La subversión del símbolo en Escuelita de los horrores

Eldys Baratute
10/3/2017

A lo largo de los años el hombre ha tratado de construir símbolos que le son imprescindibles para la vida, en algunos casos estos símbolos se convierten en paradigmas que ayudan a definir qué es lo moral y qué no, por lo tanto, le autorizan a tener ciertas conductas en el medio donde viven. Fuera del hogar, el maestro es el paradigma más fuerte que se ha construido, el símbolo de lo perfecto, la máxima expresión de lo cívico, lo intachable. El maestro es el responsable de instruir y de educar, de darle al otro las herramientas para ser un hombre de bien.

Junto a él, la escuela es el lugar sagrado donde esos perfectos hombres se reúnen para ayudar a que otros se formen y salgan a construir la sociedad. Por siglos el maestro y la escuela se han convertido en un símbolo indestructible de lo positivo. No importa que el mundo conozca ejemplos merecedores de la más cruel condena en la que ambos son protagonistas. Ha sido mucho más el bien causado que las manchas, habida cuenta, además, de la importancia de un ser instruido y educado en el camino a la necesaria humanización.

 

En un país como el nuestro, en el que la enseñanza fue uno de los programas prioritarios después del año 1959, al punto de iniciar una campaña que eliminó el analfabetismo, se elevó al maestro a un plano humanitario superior, casi celestial, y como Dios, se convirtió en motivo de adoración y respeto.

Es por eso que para muchos resultó contraproducente la aparición, en el año 1999, por Ediciones UNION, de un libro como Escuelita de los horrores, de Enrique Pérez Díaz, un autor que a lo largo de su carrera se ha caracterizado por ser iconoclasta, desmitificador, irreverente, y a partir de aquí pudiera enumerar otros mil adjetivos que signifiquen, en definitiva, ir en contra de lo ya establecido. No es para asombrarse que sus brujas no sean las típicas brujas, vestidas de negro, con un diente en medio de la boca, un sombrero de pico y una escoba; sus hadas no tengan nada que ver con las damas angelicales que visten de rosado y usan varitas mágicas; sus abuelas no sean viejecitas que se mecen en balances y hacen dulces, y sus maestros no suelan ser los típicos maestros.

O quizás estemos todos equivocados y Enrique nos quiere decir que hemos querido construir nuestras brujas, nuestras hadas, nuestras abuelas y nuestros maestros como símbolos perpetuos y no como seres fantásticos o humanos con actitudes determinadas más por el medio social o ficticio en que vivieron que por patrones de conducta preestablecidos.

En cada uno de los casos, el símbolo adquiere otra connotación y eso que llamamos representación perceptible de una idea, con rasgos asociados por una convención socialmente aceptada, y que respetan las leyes de la semiótica, no funciona. En los libros de Pérez Díaz los símbolos se resemantizan y adquieren lecturas otras, que invitan al lector a alfabetizarse en el descubrimiento de actitudes para nada predecibles o conservadoras.

De ahí que su novela, merecedora del premio Ismaelillo de la UNEAC, en el año 1998, se convirtiera en una denuncia al antimaestro y la antiescuela que, de más está decir, existen en cualquier lugar del mundo. Ya desde la misma dedicatoria el autor nos avisa que este no es el típico libro de loas al sistema educacional. Imagino que mientras escribía “(…) A todas mis maestras, sobre todo aquellas que me dieron cocotazos, pellizcos, cintazos y que, obligándome a repetir sin razonar, sembraron en mí la maravillosa rebeldía que enseña a pensar…” (…) pensaba en lo diabólicas que pueden devenir algunas maestras que, reglas en mano, apelan a métodos poco convencionales para que algún Enriquito poco aplicado, aprenda la lección. Y digo Enriquito porque es el nombre del protagonista, “casualmente” el del autor, lo que me invita a pensar en una especie de alter ego; pero también pudiera llamarse Juancito, Miguel, Jaime, o cualquier otro nombre típico de nuestro país o de otros, si no no se justificaría que en más de ocasión Bethania le cambiase el nombre por el de Transverto, Remberto, Rigoletto o Rigoberto, haciendo alusión a un protagonista que es uno y la vez muchos: el niño, cualquier niño.

Un adolescente de 11 años protagoniza y cuenta la historia. Conocedor de la veracidad que adquiere la voz de un narrador personaje cuando de relatos de misterio y emoción se trata, el autor se apodera de este recurso para darle más veracidad a lo escrito.

Según León Surmelian, en el texto First Person, Techniques of Fiction Writing: Measure and Madness, publicado en el año 1969, “La primera persona sugiere más intimidad y facilita la identificación del lector, acercándolo hacia la vida emocional del personaje, a compartir mejor las ansiedades y las alegrías del héroe. La primera persona intensifica la narración y contribuye a su impacto emocional. Un relato en primera persona parece más una experiencia real que ficticia”. Y desde la veracidad que nos brinda esa voz, que incluso se adereza con frases y dicharachos aterrizados en la Cuba contemporánea y que establecen un puente entre los lectores y la escritura, escuchamos pasajes que por momentos adquieren un aire detectivesco, matizado por el humor y la ironía, lo que en una lectura superficial nos pudiese resultar hilarante, pero que de trasfondo tiene dos cauces fundamentales: primero, la crítica a un sistema educacional dogmático, conservador, vertical y antipedagógico; y segundo, al menosprecio a una edad en la que a veces los adultos suponemos no se debiera tener voz y mucho menos voto.

