Los curtidores

Elaine Vilar Madruga
4/2/2016

Ya no quieres a tus hijos. ¿Piensas que voy a dejar que los mates de hambre mientras tú andas por ahí, pensando los dioses saben en qué? Sus gritos. Peores que las fiebres que equilibraron la sobre población del barrio de los fauvistas, apenas unos meses antes. Sus gritos. Da Vinci y Tiziano me perdonen. Mujeres: la creación más abominable de la tierra. Detrás de mí. Con sus manchas. Con el tatuaje de los girasoles, extendido por su rostro como una pandemia. Con su color amarillo. Gogh es todo lo que una buena esposa de la casta de los postimpresionistas debe ser. Cállate, mujer. Mira que asustas a los niños. La luz de la linterna roja hiere mis ojos.

Picasso Jr. y Yanigauguin juegan al mahjong. Se han acostumbrado a escucharnos pelear.  A los gritos de Mamaíta. A los suspiros de Papaíto. No se quejan. Son buenos chicos. Picasso Jr. ya se encuentra en la edad de merecer los tatuajes. Pintura y color sobre su rostro: identidad. Pero aún no hemos podido ofrecerle nada. No alcanzan los créditos para otra cosa que no sea esta media vida, a un paso del hambre, de no poder pagar la renta al guernica hijo de puta que custodia este apt. A un paso del desalojo, del desastre. Picasso Jr. no se queja. Es un buen chico. Entretiene a Yanigauguin con el amor del hermano mayor. La enseña a jugar. El aire de responsabilidad de su rostro es tan grave que duele. Prende el holo de una mosca y lo hace volar un segundo en el aire. Yanigauguin sonríe.

Mira al pobre Picasso Jr. Ya tiene edad de merecer sus pinturas. Las palabras de mi mujer se mezclan unas con las otras. Sus recriminaciones. ¿Quieres que tu hijo sea un descastado, un niño sin identidad, un muchacho sin casta, sin una marca que lo distinga de los infieles? No lo quiero. Picasso Jr. alza la cabeza por un segundo. También Yanigauguin. Al menos, ella es aún lo suficientemente chica como para no entender nada. ¿Para eso querías hijos? ¿Para eso me dejaste preñada? Los girasoles en el rostro de mi mujer oscilan. Mareo. Asco. Cómo carajo pude acostarme con ella… alguna vez… e incluso desear aquella enfermedad amarilla de la pintura que florece en su rostro, en aquel jardín sin forma que nadie cuerdo habría tomado nunca. Excepto yo.

—Déjalo ahí, Gogh —le digo. Hago un gesto de desesperación, pero nada la hace guardar silencio.

—Déjalo ahí una mierda—grita: — Mira a tu pobre hijo, primogénito y sin recibir sus tatuajes. Las personas en la calle se viran solo para mirarlo. ¿Y sabes lo que ven? A un descastado. A un niño sin padre.

Yanigauguin llora en un rincón. Mi pobre hijo —descastado y freak, que todavía no recibe sus tatuajes y trabaja en esos barrios peligrosos, donde los niños sin identificar son desaparecidos bajo el cuchillo de un curtidor en menos de lo que un grillo es aplastado por la bota de un milico—abraza a su hermana. Trata de convencerla de que Papaíto y Mamaíta solo juegan al mahjong verbal y que pronto, muy pronto, todo volverá a la normalidad.

—¿Qué te pasa, mujer? ¿Qué te pasa, Gogh?—le pregunto, la zarandeo. Sus lágrimas. Mi arrepentimiento. — ¿Quieres que el guernica pase por aquí y nos desaloje? ¿Que recuerde estamos atrasados en el pago de la renta? Entonces vas a tener un hijo sin tatuajes y, además, sin techo.

Se calla. Benditos sean los dioses. Las lágrimas bajan por los girasoles de su rostro.

—Podríamos vender el cuero—dice finalmente. Parece tranquila. Pero yo sé que bajo aquella capa de aparente sangre fría, algo tiembla. Pánico. Luego agrega: —Tu cuero o el mío. Da lo mismo. ¿No crees que pagarían algo por mis girasoles? ¿Por mi cara?

