Lo que no debe olvidar (otra vez) la izquierda latinoamericana

Harold Bertot Triana
7/7/2017

Resulta doloroso constatar cómo la izquierda tarda mucho tiempo en sacar lecciones de su lucha, de sus derrotas y victorias, y da la sensación de caer en marasmos intelectuales y políticos, como si entrara en una crisis de fe. Ello es lo que parece acontecer hoy día frente a la arremetida violenta de la derecha en el continente, en la que incluso comprometidos intelectuales de izquierda, evidentemente arrastrados por toda la madeja informativa de los grandes medios de comunicación, califican la situación de Venezuela como “guerra civil”, en la que no solo desconocen el verdadero alcance de este concepto —definido en instrumentos jurídicos internacionales—, sino que ayudan a reproducir una matriz de opinión que puede justificar el “derecho de intervención humanitaria” mediante la fuerza armada por el Consejo de Seguridad. Sin embargo, quisiera hacer un alto en el medio de esa gran tormenta informativa sobre los problemas inmediatos de la izquierda en el continente americano, sobre todo en Venezuela, para compartir algunas reflexiones más generales sobre la izquierda en esta región del mundo.


“Superada la etapa de la lucha armada, se abrió una nueva época histórica para las luchas de izquierda”

Es muy cierto que se torna una tarea enorme, y en extremo difícil, pero la historia ha demostrado que es casi imposible pretender construir y pervivir como una alternativa al capitalismo en América Latina, sin destruir el gran capital y el monopolio que ejercen los medios de comunicación. Yo sé que podría resultar muy tremendista esta afirmación, pero creo que la realidad política de varias décadas en esta región la hace incuestionable. Hace algunos años los procesos de izquierda del continente se propusieron construir un modelo social de participación popular y de redistribución de las riquezas en medio de esos grandes monstruos depredadores. De hecho, superada ya la etapa de la lucha armada, se abrió una nueva época histórica para las luchas de izquierda, que llevó al poder en Venezuela, Bolivia y Ecuador a gobiernos progresistas mediante las reglas de juego democráticas impuestas por la coyuntura político-histórica del continente, sobre todo desde la década del 90.

Sin embargo, la pervivencia de estos grandes centros económicos y de comunicación en el seno de estos procesos, supone enormes costos para los gobiernos del continente, cuando se han visto además en el vórtice de una centenaria estrategia del imperialismo norteamericano por acabar con la unidad latinoamericana y  volver la realidad de estos países a una dependencia estructural de sus poderes económicos. En este escenario, ha acontecido una realidad aparentemente contradictoria: la izquierda del continente mejoró la vida de mucha gente —algunos identifican ese sector como “clase media”, un concepto bastante complejo y difícil de delimitar en ocasiones en nuestra región—, pero han sido muchos los factores psicológicos, ideológicos y culturales que han rodeado a esos segmentos en sus nuevas aspiraciones de vida y de futuro. La izquierda supuso expectativas enormes, abrió las fronteras para soñar y creer en la posibilidad de mejorarlo todo y encarar definitivamente las ambiciones personales que antes estaban sumidas en la pobreza. La posibilidad de exigir mucho más, y de “pensar en grande”, se vuelve consustancial a la cotidianeidad del ciudadano. Probablemente son sectores que exigen hoy lo que no exigieron en ningún otro momento y hoy, convertidos en sujetos activos de su entorno, se plantean en posición de impulsarlo todo.

Sin embargo, que esos segmentos salidos de la pobreza piensen ya como una “clase media” pujante, que busca el idilio que le ha vendido la prensa capitalista de que pueden llegar también a ser “ricos”, coloca el problema de las revoluciones, y de las transformaciones sociales, en el ámbito cultural e ideológico. El alcance de un mayor nivel de vida no siempre viene acompañado de una superación cultural e ideológica de los patrones vendidos por el capitalismo. Por mucho que se insista en cuestiones materiales, las grandes transformaciones se identifican, en lo esencial, por el cambio cultural que conllevan. ¿De qué otro modo explicar la capacidad de los medios de comunicación para entronizar conceptos e inducir filiaciones políticas que parecen hacer de las personas verdaderos autómatas? El “comunismo”, el “socialismo”, pasan todavía la amargura de su incomprensión y de sus nobles propósitos, para identificarse irracionalmente con la miseria, con las penumbras. Todo ello puede explicar cómo un obrero o un humilde campesino, se convierta en un enemigo abierto de procesos de izquierda.  

