La intensidad dramática de los play off y la exclusión de la Serie del Caribe
6/1/2020
La pasión beisbolera se apoderó nuevamente de nuestro archipiélago, con la fuerza telúrica que le es intrínseca hace 150 años. Ni siquiera la llegada de un frente frío, y la lluvia a él asociada, impidió que cientos de miles de personas se congregaran en 48 horas en el Latinoamericano y el Julio Antonio Mella, de Las Tunas, y que un número superior, en todo el territorio nacional, diera riendas sueltas a las ansias de hablar y polemizar sobre bolas y strikes, incluso en las más inverosímiles circunstancias y escenarios.
La pelota es en verdad parte inseparable de nuestra condición nacional. Ella representa la esencia de una cubanía que nos enorgullece, con independencia de la latitud geográfica en que nos encontremos.[1] Su significado trasciende con creces el ámbito deportivo. Los avatares, logros e insatisfacciones a ella vinculados forman parte de lo más raigal de la cultura cubana. Muchas de sus figuras —desde los iniciadores en la medianía decimonónica, partícipes varios de ellos en las gestas independentistas en la manigua— son estandartes de lo más elevado de la condición insular que nos distingue.
Los play off por la disputa de la corona de la 59 Serie Nacional vuelven a colocar, en la cima, el amor que sentimos los cubanos por esta disciplina. No hablo solamente de aquellos que hemos dedicado parte de nuestras vidas a conocer e indagar sobre ella, y a admirar las novenas e ídolos del presente y de antaño. Esa estadística, por sí sola, tiene en la Mayor de las Antillas proporciones siderales. Me refiero, ahora, sin embargo, a una cifra que se contabiliza en millones; esa que no escapa del influjo mágico que brota sobre la grama y que, por fortuna, renace con cada postemporada.
En Cuba, es otra realidad, la pelota posee la capacidad de reinventarse. Limitaciones y desafíos no le arrebatan el sitial que ocupa dentro de la historia nacional. En el imaginario popular, de igual manera, tiene reservado un lugar de privilegio.
En su condición de espectáculo (aún con todas las asignaturas que continúan pendientes y la urgencia de incorporar diversos saberes a su concepción y puesta en marcha), la Serie Nacional no ha dejado de ser el principal evento sociocultural que acontece cada año en nuestros predios. Sirva como botón de muestra el choque inaugural de la semifinal entre Industriales y Camagüey, en la noche del pasado viernes 3 de enero.
No solo se dieron cita en el Latino casi 60 mil almas, de todas las edades y procedentes de una punta a la otra del país (huelga decir que esa es, exactamente, la composición de la capital, con personas que la habitan nacidas en cualquier punto de nuestro territorio) sino que miles tuvieron que regresar a sus hogares porque el Coloso del Cerro, la instalación cerrada más grande de la nación, resultó “pequeño”. El disputado choque, que finalizó a favor de los agramontinos 9×8, mantuvo en el graderío al público, con independencia de que concluyera en horas de la madrugada.
Una intensidad “dramática” de esa magnitud no tiene parangón en los predios domésticos. Fíjense que no era el séptimo partido de la final, sino apenas la arrancada de la fase inicial de la recta conclusiva en pos del título. Por otro lado, se trató del primer encuentro en horario nocturno de la campaña, debido a la compleja situación económica por la que ha venido atravesando el país en el último año. Nada de ello fue óbice para que una concentración popular de esa envergadura (y otros millones sin separarse de la trasmisión televisiva y radial) se encargara de corroborar, por enésima oportunidad, el hondo calado del béisbol entre nosotros.
El amor por esta modalidad atlética no solo ha resistido la prueba del tiempo sino todo tipo de escollos. En cualquier otra esfera, para que exista una respuesta significativa del público ante una presentación determinada deben conjugarse múltiples factores, el primero de ellos que la propuesta en cuestión sea de máxima calidad en su género. El béisbol en Cuba (las Ligas Profesionales del Caribe decrecen en la asistencia a los estadios en el quinquenio reciente) encontró desde hace décadas, al parecer, la fórmula mágica de no menguar en su capacidad de repletar recintos, de los más variados aforos, con independencia de las afectaciones que padece, por múltiples causas.