Después de la risa, por las extrañas situaciones que nos brinda la lectura, se nos invita a la reflexión. Inconscientemente nos buscamos en la piel de unos padres que se olvidan del afecto que necesita su hijo por mantener su trabajo fuera del país, de unos abuelos que prefieren disfrutar la independencia de sus últimos años a encargarse de un adolescente raro al que no le gustan los cumpleaños, odia la televisión, llora cuando se muere una cobaya, lee libros de horror y misterio, anda sobre los tejados y detesta la sopa; o en el peor de los casos, vernos en las actitudes de las maestras de la escuela Rocas Altas: Maridalia Lucrecia Borgianotti (evidentemente este personaje hace alusión a Lucrecia Borgia, Duquesa de origen español que secundaba los crímenes de su padre y de su hermano), Mademoiselle Elexni D‘ Etrurix, Doña Lolita Di Bacallao (si tenemos en cuenta que es maestra de música pudiésemos asociarla a alguna protagonista de la música popular cubana), Frau Fire, Donna Machinna, Fraulen Kinderganten, Misstress Rock Casttle, la Teacher Rose y la Prepadaba tieltza Liudmila Ilieva Nikolaevna Petrovna, más parecidas a brujas malvadas que a mujeres encargadas de la formación de infantes.

Este es un leitmotiv en toda la novela: la pérdida del carácter simbólico para transformarse en su antagónico, lo que, como dije antes, obliga al lector a reconstruir el símbolo desde otra perspectiva. Las maestras dejan de ser las clásicas maestras, al menos lo que simbólicamente representan, para convertirse en aprendices de brujas.

Sin embargo, el autor se aleja de los estereotipos y a esas mismas aprendices de brujas les regala un poco de humanidad. En vez de ser las típicas aliadas de la noche como las malvadas tradicionales, estas profesoras eligen el día como escenario de sus maltratos y ante el solo aviso de la caída del sol, se encierran en sus habitaciones. Lo que refuerza aún más la idea de la descaracterización del símbolo: a las maestras las presenta como brujas maquiavélicas y a esas mismas brujas maquiavélicas les confiere, por momentos, humanidad.

Entonces, ¿estamos frente a un autor ingenuo o frente a uno que utiliza sus historias como excusa para reflejar el mundo real, en el cual los hombres y las mujeres tienen de villanos y de mansas ovejitas, y en dependencia de las acciones que prevalezcan será su comportamiento habitual ante la vida, sin menoscabo de que, por momentos, tengan actitudes del lado contrario?

¿Este recurso no permite que los lectores sientan a esos personajes como reales y tengan mayor empatía con ellos?

¿No nos estará diciendo Enrique que Maridalia Lucrecia Borgianotti, Elexni D‘Etrurix, Lolita Di Bacallao y las otras, pudiesen estar impartiendo clases en Cojímar, Alamar, Guantánamo, München o Alaska?

¿Hasta dónde hay de ficción en esta historia, hasta dónde de real?

Disímiles referencias se podrán encontrar en estas páginas; desde la alusión a clásicos de la literatura universal (Julio Verne, Charles Dickens, Emily Brontë, Arthur Conan Doyle), lo que estimula a que el lector curioso salga a buscar estos textos, forma inteligente y sutil de orientar a la lectura; hasta los nombres de los cuatro amigos que encontró en Rocas Altas (Albertus Von Drack, Franki, Lobato, Monstruosi), en este caso no solo el nombre, sino también la apariencia, recordarán a clásicos personajes de la literatura de terror.

De nuevo entonces estamos frente a dos características fundamentales de la obra de Pérez Díaz: el uso de referentes conocidos o al menos que deberían conocerse y la subversión del carácter real del símbolo.

Evidentemente, estos niños se representan como alter egos o descendientes de Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo y de cualquier criatura fantástica que cause espanto, al punto de que en ocasiones el propio narrador los confunde y para referirse a uno de ellos utiliza términos como “el vampirito”, o uno de los personajes se confiesa nieto del “Gran Lobo del Bosque Embrujado”. Sin embargo, con ellos no existen actitudes predecibles y fungen como antagónicos de esos referentes que les dieron vida.