Por ello es bueno hacer hincapié en esta idea, porque cuando no se ha logrado una superación ideológico-cultural del pasado, la política seguirá siendo un conteo de quien da más o de quien promete más. Con razón algunos estudiosos han destacado que la lucha del poder real en estos tiempos modernos desplaza mucho de la realidad a terrenos simbólicos y se dirige a sectores muy diversos, con disímiles grados de formación cultural, con expectativas diversas. La enorme desigualdad social en Latinoamérica muestra muchas urgencias para el individuo de a pie, demasiadas tribulaciones para los sectores más desfavorecidos, heredadas de épocas pasadas que se convierten en un campo fértil de inoculación ideológica. El discurso que gana a ese hombre no se dirige a lo que él percibe funciona correctamente: la oposición crece donde hay grietas, donde la gestión no ha sido eficiente, donde las condiciones de vida se deterioran, donde no hay un destino transparente de los fondos públicos, etc.


“Un concepto bastante complejo y difícil de delimitar en ocasiones en nuestra región”

Pero, en ese estado de cosas, ¿cómo puede esa izquierda coexistir y reproducirse en el tiempo junto al gran poder económico que, en medio de un furor descontrolado, apela a patrones “democráticos” y reclama el derecho a existir mediante partidos políticos u otras formas organizativas? ¿Cómo puede controlar a una reacción política que se lo permite todo bajo la cobertura y el apoyo de los centros hegemónicos mundiales de la información? ¿Cómo puede hacerse creíble y consolidarse cuando hoy la “libertad de prensa” —que da la cobertura a decir lo que quiera para los intereses de los poderosos—, o la “libertad de empresa” o “la propiedad privada de los grandes negocios” —desde la cual también se sabotea en ocasiones a estos gobiernos— se elevan a la categoría de “derechos humanos”, se blindan como “intocables” y “sagrados” frente al Estado o el interés colectivo? ¿Cómo puede empujar hacia el futuro un proyecto social emancipador, cuando se constituye en una fuerza diametralmente opuesta a la que ejerce la lógica de funcionamiento del gran capital en esos países? ¿Cómo puede la izquierda consolidar una hegemonía político-ideológica?

Es muy difícil establecer un orden de prioridades políticas que debe atender la izquierda, pero tal vez una muy importante sea que el liderazgo de izquierda no debe perder nunca el contacto permanente con las bases. La dolorosa experiencia de la inercia de algunos sectores populares en el “impeachment” contra Dilma Roussef es una buena lección de ello. La izquierda no puede nunca perder de vista que lo que se gana desde las bases, desde las bases tiene que revolucionarse permanentemente.

En la mayoría de los procesos de izquierda en Latinoamérica la hegemonía cultural-ideológica se pretende lograr desde el poder y ello tiene sus costos, porque la hegemonía que se logra en las bases para llegar al poder no alcanza a todos, ni se acompaña por entero de hombres convencidos, los que no poco suelen optar entre un proyecto y otro en términos puramente aritméticos. Revolucionar culturalmente desde el poder, junto a la existencia de grandes monopolios ideológicos de la información y de la cultura, demanda desde los primeros días formas de hacer políticas que no pierdan la perspectiva de que en lo inmediato la política se gana en las elecciones. En tal sentido, es imprescindible que la izquierda pierda esa obsesión por centrar todas las fuerzas en hacer política solamente con la apelación al pasado, cuando no se ha profundizado una revolución cultural: generalmente la gestión económica y social que siente el día a día la gente en la base es lo que decide todo. No se ha logrado comprender del todo que hay una política en la gestión pública que muchas veces diferencia a la nacional de la base, y que esta última, insisto, decide muchas veces todo.