Dicho de otra manera, si bien es cierto que ha disminuido la calidad de nuestro principal torneo deportivo (la razón fundamental: la pérdida, en la última década, tanto de jugadores establecidos como de estrellas nacientes y de otros prospectos de las categorías menores, lo que hizo que, de un lado, se “envejeciera” el campeonato y que, del otro, se acelerara la presencia de imberbes. En condiciones “normales”, similares a las de las décadas del 70, 80 y 90, ni unos ni otros tendrían protagonismo en esas contiendas) ello no se traduce en el abandono de la afición. Si a esto le sumamos que desde la victoria en los Juegos Panamericanos de Río de Janeiro, en el 2007, no conseguimos prácticamente ninguna otra diadema significativa en eventos internacionales,[2] ello patentiza todavía con mayor elocuencia la relación intensa entre los aficionados y el pasatiempo nacional, verdaderamente sui géneris en cualquier otra geografía. [3]
Ese reto, que muchos creyeron resultaba infranqueable, se presentó en realidad desde la apertura de las Series Nacionales, el 14 de enero de 1962. Para no pocos entendidos era imposible que la afición concurriera a los parques, desaparecida la Liga Profesional que, con los elencos de Almendares, Habana, Marianao y Cienfuegos hicieron las delicias de todos. La historia les quitó la razón. Desde el primer momento, más allá de las innumerables estructuras y formatos empleados, el público repletó cada plaza y comenzó a tejer, en otro contexto, nexos de apoyo a cada nueva hornada que se lanzó al diamante.
Ese Caribe nuestro…
No es necesario realizar, lo hemos hecho antes, la historia del surgimiento de las Series del Caribe. Tampoco de la victoria del Almendares en la justa primigenia de 1949, (bajo el mando de Fermín Guerra y con el lanzador Agapito Mayor como el Más Valioso) que albergó el entonces Estadio del Cerro, el cual abrió sus puertas poco antes, el 26 de octubre de 1946. No hace falta, tampoco, recrear cada éxito alcanzado por nuestros conjuntos en siete de las primeras 12 ediciones. Bastaría remarcar que Cuba fue la única nación en que todos los conjuntos de su liga lograron imponerse en esos certámenes, incluyendo las sonrisas consecutivas entre 1956 y 1960. Dos de esas sonrisas correspondieron a los Tigres del Marianao, en 1957 y 1958 —con Napoleón Reyes como timonel— elevándose como el elenco exclusivo en hacerlo, de manera seguida, hasta el triunfo de las Águilas Cibaeñas, de República Dominicana, en las citas de 1997 y 1998, y de los Criollos de Caguas, de Puerto Rico, en las justas de 2017 y 2018. El mentor boricua Luis Matos, por cierto, igualó al cubano Reyes como los únicos mentores en triunfar en dos series, una a continuación de la otra.Es un hecho también que la salida de Cuba de estos eventos, con la victoria de Cienfuegos en la lid de Panamá en 1960, conducidos por Tony Castaño, decretó el cese del torneo hasta su reinicio en 1970, en Caracas con el éxito de los Navegantes de Magallanes.[4]
Desde entonces, hasta la cita de Isla Margarita en febrero del 2014, en la que participaron los Azucareros de Villa Clara, de la mano de Ramón Moré, la afición caribeña se privó de contar con los peloteros de la Mayor de las Antillas. No olvidemos que fueron los años donde Cuba literalmente arrasaba en cuanto evento amateur incursionó, y en la mayoría de los certámenes que contaron con la inclusión de jugadores profesionales, a partir de que ello se estableció, entre los Juegos Panamericanos de Winnipeg, en 1999, y el I Clásico Mundial, en marzo del 2006.
