de máscaras e imagen audiovisual. El unipersonal combina presentación y representación en una trama autorreferencial, en la que la historia personal de Else Marie avanza en paralelo con la historia del Odin Teatret.

Dos parlamentos dan la clave de una suerte de recuento performativo que es, a la vez, declaración de principios: “Me llamo Else Marie y soy la actriz más anciana del Odin Teatret. Comenzamos en Oslo, yo tenía veinte años, mi compañero Torgeir tenía solo diecisiete años”, y “No tengo niños verdaderos, solo niños espirituales”. La actriz se sienta tras una mesa nuevamente, esta vez alta, a nuestra izquierda del proscenio y desde allí nos cuenta, da paso a una sucesión de imágenes en movimiento que se proyectan al fondo, hilvanadas por ella misma en personalísimo criterio de edición que sigue el entramado de su memoria, lo que con mirada de chispeante malicia llama su “egotrip”. Se levanta, acciona con las máscaras, y hace desfilar personajes que son las almas de su repertorio preferido, de sus marcas en el arte secreto de la escena.

Cincuenta años trabajando con Torgeir Wethal, conducen una suerte de saga hasta la partida del compañero, del amigo fundador y artista emblemático, muerto en 2010. Comienza desde los inicios del entrenamiento físico y vocal compartido en una vieja escuela noruega, allá por octubre de 1964, guiados por Eugenio, en pleno inicio de la aventura. Torgeir, el actor y colega entrañable, fue su padre en Ornitofilene, su hijo en Kaspariana, y su marido en Ferai, inspirada en el Alcestes, de Eurípides. Compartió con ella y los otros el “ruso” inventado en La casa del padre, el de ¡Ven! Y el día será nuestro cuarenta años atrás, entre muchos otros pasajes de creación y vida.

El cuerpo de Else Marie se dilata y sus manos vuelven a volar con un peso diferente. La lejana juventud de Eugenio a través de las imágenes mediadas por la pantalla y por el tiempo —delgado, de pelo negrísimo y gruesas gafas, disertando sobre la creación—, contrasta con la presencia irradiante de una actriz madura que se prodiga en revelarnos cuál ha sido y cuál es su secreto, su misión y su credo, que revela los enveses del prodigio para poder encajar, de tal manera, aquí y ahora, su cuerpo y su mente. La mujer de 72 años nos hace ver por momentos, como aquel viejo bailarín y maestro, a una niña traviesa que nos convoca a su juego.


 

Cada una de las máscaras tiene detrás una historia propia, relacionada con fuentes culturales, viajes y personas. Cada detalle, como parte de una elaborada confección, se conecta con el regalo que Eugenio, o alguno de sus colegas, le trajo de alguna parte remota del mundo, o con los lazos de una genealogía profesional que responde a etapas y pasajes anteriores en el oficio, en creativo reciclaje. La razón y la emoción se entrelazan; el concepto que está detrás de cada solución visual, y la artesanía de convertir una idea en imagen, forman el todo indisoluble marcado con el sello Else Marie y Odin Teatret.

Cuando termina Mis niños de la escena y la actriz nos invita al escenario para conversar o mirar de cerca los vestigios de su trabajo, nuestra experiencia de espectadores ha crecido y se ha dilatado con ella, y somos presa de un extraño regocijo por haber redescubierto, de su mano y una vez más, la dicha del teatro.