Lo que duran las horas

Ariel Urquiza
27/1/2017

 











Ahí está otra vez caminándome el techo de la pieza. Camina sobre mi cansancio, como si me pisara el sueño hasta estropeado. Las cuatro de la mañana. Para Rofo las horas no cuentan. Él no duerme nunca y yo cada vez menos. Hasta hace poco, cuando me desvelaba, subía a hablar con él. Lo encontraba seguramente en un rincón, vigilando con miedo la puerta. Matábamos las horas charlando de esto y de lo otro. Pero ahora ya no, me asustan las cosas que dice. Además, es jodido verlo así, carne y hueso y con el cerebro quemado.

Cuando vino a pedirme un lugar para esconderse, ni lo dudé. Cómo le iba a decir que no a Rofo. Qué me costaba acomodarlo en la pieza de la terraza. Años sin verlo. Si habremos pateado juntos las calles de Quilmes. Las tardes de pesca, las noches de barajas y billar. Cómo le iba a decir que no, pensaba hace un mes, cuando me golpeó la puerta a medianoche. Qué digo un mes, van a ser dos ya. Cuando lo vio, Clara me salió con que era peligroso, que los tipos que lo buscan podían enterarse que está en casa y venir y matarnos a todos. Yo le dije que nadie sabía que estaba acá, que no había forma de que se enteraran. Se lo dije para tranquilizarla, pero yo también estaba preocupado. Ahora ya no, ahora ya sé que no van a venir.

El problema es que uno se niega a creer que el tiempo no pasa porque sí. Que las personas cambian. Aunque a decir verdad, el Rofo no cambió: lo cambiaron. No sé cómo hicieron. O sí sé, él me contó. Pero no puedo entender cómo funcionan esas cosas, esos maltratos que además del cuerpo estropean la cabeza. Parece mentira, pero hay gente que piensa en todo, hasta en eso.

La noche que llegó a casa estaba blanco del miedo que tenía. Yo me acordaba de la mole de piedra que era antes, esa máquina de voltear muñecos. Pero ahí estaba, encorvado, y con los músculos consumidos, pidiéndome que lo escondiera.

Ahora lo tengo ahí arriba y no para de caminar, día y noche. Arrastra los pies por el suelo igual que arrastra el alma por la vida. Tengo la cabeza que me está por estallar, y ni qué hablar de Clara. Raro que esta noche todavía no se quejó. No dice nada, pero yo sé que está despierta, le conozco la respiración cuando duerme. Está despierta y seguro que pensando en las cosas que me va a decir mañana. Como si no tuviera yo suficiente con Rofo.

Porque además de que no duerme, tiene problemas de incontinencia. Debe ser de las palizas que le dieron cuando lo tuvieron encerrado. Le han roto las tripas. Tiene el baño al lado de la pieza, es cuestión de dar unos pasos, pero no hay caso, no llega. El otro día se meó en el colchón, en las frazadas, un asco. Y lo más lindo es que usa la cama solo para recostarse, porque si al menos durmiera… Otra vez fue peor. Se cagó en el piso, y no tuvo mejor idea que querer limpiar el enchastre con las sábanas. Si no digo que está loco. Después soy yo el que tiene que limpiar todo, porque él no puede ni enderezarse bien para caminar y a Clara prefiero no decirle nada porque se me arma. Igual después me jode con que le dejo el trapo de piso a la miseria, que llega a la casa el olor de la terraza, que un día Rofo va a reventar y entonces qué vamos a hacer, y así está.

Rofo no me quiso decir la que se mandó para meterse en semejante quilombo. Yo había oído que andaba en cosas raras, que había tenido un par de entradas no sé si a Olmos o a Marcos Paz, y que ahora trabajaba para un capo de la droga. Igual, algunas cosas me fue contando. Parece ser que el que era su jefe, uno al que le dicen el Murciélago, lo hizo encerrar y ahí le dieron de lo lindo. Fierrazos en las costillas, patadas en las bolas, bolsas de nailon en la cabeza a mitad de la noche. La única agua que podía tomar era la de un inodoro, y siempre se la meaban antes. Lo tuvieron así varias semanas, hasta que un día lo descuidaron y se escapó. Pero Rofo está convencido de que tarde o temprano lo van a encontrar. Será por eso que desde que llegó no asomó la cara a la calle ni una sola vez. Qué digo a la calle, ni siquiera baja a la casa. Ni para tomar un poco de fresco afuera de la pieza, con ese aire viciado. Por un lado, mejor, porque cuando llegó yo tenía miedo de que anduviera todo el día en el taller y se metiera en problemas con los clientes. “Este no va a poder con su genio”, me decía Clara, que algo lo conoce. Pero no, ese es el único problema que no nos trajo.

Ahora está todo el día con los ojos grandes, como un búho. Cuando me dijo que no podía dormir, yo pensé que era una manera de decir. Yo creía que nadie puede estarse sin dormir mucho tiempo, pero ahora me convencí de que se puede. Después de escucharlo caminar noches enteras tuve que creerle. Si siquiera no arrastrara los pies…

A la semana que llegó Rofo, Clara se levantó una noche y me dijo: “O lo hacés callar o llamo a la policía”. ¡Lo que me costó convencerla! ¿Cómo le íbamos a explicar a la cana qué hacía en casa un tipo con semejante prontuario?