La Confederación de Béisbol Profesional del Caribe (CBPC) —entidad con lazos estrechos desde todos los ángulos con la Major League Baseball (MLB, por sus siglas en inglés)— propició la asistencia a la justa celebrada en tierras morochas, hace cinco años, haciendo realidad un viejo anhelo de todas las partes involucradas. Hay que destacar que dicha reinserción se produjo en un momento singular de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, cuyo cénit tendría lugar unos meses más tarde, con las intervenciones de los presidentes Raúl Castro y Barack Obama, el miércoles 17 de diciembre del propio año, planteando la voluntad de avanzar en aras del restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países.
No puede desconocerse, en esa misma dirección, que la última incursión cubana en Series del Caribe, antes del retorno, había ocurrido en 1960. Ese evento aconteció apenas meses antes de la ruptura de relaciones, que decretó el republicano Dwight D. Eisenhower, el 3 de enero de 1961. Meses más tarde, ya bajo el mando del presidente demócrata John F. Kennedy, se desplegó la invasión por Playa Girón. Al unísono, el elenco de las cuatro letras, levantaba el máximo trofeo en el Campeonato Mundial de Costa Rica. Memorable el pedido de los peloteros a Fidel de regresar y sumarse al pueblo que luchaba con las armas para derrotar a los mercenarios. No menos la respuesta del líder rebelde, de que su misión era pelear con los bates, guantes y pelotas dentro del césped deportivo. La comitiva cumplió con honor la tarea encomendada.
Me interesa destacar ahora, además, que el regreso de Cuba a una justa en la que asumió un papel prominente para su creación, hay que enmarcarlo en un momento en que estos eventos habían decaído, tanto en calidad como en arraigo, dentro de la fanaticada caribeña. La jugada de llevar a la porfía (siempre en calidad de invitados, no como miembro pleno, a partir de los vínculos de la Confederación Caribeña con los circuitos mayores y las leyes del bloqueo contra Cuba) a elencos del verde caimán persiguió y logró, insuflarle nuevos bríos a dicho evento. Un año después, en San Juan, en el 2015, los Vegueros de Pinar del Río se impusieron sensacionalmente, contribuyendo al éxito de los propósitos trazados por los organizadores con la reincorporación.
El clima de las relaciones actuales entre Cuba y Estados Unidos (en realidad desde la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, el 20 de enero del 2017) está lejos del ambiente de distensión que se logró durante los 25 meses finales de la presidencia de Barack Obama. Si con Obama se pudieron firmar 23 acuerdos, arreglos y memorandos de entendimiento, mutuamente ventajosos en áreas de impacto para los dos países, e incluso hemisférico, con Trump el retroceso integral no deja casi resquicio para el avance.
En el ámbito beisbolero, sin embargo, una noticia llenó de esperanzas a millones de personas. El 18 de diciembre del 2018 se firmó un acuerdo entre la Federación Cubana de Béisbol (FCB) y la MLB, que ordenaba la inserción de nuestros peloteros en la Gran Carpa, sin que ello implicara que debían abandonar a su país y a sus familias. Desde ese momento hubo múltiples encuentros de los federativos cubanos con los jugadores en la Serie Nacional, juveniles y los que estudiaban en las escuelas deportivas, para explicar los pormenores del entendimiento y las posibilidades de cooperación que se presentaban con el mismo. Llegó a estar disponible, tal como estaba previsto, una relación de 34 peloteros menores de 25 años, elegibles para ser evaluados por cada uno de los 30 conjuntos ligamayoristas. El respaldo en todo el mundo fue unánime, de manera especial entre los peloteros cubanos que juegan hoy en Estados Unidos y que se vieron obligados a romper sus vínculos con Cuba para lograr insertarse en aquella pelota, muchas veces a riesgo de sus vidas. [5]
La alegría, sin embargo duró muy poco. A comienzos de abril del 2019, la administración Trump echó por la borda el acuerdo, bajo los pretextos de que la Federación Cubana era un ente del gobierno (contrario al estatus de Organización No Gubernamental que le reconoce el Comité Olímpico Internacional y que se encuentra debidamente acreditado en el registro jurídico correspondiente antillano) y de que las ganancias derivadas del mismo (a partir de la tasa de compensación única que las organizaciones de la MLB debía abonar a la parte cubana ante cada fichaje, la cual oscilaba entre un 15 y 25 por ciento) servían para sostener a la Revolución Bolivariana de Venezuela, que encabeza el presidente Nicolás Maduro.