Se hace necesario consolidar en los procesos de izquierda la movilización permanente, el marketing político, la forma directa de trasmitir el mensaje. Para nadie es un secreto hoy que la política demanda un conocimiento grande de la utilización de las redes sociales, y más que eso, también, el poder económico para controlarlas. Al hombre de a pie lo gana en lo inmediato un slogan simple, una idea que haga sinergia con lo quiere escuchar, con lo que reflote sus anhelos y aspiraciones. Para la subjetividad humana, cuando se juega en terrenos de desesperación, lo simbólico, la manera de decir, la manera de conectarte con un ambiente de cambio, tiende a apelar en muchos casos a lo más sencillo, a lo que conecta de un modo directo y sin demasiada complejidad. La derecha del continente, en contubernio con la derecha internacional, ha entendido muy bien esta realidad.


“Lo que se gana desde las bases, desde las bases tiene que revolucionarse permanentemente”

A mi juicio, la izquierda debe rescatar con gran activismo aquellos encuentros regionales que, con mayor o menor intensidad, se sucedieron durante las décadas de los 70, 80, 90 y principios del siglo XXI, de la que Cuba promovió y fue sede en muchas ocasiones. Encuentros en los que no solo se destierre el formalismo y las poses pequeño-burguesas, sino que se tracen estrategias regionales en lo político y lo comunicacional, se visualicen líderes —como en su momento lo fue Evo Morales y tantos otros—, se identifiquen intereses y visiones comunes sobre los desafíos regionales, y se divulguen las estrategias imperialistas sobre la región. Se demanda urgentemente articular las fuerzas de izquierda en torno a los movimientos sociales, que se construya y consolide un pensamiento que, en el análisis de los problemas nacionales, no pierda la perspectiva regional de lucha, y que entienda que los problemas internos de cada país son una combinación que conecta su situación con el resto.

En alguna ocasión me he detenido en señalar que si bien la historia latinoamericana ha demostrado que la cuestión del líder político resulta de extraordinaria importancia —tal vez de más importancia que en otras partes del mundo—, hay que construir modelos sólidos que trasciendan al hombre, que superen efectivamente la ausencia de algunos líderes. La temprana desaparición física de Hugo Chávez, y el acertado relevo en Ecuador, ponen en diferentes perspectivas la necesidad de entender que los procesos sociales transformadores no pueden tener como término de caducidad la vida política o física de un hombre.

Por ello, muy pocas posibilidades de continuidad y éxito tendrán, si confían la tendencia de los procesos de emancipación en la inmortalidad física de determinados seres extraordinarios. El capitalismo ha sabido prescindir en largos períodos de los líderes virtuosos y geniales, precisamente porque estas figuras devinieron secundarias en un esquema de dominación, cuyos factores esenciales están apuntalados por una institucionalidad fuerte y consolidada. En este contexto, la izquierda encuentra un émulo en la victoria provisional de la hegemonía ideológico-política del capitalismo: más allá de la necesidad de un líder está la necesidad del propio proyecto capitalista, y la posibilidad de su continuidad y supervivencia.

La izquierda, de este modo, tiene muchas urgencias de replantearse métodos de lucha y de hacer política, y de un examen muy profundo hacia lo interno de las organizaciones políticas y su ejercicio del poder. Se requiere la visión estratégica de la organización, de las estructuras jerarquizadas, de la estrategia revolucionaria, la unificación de las concepciones de lucha, y no caer en el dañino camino del espontaneísmo en la lucha. Partidos fuertes y bien organizados deben ser congruentes con una política de cuadros correcta. Deben ganar primero en la hegemonía política e ideológica, que debe realizarse en una interrelación dialéctica con el desmantelamiento de las estructuras y los condicionamientos que sirven de plataforma para la reproducción de los patrones capitalistas. No la imposición de consenso, sino la construcción de consenso a partir de una plataforma estructural, en lo político e ideológico, que potencia y sirve de condicionamiento para afirmar y extender ideas, valores, paradigmas, los que no podrán ser indiferentes a una vida pública que subvierta todo patrón conductual o político de hacer en los modelos de dominación capitalista.