Maillot deshizo el cristal

Andrés D. Abreu
14/1/2016

La idea de un cuento abierto a partir de la imagen de hojas sueltas y voladizas de un posible manuscrito, diseñadas sobre la escena por Ernest Pignon-Ernest desde el minimalismo contemporáneo (abstracción, economía de lenguaje, purismo estructural y funcional, síntesis, sencillez, concentración, predominio del blanco y negro),  más los pies descalzos de la bailarina protagonista sugieren súbitamente que vamos a presenciar una historia renovada de la fantástica Cenicienta narrada desde un sentido contemporáneo del “ballet”.

La versión que Jean-Christophe Maillot creó para Les Ballets de Monte-Carlo a partir del clásico cuento de hadas sobre una exigente música de Serguei Prokofiev arrastra tradiciones (muy evidentes en la pantomímica en ocasiones desbordada), pero juega mejor a ser un drama juvenil amoroso que un cuento infantil burlesco y eso facilita los arrojos que le imprime a su manera de actualizar la danza escénica.

Innegable resulta que al descalzar los pies de la protagonista y convertir en solo brillo mágico la preciada zapatilla el coreógrafo francés deshizo el apretado cristal y liberó soluciones para marcar un sentido de rompimiento y apertura.

Innegable resulta que al descalzar los pies de la protagonista y convertir en solo brillo mágico la preciada zapatilla el coreógrafo francés deshizo el apretado cristal y liberó soluciones para marcar un sentido de rompimiento y apertura, tanto hacia los modos utilizados para bailar como para el abanico de conflictos e ilusiones a develar en la narración simbólica de la archiconocida pieza literaria infantil.

Maillot mantiene todo el tiempo latente la relación entre el padre de Cenicienta y la madre muerta, incluso la metaforiza en el hada madrina y ambos personajes son  interpretados por la misma bailarina (durante la función del sábado 31 de octubre fue espléndidamente asumida por Lilsa Hámáláinen). Igualmente la relación libidinosa entre el padre de Cenicienta  y la Madrastra se desarrolla como subtrama que le facilita a Maillot diseminar cierta dosis de lujuria carnal durante toda la pieza; carga de erotismo que alcanza también al personaje del Príncipe, joven recreado en plena edad de los estremecimientos de la sexualidad, más que ocupado en sucumbir al amor total.

Todas estas variaciones son resueltas con genialidad por el autor en una dramaturgia sin vacíos de acciones danzarias (ya sea más clásico o neoclásico, más contemporáneo o puramente  gestual)  y muy bien apoyadas por un diseño escénico que mucho aporta al dinamismo total de las atmósfera y las ingeniosas transiciones entre escenas. El vestuario de Jéröme Kaplan también lleva en sí mucha movilidad en su concepción y manejo (tengamos en cuenta que en la historia de Cenicienta el vestuario no es un recurso de época sino un medio de fabulación significante).

Si alguna mácula puede advertirse en la pieza es algún que otro descontrol del tono farsesco, que la vuelven más recreativa que discursiva.

Si alguna mácula puede advertirse en la pieza es algún que otro descontrol del tono farsesco, que la vuelven más recreativa que discursiva; y si algo resulta imperdonable es la entrada de las cuatro criaturas exóticas en la escena ocho que, tras romper la coherencia total del montaje desde la misma bajada de los cuatro velos blancos, no pasa de ser un mero adorno danzario para alejar el momento de la llegada al clímax de la historia.

Desde el punto de vista interpretativo la compañía muestra una organicidad general capaz de hacer funcionar momentos muy trepidantes de danza coral donde usted no sabe si dejar su punto de mayor atracción sobre los protagonistas o seguir el sincronismo y la fluidez del cuerpo de baile.  De igual modo es notable el desempeño de conjunto en las ejecuciones de los cuatro amigos del Príncipe.

En el rol de Madre y Hada, la bailarina  Lilsa Hámáláinen evidenció rigor en el manejo de la interpretación de carácter y llamativas condiciones para asumir la técnica clásica a partir sobre todo del uso de las extensiones y un reluciente port de bras. Gabriele Corrado como el Padre mostró experiencia y técnica para hacer sugestiva toda la variedad de gestos que implicaba su personaje en constantes cambios de matices al interrelacionarse desde diferentes modos afectivos con su hija, el recuerdo de su esposa muerta, la madrastra de Cenicienta y el Príncipe. Maude Sabourin, como La Madrastra, encarnó un lenguaje mucho más moderno, lleno de tensiones y distensiones, cambios abruptos bien trazados para cautivar y hacer el mal.

Anajara Ballesteros y Stephan Bourgond como Cenicienta y el Príncipe tuvieron su mejor momento para brillar en el pas de deux que cierra la escena seis en el segundo acto. Cargadas con giros de alta preparación destellaron entre las exigencias de las herramentales corporales coreografiadas convincentemente para relatar un encuentro humano de seducción y amor, las claves más subversivas que utilizó Maillot para rehacer el viejo cuento desde un ballet del siglo XXI.