Los títeres diciéndonos adiós
4/2/2019
Una imagen que vi a través de otros ojos, me quema el alma. Armando Morales está inclinado sobre su cama de hospital en medio de una sala vacía. Tamborilea con sus dedos sabe Dios cuál melodía clásica. Mis ojos, con los otros, se asoman a la puerta que no se puede traspasar y él, al darse cuenta, retira rápido la vista sin señal alguna de saludo. Está consciente, nos ha visto, pero no quiere encontrarnos en su estado. Le han amputado una pierna y sabe que la otra extremidad está igual de comprometida por una enfermedad angiológica. Le acecha la muerte y quizás lo prefiere. No podré preguntarle. No existirá esa última conversación.
escoger su repertorio, autodirigirse, diseñar y confeccionar sus muñecos. Foto: Cortesía del autor
No concibo su ancha caja corporal, el telón de fondo natural para su retablo en el aire, sin piernas que lo sostengan, sin aquellas piernas que corrían hace 23 años por La Tinta haciendo Chímpete, chámpata, de Villafañe, una verdadera creación propia en sus manos. Aquellas piernas que echaron a correr a todos los niños del pueblito detrás del titiritero.
He relatado varias veces ese momento, lo guardo en la caja negra de mi memoria como uno de esos preciados instantes del teatro, donde un actor transforma la circunstancia a través de la poesía; hechos que no siempre han de buscarse dentro de los santificados templos del arte.
Ocurrió durante nuestra primera Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa. Estaba yo allí con la periodista Maité Hernández-Lorenzo. Los tres, deslumbrados ante esa experiencia todavía en su etapa fundacional, la dimos a conocer ante Cuba y el mundo. Lo sentimos siempre como un deber del alma por la singularidad de ese recorrido maravilloso por los caminos más lejanos de la patria.
Ahora mismo la Cruzada recorre las montañas de nuestro extremo oriente. Y salta la imagen de Armando allí ante el ritual del café mañanero. Su muerte impactará en el corazón mismo de los cruzados porque él se comprometió tanto con el evento que lo impulsó desparramando trabajo y conocimiento. La disfrutaba tanto que participó hasta en las más recientes, yendo contra su salud y contra los consejos al respecto.
Armando Morales encarnó la figura del titiritero, ese juglar itinerante, muchas veces solitario, capaz de actuar, escoger su repertorio, autodirigirse, diseñar y confeccionar sus muñecos, construyendo todo del modo más sencillo y factible para lograr autonomía y libertad de movimiento.
Teorizó además sobre el arte del títere. Publicó infinidad de artículos, críticas, noticias allí donde encontraba vida artística en ebullición, al tiempo que advertía sobre la especificidad del teatro centrado en la animación de objetos y muñecos. Buena parte de dicha producción está reunida en varios libros que, en el futuro, vale la pena recopilar en una nueva condición, pues tienen mucho que enseñarnos. Completó de ese modo su constante ejercicio de maestro sin aula, aupando a todos cuantos se iniciaban en la profesión.
Fueron sus avales para recibir el justo Premio Nacional de Teatro 2018, que enalteció su vida entregada a una profesión. Así, en la unidad de vida y oficio, lo atrapó la fotógrafa Sonia Almaguer. Retrato de cuerpo entero, overol como traje, el retablo alzado al frente, los títeres de guante coronando los brazos levantados, la mirada hacia el espectador. Foto de movimiento y cromatismo notables donde Armando parece Velázquez ante el magma de la creación.
Así recordaré a Armando Morales. Y corriendo entre los niños del lomerío guantanamero hasta perderse en el fondo de la explanada con los títeres diciéndonos adiós.