La imagen se me traba en la retina. No puedo imaginar el rostro de mi esposa bajo los cuchillos de los curtidores. La piel retirada. Los girasoles marchitos para siempre. Su muerte.

—Una vez… hace ya tiempo…—la voz casi me falla, pero intento proseguir: —vi a un descuerado. Pedía limosna en la estación del metro. La gente se apartaba de él. No tenía cara. Era solo un manchón de sangre. Ni siquiera un cubista puede lucir peor.

Mi mujer se santiguó. Su asco. Casi me hace sonreír. En veinte años de matrimonio, nunca había sido capaz de cruzar los límites de barrio de los cubistas. Ni contemplar a uno sin revolverse por la náusea. Aquellas criaturas —marcadas con tatuajes de formas geométricas— le parecían verdaderas abominaciones de la natura.

—No vas a vender el cuero— le dije. —Algo se me ocurrirá. Picasso Jr. tendrá sus tatuajes. Te lo prometo. Y Yanigauguin también. Cuando sea su hora. Cuando sea su tiempo. Todavía quedan algunos años para ella.

Gogh sonríe. Contempla a Yanigauguin. Es aún pequeña, gracias a los dioses. Sus tatuajes no llegarán hasta que pase una década. Tendremos años para recuperarnos del golpe económico que significarán las marcas de Picasso Jr. Al menos, debo aferrarme a esa esperanza.

—Confío en ti, mi amor—dice Gogh con toda su inocencia. Sus girasoles ya no están manchados de lágrimas. —Pero tiene que ser pronto. No podemos seguir exponiendo a Picasso.

No dice mal. Tampoco es necesario. Entiendo el silencio tras las palabras. Lo que dice y lo que no. Mis hijos dependen de mí. ¿Qué buen padre dejaría que un curtidor arrancara el rostro y la vida de su primogénito? ¿Qué buen padre permitiría que su hijo trabajase en las factorías por unos créditos de mierda sin protegerlo de las miradas y el odio de todos aquellos que marginan a los descastados sin marca?

—Confía en mí—digo por última vez. Beso los girasoles, todavía húmedos, en las mejillas de Gogh. Beso el cuero limpio de mi hijo y de mi pequeña Yanigauguin.

—¿Te espero despierta?—pregunta Gogh.  Sabe que mi trabajo como siervo en Barrio Romanticismo y Barrio Rococó puede durar hasta altas horas de la noche o, en ocasiones, hasta la madrugada del día siguiente. Pobre Gogh y sus celos. Me imagina frente a aquellas mujeres, réplicas perfectas de la belleza equilibrada de Delacroix, Boucher y Fragonard que tanto abundan en Romanticismo y Rococó. Sabe —o supone— que siempre he soñado con aquellas niñas ricas, habitantes de barrios donde los que son como yo solo han de arrodillarse y nunca soñar.

—Acuesta a los niños. Y duerme también. No tiene sentido que me esperes. Tardaré.

Sin esperar su respuesta, abandono el apt. Por noveno día consecutivo, el elevador está roto, trabado entre dos pisos… La puerta: abierta como la garganta de un monstruo. Veintidós pisos, escalera abajo. Mi corazón parece a punto del colapso. Un asco cuando los años corren así y te dejan atrás, cada vez más viejo y pobre. En el piso doce comienzo a pensar en las preciosas chicas rococó. En sus tatuajes. En sus rostros. Las boucher, siempre tan high. Las fragonard, siempre tan burlonas, que te señalan con un dedo cuando derribas sin querer una copa de ajenjo. Las odio. Una erección amenaza con reducir mi corazón a pulpa. Hijas de puta. Que nunca han conocido el riesgo de andar sin tatuajes, porque de seguro sus caras fueron esculpidas in útero por los mejores artistas de esta y las próximas ocho realidades alternativas. Hijas de puta. Que nunca han pasado una mala noche en las factorías como mi Picasso Jr. O frente a un horno que no tiene comida, como mi pobre mujer. O recogiendo los cristales de una copa rota, como yo. Hermosas hijas de puta de cueros maravillosos. Cueros que han de valer más que la vida de toda mi familia. Afuera, la noche es un charco de vómito, distribuido como aceite sobre canvas. Las estrellas son apenas unos puntos que se confunden con los satélites artificiales y los bots que pululan sobre la ciudad.