La medida vino a complacer a los sectores más retrógrados, que se oponen a cualquier acercamiento con Cuba. El senador por Florida, Marcos Rubio, fue quien encabezó, desde su anuncio, la campaña orquestada para impedir que el acuerdo beisbolero se materializara.
Esa penalización formó parte de la escalada de Trump y su equipo contra Cuba, la cual contempló además, entre otras acciones, la aplicación del Título III de la Ley Helms-Burton, restricciones en los envíos de remesas, suspensión de las licencias a los viajes de cruceros, el permiso a las compañías áreas a volar solo a La Habana y la persecución a las navieras que trasladaban petróleo a nuestro país.
El uso del deporte como mecanismo de coerción se extendió a Venezuela, pues la MLB dio a conocer que, como parte de las sanciones impuestas por su país a la República Bolivariana, prohibían a los deportistas estadounidenses, venezolanos y de otras latitudes que poseyeran vínculos con ellos, ir a jugar a tierras morochas, durante la temporada invernal. Un remake de lo que sucedió con nuestro país, a partir de 1961.
La retirada de la invitación a participar en la lid de San Juan, del 1ero al 7 de febrero del 2020, representa, a todas luces, otra muestra palpable de la discriminación a que es sometido el béisbol cubano, a partir de la existencia del bloqueo y el resto de las reglamentaciones injustas diseñadas para asfixiar a todo el pueblo.
Que Estados Unidos tenga inoperante su sede diplomática en La Habana no es una responsabilidad de los peloteros antillanos. Tampoco del gobierno cubano que, en todo momento, ha mantenido la cordura y las puertas abiertas para que se produzca un diálogo respetuoso, sin menoscabo a la soberanía, con las autoridades estadounidenses.
Constituye un deber para los organizadores de eventos crear las condiciones necesarias (y exigir por ellas) que garanticen la concurrencia, seguridad y el resto de las facilidades a quienes deben asistir. Este es un principio válido para certámenes de cualquier naturaleza.
No es la primera vez que, de una u otra manera, el gobierno de la potencia imperialista es responsable de la no asistencia de Cuba a torneos deportivos. Pensemos, por ejemplo, en los Juegos Centroamericanos de El Salvador, en el 2002, y los de Mayagüez, en el 2010. No olvidemos jamás, de igual forma, la epopeya del buque Cerro Pelado —resistiendo amenazas y ataques de todo tipo—, que trasladó contra viento y marea a nuestra delegación a los Centroamericanos de San Juan, en 1966.
Excluir a Cuba de una cita que fundó, la cual prestigia además con su asistencia (alegando hechos y pretextos que reflejan, sobre todo, la falta de voluntad de encontrar la solución adecuada) es, sencillamente, una afrenta. La pelota cubana, en el espíritu martiano, no anda de pedigüeña por el mundo. Tiene luz propia y no necesita para brillar permiso o visa alguna.
Esperemos que la Confederación del Caribe, y su comisionado Juan Francisco Puello, tengan la determinación de batallar por la presencia de Cuba, lo cual es lo único honorable en estas circunstancias. Mientras tanto, con alegría y sin arrepentimiento de ninguna índole, prosigamos disfrutando de los play off de la Serie Nacional