Aunque los tres primeros, y luego el último de ellos, se sienten protagonistas de una llamada Brigada del Terror, encargados de aterrorizar a los niños y las maestras de la escuela, algo digno de orgullo de sus ancestros; las actitudes reales de estos niños son consecuencia, primero, del miedo hacia las maestras, y segundo, de la necesidad de tener un grupo, algo a lo que pertenecer y con que sentirse identificado, (en este sentido, Monstruosi se lleva a la máxima expresión); la necesidad de saber que en el aquel lugar macabro y tenebroso, comparado con Cumbres Borrascosas, hay alguien más que se preocupa por ti, eso demuestra una dosis de marcada humanidad en cada uno de ellos y los aleja de las lecturas preestablecidas que se pudiesen tener sobre sus nombres y su aspecto.

Algo similar ocurre mucho antes, cuando el autor titula el libro. El uso del diminutivo (Escuelita) invita a pensar en una escuela pequeña, o al menos afectuosa, familiar, un espacio hacia el que se tiene cariño y del que cuesta trabajo desprenderse; teorías que se desvanecen cuando la lectura nos demuestra que el recinto es inmenso y que los niños, e incluso las maestras, sienten muy poca afectividad o cercanía por el internado. Lo que demuestra que el autor, desde antes de comenzar la escritura, tenía planificado hacer una novela en dónde los símbolos adquiriesen una connotación distante de la que tenían hasta el momento.

Especial atención merece la mención del presidio de Sing Sing, en este caso se refiere al Sing Sing Correctional Faciliti: nombre que recibe la tercera prisión del estado de Nueva York, en Estados Unidos, construida en 1825, y en la que estuvieron encarcelados prisioneros notables como Ethel y Julius Rosenberg. En este caso hablamos de un referente que se escapa de la literatura, existe, es real, por lo que se refuerza la intención de comparar el internado de Rocas Altas con una verdadera prisión. Apoyando esta idea en otros momentos, el autor reitera la semejanza del internado con una prisión de máxima seguridad.

La historia de los cuatro hermanos Bethania, Bethinia, Bethenia y Rubens, junto al desaparecido Paulo Albero, sirve como telón de fondo para sostener los tópicos habituales en la narrativa de Pérez Díaz: la crítica a una adultez que por momentos se vuelve impositiva, incomprensible e intolerante, y la escenificación de un mundo donde los niños suelen ser víctimas de dichas actitudes.

Hay un monólogo en el que incluso autor y narrador se trastocan y no sabemos cuándo comienza hablando uno y cuándo el otro. Para los conocedores de su obra, es evidente que Enrique entra bajo la piel de Enrique y nos describe no solo a sus lectores potenciales, antes y después de Escuelita, sino a los protagonistas de cada uno de sus libros:

Al escuchar la historia de estos hermanos, se me antojó entonces que ser un niño es algo bastante difícil y verdaderamente complicado en esta vida. Siempre hay alguien que dispone por nosotros; alguien que decide cómo debemos vestirnos, qué comer, adónde ir, de qué manera conducirnos y hasta cómo debemos pensar.

Hay niños que son llevados de un país a otro, incluso en las circunstancias más terribles como sucede cada vez que algunos padres, soñando un mañana mejor, deciden lanzarse a una suicida aventura marinera abandonando su tierra en una simple recámara de camión.

Hay muchos niños en el mundo que viven una vida cruel, injusta, una vida muy mala y penosa en verdad.

Muchos niños que sufren, muchos niños que lloran. Muchos niños mueren de enfermedades de las cuales se podrían haber curado si existiera la medicina apropiada para ello.

Muños niños que no conocen el juego ni los juguetes.

Muchos niños que trabajan como si fueran personas mayores, o peor aún, porque se les explota y no cobran un centavo.

Muchos niños que no conocen un cuento.

Muchos niños que jamás han aprendido una canción.

Muchos niños que crecen sin sus padres.

Muchos niños que no saben ni del calor de una sonrisa, o la magia de un beso, el dulce apretón de manos, la sombra del pelo en los hombros de mamá cuando se inclina a darles las buenas noches.

Muchos niños víctimas de gobiernos injustos. De guerras devastadoras y malvadas, que queman sus ciudades, asesinan a sus familias y hacen de este mundo, el sitio más terrible que pueda existir.

No, no es fácil la vida de los niños…

Con trampas de escritor experimentado el autor deja varios finales abiertos, dándose tal vez la posibilidad, él mismo, de escribir una saga que los lectores agradeceríamos mucho. Primero la extraña desaparición de Mademoiselle Elexni D‘Etrurix y la invitación, además, a reconocerla en cualquiera de nuestras aulas; segundo la escapada, también extraña, del descabellado Roccamundo dil Castello a una isla del Caribe. ¿Será una isla conocida? ¿Pérez Díaz nos invita a estar atentos, a cuidarnos?, ¿de quién? Y tercero, la ausencia del quinto de los hermanos sugiere que ese grupo de amigos tendrán que correr aún otras muchas aventuras.

Estamos frente a un libro que estoy seguro marcó un antes y un después no solo en la obra de su autor, sino en la literatura infanto-juvenil cubana del siglo XX. Un libro que combina humor, misterio, emoción, pero donde, sobre todo, prevalece la defensa a una edad que cada día merece más nuestra admiración y respeto.