Debajo de los cuchillos se encontraba el cuero de una parmigianino. Gritaba, por supuesto. Como todas las madonnas hacen. Su cuello —desproporcionadamente largo— temblaba. Dos hombres observaban en silencio, mientras el curtidor comenzaba a cortar la piel. Todos llevaban máscaras. Escondían el rostro de las miradas curiosas y una potencial traición. Aullidos. A sangre fría. La mujer, al cabo de unos minutos, pareció darse por vencida. Dejó de luchar. Se desmayó.

—Rápido—dijo alguien. Bajo las luces opacas del sótano era muy difícil trabajar con precisión. Imposible, además, hacerlo con rapidez.

—No jodas—respondió el curtidor. — El trabajo se hace bien, o no se hace.

—Sigue comiendo mierda y te darán plomo…

El curtidor retiró el cuero con todo el cuidado que pudo permitirse. Sin lastimar la piel ni perforar los tatuajes. No por gusto tenía la fama de ser un verdadero maestro en el arte de manejar los cuchillos.

—Ya está. Ahora, ¿cuánto?—preguntó el curtidor. —¿Cuántos créditos?

—Nosotros trajimos la carga, hombre…—se quejó uno de los sujetos.

—… pero yo hice el trabajo sucio—lo interrumpió el de los cuchillos. — Y no soporto que me roben.

La amenaza resultó efectiva. Nadie iba a exponerse a picar en un duelo al mejor curtidor del barrio. El dinero pasó a sus manos en silencio.  Contó los créditos: eran en realidad una miseria. Pero significaban algo. Para él y para su familia. No dio las gracias. Evitó el regateo. Evitó contemplar a la parmigianino sin cuero, la chica sin rostro, ensangrentada. Faltaban pocas horas para el nacimiento del sol. El curtidor caminó por las calles abandonadas. La factoría —en cuyos sótanos se desprendía el cuero—  se convirtió en apenas un manchón color hierro en la distancia. Al fin divisó el edificio. Hogar, dulce hogar. El elevador continuaba roto. Veintidós pisos arriba. Tocó a la puerta. Los tres golpes acordados. La mujer de los girasoles abrió con una sonrisa.

—Tardaste—fue toda su queja.

—La chica fue difícil, Mamaíta. Su cuero estaba duro. Una parmigianino ella.

—¿Los créditos…?—aquella era la única pregunta que importaba. Picasso Jr. extendió la miseria ganada en la factoría. Mamaíta contestó: —Algo es algo. Alcanza para pagarte los tatuajes. ¿Ya pensaste en el diseño?

Picasso Jr. afirmó en silencio. Mamaíta parecía feliz.

—Con lo que quede, cómprale un holo a Yanigauguin. Y unas medias para Papaíto. Las que tiene están llenas de agujeros. Pobre viejo. Detesto engañarlo así… el cuento del aumento de sueldo en la factoría no es demasiado lógico. Algún día se dará cuenta…no es idiota.

Los girasoles de Mamaíta parecían brillar. Sonreía.

—Ay, hijo, no te preocupes. Al fin y al cabo, alguien en esta casa tiene que hacer el trabajo sucio para mantener a la familia. Si él no puede… —el resto de la oración fue solo silencio: —Ahora escucha: en el piso trece se acaba de mudar una simbolista. Está sola. Parece que la expulsaron de su casta. Quizás sea una rebelde. Nadie extraña a las rebeldes. ¿Cuántos crees que cueste su cuero?

—Nada del otro mundo—respondió Picasso Jr. —Pero algo es algo, ¿no?

Yanigauguin, con los ojos todavía marcados por el sueño, se levantó de la estera, se acercó a su hermano mayor y tomó los cuchillos del curtidor, todavía sucios de sangre y pellejo, para limpiarlos en silencio.

—Voy a calentar un poco de café para tu padre—dice Mamaíta. —El pobre hombre, ¡trabaja tanto y por tan poco!

En un rincón del cuarto, bajo el reguero de las fichas de mahjong y los holos descompuestos, Yanigauguin ocultó los cuchillos. El sol comenzaba a salir. La luz infame de la linterna roja ya era innecesaria. Mamaíta la apagó con un soplido.