La infamante “epifanía” de Donald Trump.
13/1/2021
“Tampoco nos vale que lo hayamos elegido nosotros mismos.
Un despotismo electivo no es el gobierno por el que luchamos.”
Thomas Jefferson
Notas sobre el Estado de Virginia
Para la mayoría, Donald Trump llegó a la Presidencia de USA hace cuatro años de manera inexplicable. Parecía —y por siempre seguirá pareciendo— un absurdo. Un imposible. Un hecho kafkiano. De vodevil. Lo que para muchos resultaba el candidato menos presidenciable de la historia electoral norteamericana pasaba a ser el Presidente menos creíble. En campaña lo vimos denostar a veteranos de guerra caídos en combate; denigrar a mujeres, a inmigrantes, a afroamericanos, a mexicanos, a latinos; atizar el miedo a una guerra con Rusia, si no era electo; acusar de comunistas a sus oponentes; esgrimir su demagógica Make America great again (recordar el Alles für Deutschland, “Alemania por encima de todo”, de Hitler); amenazar a candidatos con la cárcel; manejar la mentira; la indecencia, la ausencia de decoro y la “matonoaltanería” como el afamado esgrimista empuña el estoque: un verdadero e impensable pandemónium. Nunca un candidato dijo e hizo tanto por no ser electo. Y sin embargo lo fue. Si bien por ese arte de birlibirloque que llega desde la Ley Electoral norteamericana no alcanzó la mayoría del llamado ¨voto popular¨, el ¨voto electoral¨ lo aupó a la Casa Blanca. La opinión de muchos, incluso la opinión de la mayoría, no excluye que tales, muchos y mayoría, puedan errar. Mayoría no es obligatoriamente sinónimo de razón. El 14 de marzo de 1928 Mussolini propone que al Parlamento italiano arriben únicamente los candidatos que él admita; el 24 de marzo de 1929 el pueblo italiano vota para designar ese Parlamento, participa el 90 % de los votantes; ¡el 98 % apoya Mussolini! En las elecciones de 1930 el NSDAP de Adolf Hitler devino segunda fuerza política del país; en las tres sucesivas elecciones de 1932 fue, ¡repetidamente!, el Partido más votado. Eso llevó a Hitler al poder. Cantidad es guarismo aritmético, no criterio de razón, todavía menos de sapiencia. La demagogia, bien se sabe, desvirtúa razones, elude sapiencias y fabrica cantidades.
Por cuatro rocambolescos años Donald Trump hizo, malhizo y deshizo. Destrozó la presencia y el apoyo de USA en multitud de acuerdos y organismos internacionales. Causó estupor, malestar y rechazo ante sus aliados europeos. Se afanó en fabricar muros. Inició una guerra comercial, arancelaria y financiera con China sin efecto positivo alguno. Minimizó una pandemia que acabó por convertir a USA en el país más afectado del planeta. No logró poner de rodillas a sus enemigos: de pie están Rusia, China, Corea del Norte, Cuba, Venezuela, Nicaragua, Irán. No logró mayor apoyo en América Latina. Permitió y alentó un vendaval de asesinatos raciales por la policía de su país. Llamó a la prensa “enemigo del pueblo”. Separó a niños de sus padres en deportaciones inhumanas y groseras. Llamó “bad hombres” a los inmigrantes. Lanzó rollos de papel higiénico a asombrados damnificados puertorriqueños. Sostuvo públicamente que solo los tontos pagaban impuestos. Supuso “sin sonrojos” que Finlandia pertenecía a Rusia. Defenestró a más asesores y miembros del gabinete que tal vez ningún otro Presidente. Propuso comprar Groenlandia. Ignoró que Gran Bretaña resulta una potencia nuclear. Llamó a ingerir desinfectante para combatir un virus. Asesinó con misiles a un general extranjero, colocando a USA ante la posibilidad real de una guerra. Soportó una lluvia de misiles posterior a ese hecho sin mover un dedo. No logró avance alguno en Irak y Afganistán. Rusia es hoy más fuerte. China es hoy más fuerte. Y America, es decir, USA, es hoy menos fuerte. Menos admirada, más rechazada.