Rofo no puede retener la orina ni tampoco lo que se le dice. Porque cada vez que subo le explico que por mí puede estarse despierto todo el tiempo que quiera, pero al menos de noche que se esté quieto, que no nos deja dormir. Pero ahí nomás me doy cuenta de que no escucha. Me mira fijo, pero no atiende.

Ahora empezó con ese ruido metálico. No sé cómo lo hace. Capaz que un día se asomó al taller y encontró una bola de rulemán y ahora la hace rebotar en el piso. La oigo bajito, pero es como si la tuviera adentro de la cabeza. Antes, cuando ya no aguantaba más, me levantaba y subía a decirle que se dejara de joder. En esas visitas en mitad de la noche me di cuenta de cómo duerme: duerme despierto, si es que eso se puede llamar dormir. Está hablando y por ahí se le cansa la lengua y se queda quieto. Y enseguida retoma lo que decía, que últimamente son cosas difíciles de seguir. Duerme así, cada tanto un ratito, con los ojos abiertos y la cabeza en alto. Antes de que uno pueda contar hasta diez, se despierta. Ni siquiera cabecea, a lo sumo pega un grito bien corto, como quien se queja de un gancho en el hígado. Después me mira asustado hasta que me reconoce, y entonces se le ilumina un poco la mirada. Un poco nada más, porque hace tiempo que se le metió la noche en los ojos.

Ayer subí a la piecita a dejarle la comida y no podía encontrarlo. Estaba anocheciendo, pero todavía entraba luz. En eso veo una sombra que se despega de la pared, como un fantasma. Era Rofo, que de tan flaco da impresión. Se me acercó, me puso los huesos de una mano en el hombro y me señaló el reloj de la pared. “Atrasa, ¿te diste cuenta?”, me dijo. “Atrasa un poquito más cada día para hacerme más jodida la espera”. Pobre Rofo, ya no sabe ni lo que duran las horas.

Por eso fui a hablar con el Murciélago, porque yo entendía que Rofo no podía seguir así. Ya no es vida la suya y qué decir de mi vida.

En una de sus charlas, Rofo me mencionó al Chivo Iturralde. Yo lo conozco al Chivo, vive no muy lejos de acá. Alguna vez me trajo la camioneta para que le cambiara la correa. Así que me acerqué a visitarlo y él me puso al tanto. O mejor dicho, le tiré de la lengua, cosa que no es muy difícil. Entonces me fui hasta Lanús Oeste, a la cueva donde me dijo que estaba instalada la mafia esa. Me costó decidirme, tuve que hacerme a la idea, pero en las noches que Rofo no me deja dormir hay tiempo para pensar en muchas cosas. Pregunté por el jefe, por el Murciélago. Les dije que sabía dónde estaba el Rofo Atencio. Me registraron mejor que si fueran policías y me hicieron esperarlo en una habitación oscura. Oscura como un pozo de noche. Me explicaron que el jefe, que es ciego, recibía a la gente así. Yo ya sabía, me había dicho Iturralde que lo hacía para no sentirse menos. No me gustaba estar ahí. Mientras esperaba me puse a pensar que nadie sabía que yo estaba en esa cueva. Clara me podía buscar tranquila que nunca me iba a encontrar. Ya me había arrepentido de haber ido hasta ahí cuando en eso entró el Murciélago. Apenas si vi una sombra cuando se abrió la puerta. Después se cerró y ya no pude ver nada más. Enseguida me pidió que fuera al grano. Le conté entonces cómo llegó el Rofo a casa, que no dormía, que se hacía pis encima. El Murciélago me escuchó en silencio. Como él no decía nada, yo insistí. Le expliqué que ya no podía más, que el Rofo se había vuelto loco y me estaba volviendo loco a mí. El Murciélago seguía sin decir nada. Por un momento pensé que se había ido y me había dejado hablando solo, porque no hacía ningún ruido. Hasta que lo escuché carraspear. Pero todavía se tomó un rato antes de decir algo. Entonces habló. Me dijo que si era como yo decía, a él ya no le interesaba llevárselo. Me dijo que lo disculpara, que estaba ocupado, y me abrió la puerta. Al salir, desde el pasillo le volví a pedir que se lo lleve, casi que le supliqué. Él no salió de la oscuridad de la pieza, pero tengo la idea de haber visto unos anteojos negros y más abajo una sonrisa. Antes de cerrar la puerta, me repitió que no había nada que él pudiera hacer, que es imposible matar a un muerto.

Ya está arrastrando los pies de vuelta, y Clara se mandó uno de esos suspiros.

Está amaneciendo.

 

Tomado de Ni una sola voz en el cielo. Premio Casa de las Américas 2016. (Cuento). Fondo Editorial Casa de las Américas 2016, La Habana, Cuba.

 

FICHA
Ariel Urquiza: Periodista, traductor y narrador argentino. En 2012 obtuvo mención de honor en el VI Concurso de Relatos Bioy Casares. Ese mismo año fue finalista del VI Concurso Internacional de Cuentos Manuel Mujica Láinez con el texto “Angaspalaube”. En 2013 su novela Ya pueden encender las luces fue finalista del II Concurso de Narrativa Eugenio Cambaceres, organizado por la Biblioteca Nacional de la República Argentina.