Las cien botellas de Ena Lucía Portela

Laidi Fernández de Juan
23/6/2016

Con un estribillo desconocido entre nosotros (“hay cien botellas en una pared, si se cae una, quedan noventa y nueve, si se caen dos, quedan noventa y ocho, y así…hasta llegar a cero”) Ena Lucía tituló esta extraordinaria novela, que en el año 2002 obtuvo el Premio Jaén, se publicó en Cuba al año siguiente, y vio la luz otra vez en el pasado 2015, por Ediciones UNIÓN. Mucho sobresale en este libro: tanto, que resulta difícil escoger cuál aspecto es más admirable. Creo que para resumir hablaré del juego que esta autora nuestra establece con el lector desde la primera página hasta la 283, cuando el 9 de julio de 2001 decidió terminarla.

La jugarreta (deliciosa y muy humorística, debo añadir) consiste en varios pasos: el lenguaje, el sexo, las apariencias y el tiempo. Del primero, cabe destacar la mezcla entre expresiones puramente vulgares, callejeras y hasta soeces, con el refinamiento de citas clásicas que Ena Lucía traduce en un gesto de amabilidad hacia nosotros, ignorantes que no estudiamos en la Facultad de Artes y Letras de la UH, sitio descrito por la protagonista (Zeta) de la siguiente manera: “una Facultad muy artística y letrada, sí, pero repleta de mujeres. El espanto. Alrededor de veinte mujeres por cada hombre. Y este hombre, para colmo, solía ser un maricón de carroza. Nada que hacer. Allí no hubiera pescado marido ni el mismísimo rey pescador” (p.113).

Aunque pueda resultar perturbadora la mixtura (vaya palabreja, diría Zeta, en quien me detendré más adelante), el resultado es, como ya expresé, delicioso. Baste señalar expresiones como blablablá, runrún, terepe, pelandruja, afocante, despetroncan, loquibambio, rebambaramba, salpafuera, patatús, paso e conga y sin tumbadora, a patada por el culo y a buchito de agua, y de pronto, salpicaduras exquisitas como oculoshabent et non vident, homo homini lupus, dura lex, sed lex.

De la misma manera, en medio del solar conocido como “La Esquina del Martillo Alegre”, muy cerca de otra ciudadela, “Los Muchos”, entre animalejos de diversa estirpe, vive un megaterio. Vaya, qué cosa más tremenda. No es un perro enorme y rugiente, sino un dinosaurio o al menos, un bicho ya extinguido.

En materia de gustos sexuales, es generosa la novela. Sin ser erótica (no es esa la intención, ni de lejos, del cuento que nos hace Zeta) es muy “sexuada”, teniendo en cuenta que es este aspecto lo que mueve al mundo de Cien botellas... La protagonista soporta incontables crueldades, incluidas palizas espantosas, en aras de mantener sus vínculos carnales con el abominable Moisés (“el tipo que más me ha gustado en la vida, el mejor amante, el filósofo, el salvaje, el misterioso, el diabólico, el más loco entre los locos”, p.125), mientras que su mejor amiga, llamada Linda Roth, lesbiana militante, participa en orgías de todo tipo con drogas, alcohol y tabaco incluidos, de manera que se describen conquistas amorosas, traiciones, sexo duro en vivo, en directo, con sordidez y sin ella.

Las apariencias, en tanto engañosas, son mostradas según la conveniencia de los 12 capítulos de la novela. Zeta se las da de niña buena, de pobre víctima (que sí, lo es, todo el mundo parece dispuesto a maltratarla, pero a la vez ella se mofa de toda la fauna que la acompaña ―exceptuando a dos hombres por quienes siente absoluto respeto: El padre Ignacio y el Doctor Frumento―, y hace lo que su real gana dicta) nos dice: “yo, que nunca me burlo de nadie” (p. 125).

Su mejor amiga, o mejor dicho, su primera mejor amiga, Yadelis, es sustituida por quien intenta salvarla: Linda Roth, ya mencionada, escritora reconocida mundialmente (¿Ena Lucía Portela?), que a su vez establece un tórrido romance con una muchacha tímida, de largo pelo negro (¿Ena Lucía Portela?). Linda escribe una novela llamada Cien botellas en la pared, y se mueve entre Nueva York, París, casuchas tenebrosas de Centro Habana y un penthouse de El Vedado. Lo más atractivo de esta narradora (de Linda, no de Ena) es su feminismo rabioso: “partidaria del boxeo femenino, ella deplora la indigencia mental de ciertos funcionarios obtusos y mequetrefes que se obstinan en prohibirlo porque la mujer es una flor, o sea, por puro machismo. Flor ni flor. Qué abominación” (p. 30). Eso, y los empujes que constantemente lleva a cabo en aras de que Zeta se encamine hacia el arte. De hecho, pretende que Zeta escriba su biografía (la de Linda) cuando alcance el Premio Nobel de Literatura (Linda, claro).

El jugueteo con el tiempo de Cien botellas… es, dicho pronto y mal, único. Ena Lucía desliza las noticias de fechas y de vitales acontecimientos como si no tuviera importancia conocer la época, el año, cómo fue que pasó esto, lo otro y lo de más allá. Casi que con lupa logramos establecer los límites temporales de la Cuba (porque en cuanto a ubicación geográfica no queda otra posibilidad) que ella describe: entre 1987 y el 2000, dejando al pasar que durante “la crisis de los noventa, los diez años que estremecieron a la ciudad […] demasiados tipos estaban pasando un hambre de tres pares de cojones” (p. 176).

Pero, repito, es con mucha sutileza que deja claro el dato de los años, dentro de una cascada de sucesos. Asimismo, resulta que de pronto nos enteramos de que Zeta está embarazada. O mejor dicho, de que lo estuvo y abortó. Y nos hace este cuento cuando nuevamente espera un niño. Increíble, pero cierto: estamos ante una autora con suficiente habilidad como para engañar al más pinto de la paloma.

Otra cosa sería hablar del humor en esta novela. ¿Humor?, preguntarán los más cautos, ¿humor en medio de vidas al margen de todo, de drogas, de violencia, de niñas abandonadas y de sabrá Dios cuántas desgracias más? Pues sí, humor y de varios tipos; quizá con mayor énfasis en el negro, pero humor al fin. Hay un pasaje particularmente grotesco donde se confirma esto que he dicho del humor macabro: “[…] el asesino psicópata que amarró a la víctima a una silla, la amordazó y se entretuvo un buen rato en bailotear a su alrededor mientras cantaba los marcianos llegaron ya…y llegaron bailando ricachá” (p. 175).

Mucho más podría comentarse de Cien botellas en una pared (nosotros diríamos el equivalente de “Cien elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña”…etc.), pero el espacio de esta columna no lo permite. Puedo estar equivocada al afirmar que estamos ante una novela espléndida, trascendental; pero en todo caso, Errare humanum est.

1