La Jiribilla era una fiesta y debería seguir siéndolo

Joel del Río
4/5/2016

Sin duda, el milagro de trabajar disfrutando responde a una necesidad universal. No es lo mismo gastar ideas y energías a la espera del día del cobro, y lo que vas a resolver con tu salario, que el misterio inexplicable que te impulsa a trabajar como un demente, como un iluminado, en esos momentos extraordinarios de creatividad arrancados al tiempo de la cotidianidad y otras erosiones.

Llegué a La Jiribilla por pura casualidad alrededor del año 2001 o 2002, cuando ya llevaba casi una década como periodista de Juventud Rebelde. Alguien me comentó que en la misma redacción del periódico, de noche, los viernes, una tropa de exhaustos noctámbulos elaboraba una revista virtual de perfil cultural. Recién había escrito una crítica para el periódico sobre el filme cubano Miel para Oshún, de Humberto Solás, y alguien me dijo del interés de los “jiribilleros” en que participara en un dossier detallado, ensayístico, abarcador, sobre el autor de Lucía.


Tapiz: Archivo de La Jiribilla
 

Desde ese entonces me cuento entre los colaboradores más fieles (está mal que yo mismo lo diga, pero ya está dicho) a una publicación semanal en la red de redes que ha tenido la virtud de conciliar provisionalmente los contrarios, de unir la ritualidad del periodismo cubano con lo espontáneo del reporterismo contra cierre, amén de concertar la tradición y la licencia, la soledad del escribiente aislado con la cordialidad (incluso efervescencia) imprescindible en los proyectos colectivos.

La revista crecía y crecía, y ensanchaba las fronteras de un periodismo capaz de asumir la responsabilidad de los criterios personales respecto a temas considerados tabú en aquel momento.Alrededor de 2003 o 2004, la redacción se ubicó en una oficina anexa a la Dirección del Instituto Cubano del Libro. Como la revista se nutría de colaboraciones —entre las cuales muy pronto aparecieron las grandes firmas cubanas, y muchísimas foráneas de enorme mérito— se precisaba para el cierre semanal solo de un pequeño grupo entre los cuales había varios periodistas como yo, un informático y un diseñador.

Recuerdo mi entusiasmo casi festivo con los primeros números y los cierres de madrugada aquellos viernes, luego de terminar las tareas en Juventud Rebelde. Llevaba en mi mochila todo preparado para suministrar “alimento” a dos, tres o cuatro secciones, incluidos el dossier —cada vez más complejo y aplastante—, además de los segmentos de plástica, música, y otros. La revista crecía y crecía, y ensanchaba las fronteras de un periodismo capaz de asumir la responsabilidad de los criterios personales respecto a temas considerados tabú en aquel momento, como discutir la obra de algunos creadores opuestos a la Revolución, o la incidencia en diversas manifestaciones artísticas del tema homosexual, por solo mencionar dos que recuerdo con nitidez.

La Jiribilla reivindicaba el periodismo cubano, herido de aburrimiento y triunfalismo.Periodistas, escritores, artistas y pensadores cubanos y extranjeros, descubrieron en La Jiribilla la manera de verificar, mediante la letra, ciertos actos de afirmación, diversas formas de un dinamismo profesional renovado, sin cesar, a la luz de utopías cuyo destino parecía ser la constante autogeneración.

La Jiribilla reivindicaba el periodismo cubano, herido de aburrimiento y triunfalismo, y además, a veces, aportaba un fresco “guirigay” que ponía en solfa prejuicios seculares incrustados en la identidad cubana, cuestionaba jerarquías demasiado inamovibles y demostró una cierta capacidad de transgresión, siempre desde la cultura, el conocimiento y la responsabilidad, que reafirmaba la disconformidad con los límites impuestos tanto al periodismo escrito, como al virtual, radial y televisivo.


Ilustración: Archivo de La Jiribilla
 

Al interior de la redacción, durante casi una década, nos hicimos muy amigos personas que difícilmente hubiéramos cruzado palabra sin la existencia de la revista, sin aquellas madrugadas de vigilia esperando por el cierre y la actualización, al lento paso de nuestras conexiones.

Al interior de la redacción, durante casi una década, nos hicimos muy amigos personas que difícilmente hubiéramos cruzado palabra sin la existencia de la revista.Algunas de las mejores y más simpáticas conversaciones de mi vida las tuve en aquellas madrugadas, regadas de ron maluco, y mejoradas con la música que todos, o casi todos, amábamos. Era lo menos que nos merecíamos después de estar escribiendo y pensando como dementes, discutiendo un título para el dossier, o una ilustración, o el final de un texto, durante horas y horas.

Luego, la sede fue permutada al Vedado, muy cerca del Teatro Amadeo Roldán, y quienes trabajaban en directo con la revista, la virtual y la de papel, ganaron en comodidades y espacio. Tuve que alejarme porque iniciaba una nueva etapa en mi vida profesional, más relacionada con el magisterio y en contacto directo con el mundo audiovisual. Pero como buen cubano, nunca me fui del todo, o más bien, me llevé mi casa a cuestas, como los caracoles, para tener cerca la posibilidad de revivir el sueño, respirar de nuevo el aire y mirar de frente la luz que alguna vez me regocijaron en la íntima dignidad del buen periodismo.