De ahí que no me asombrara un ápice su manera —infausta, infamante y particularísima— de celebrar la Fiesta de Epifanía —extiendo mis disculpas a los cristianos por la alusión— el pasado 6 de enero. Ese fue su Día de Reyes. Su regalo. Todas las lluvias de estos rocambolescos cuatro años culminaron en ese infame lodazal. Era previsible y predecible. Ignoro cómo la comunidad de Inteligencia de USA, ese complejo entramado, no lo previó. Cómo no adoptó las medidas correspondientes para proteger el Capitolio. Que Donald Trump llevara días llamando a sus partidarios a acudir a Washington para presionar al Congreso, era conocido por todos. Imagino que también por la comunidad de Inteligencia. ¿Dónde estaban los analistas? ¿Quién leyó sus reports, si los hubo? A Washington acudieron —desde todo el país— miles de partidarios. Furibundos y decididos. Él, el Presidente, los llamó. Una vez allí les habló, los alentó, los conminó a… ¡lanzarse sobre el Capitolio!, ¡revertir allí el resultado de las elecciones del 3 de noviembre! Y hacia allí justamente se fueron los descerebrados. Los había militantes de ese grupo New Age de la política que es QAnon. Integrantes de los Proud Boys. Supremacistas blancos. Herederos de la Confederación. En marzo de 1919 Benito Mussolini creó los Fasci Italiani di Combatimento, germen del futuro Partido Nacional Fascista. En 1919 organiza a los llamados Camisas Negras, los squadristi, que agreden a todo oponente político: a comunistas, socialistas, anarquistas, liberales burgueses, demócratas cristianos, católicos. A todos. Mussolini, cuya única ideología residía en su voluntad personal —urge trazar los debidos paralelos— sostiene entonces: “Puede el fascismo dejar de contar conmigo. También puedo yo dejar de contar con el fascismo”. Rememoremos: cuatro años atrás, en plena campaña, Trump amenazó a los republicanos con ir a las elecciones como independiente si no obtenía el apoyo de ese Partido. En octubre de 1922 Mussolini concentra en Nápoles 40 mil Camisas Negras y reclama el Gobierno de Italia. El día 27 llama a la Marcha sobre Roma: 300 mil Camisas Negras armados arriban a Roma y cercan el Parlamento. Ah, ¡mutatis mutandis trácense las debidas semejanzas! Tres días después Mussolini encabezó un Gobierno. Ante el mismo Parlamento, en el Dicorso del bivacco, sostiene: “Con 300 000 jóvenes armados… místicamente listos… podía… destruir con hierros este Parlamento”. Trump intentó su marcha sobre Washington. Su asalto al Parlamento. Tuvo sus miles místicamente listos para destruir con hierros el Capitolio. Algo destruyeron. No obtuvo, por suerte, la victoria. Era impensable que la obtuviera. Pero con él hemos visto ya mucho de lo impensable. Nos parecía impensable que una turba asaltara el Capitolio para revertir los resultados de una elección. Vimos sus salones repletos de seres ataviados de vikingos mixturados con sioux, seres con banderas confederadas, policías levantando barreras y hasta orgullosos de obtener selfies con tales especímenes, gases, disparos, tropelías, armas, heridos, trifulcas, muertos. Y todo ello ¡dentro del mismísimo Congreso de los Estados Unidos! ¡Y todo eso alentado por el mismísimo Presidente de los Estados Unidos! ¡El mismo que a posteriori llamaría a esa turba “especiales”, “maravillosos seguidores” y admitiría que los quiere mucho! Si alguien nos lo hubiera contado, no lo habríamos creído. Jamás. Quién siguió, sin embargo, cada anacoluto y cada indecente vulgaridad de Donald Trump estos cuatro años debió preverlo. Que una nación elija a un ser de semejante calaña como Presidente puede delatar la decadencia —ética e intelectual— de la nación de la que se trate. Que los 75 millones que ahora votaron por ese ser en los Estados Unidos —una de las votaciones más abultadas de toda la historia electoral norteamericana— fueran superados notablemente por aquellos que lo repudiaron en esa cita electoral —la votación más nutrida de la historia electoral norteamericana— algo, sin embargo, tranquiliza. Quizá la decadencia —ética e intelectual— no afecte ¡aún! a la mayoría. Lo cierto es que Donald Trump ha logrado polarizar a su nación —afectando cantidad, calidad y cualidad— como ningún otro Presidente de esa nación. Y no ha hecho a su país great again. No. Lo ha hecho más débil, más repudiado, más ingobernable, más polarizado, menos admirado y menos great que nunca antes. El 6 de enero lo hizo —para muchos— una república bananera. A eso lo redujo. Tristemente.
¿Quién tiene la culpa de todo ello? ¿De estos cuatro años? ¿De tamaño e inaudito regalo de Reyes, variante trumpiana de la pantagruélica Fiesta de la Epifanía que acaeciera el pasado 6 de enero? El primer culpable, el directo, es, desde luego, Donald Trump. Culpables son los millones de votantes que cuatro años antes llevaron al troglodita al poder. Culpables, los 75 millones que por él ahora votaron. Culpable, el Partido Republicano, al que no le sonrojó fuera su candidato, no le sonrojaron sus matonerías, sus groserías y sus vulgaridades durante los cuatro años en los que este troglodita enlodó la Presidencia. Culpable, el Partido Demócrata, que perdiera cuatro años antes el favor de millones de votantes, culpable además por no articular políticas efectivas que en el cuatrienio fungieran como lenitivo y límite, como dique y supresión a tanto desatino y tamaño desafuero. Culpable, la comunidad de Inteligencia, que pese a todos los indicios y señales no tomó medidas efectivas para defender la inviolabilidad del Capitolio. Culpable, la Policía del recinto y la de la capital del Potomac, que permitió que el trumpismo de algunos de sus miembros emergiera sobre el espíritu de cuerpo, el deber, el honor, la venerada Ley y el estricto Orden que dicen defender, ese slogan que sostiene to protect and to serve, y llevara a no defender, en suma, al Congreso de la nación y a sus representantes con el mismo celo y fervor con el que antes reprimieron una vez y otra a los justamente indignados manifestantes del Black Lives Matter. ¡Ah, son muchos los culpables!
Urge también celebrar a los dignos. Celebrar —mal que nos pese— a un Mike Pence que se niega —después de cuatro años de anuencia, complicidad y connivencia, de su rancia militancia ultraconservadora y supremacista— a violar la Constitución. Celebrar a Nancy Pelosi, que ocupa, imperturbable, su curul en el Congreso apenas horas después de la bestial asonada —algarada en la que se vulnera su propio despacho y se le deja allí un mensaje de intimidación— para certificar la derrota del troglodita. Nancy Pelosi, que llama al Jefe del Estado Mayor para solicitar que el llamado “maletín nuclear” se coloque a buen recaudo, lejos de un chiflado que pueda manipularlo; Nancy Pelosi, que solicita al Pentágono y al US Army no acatar orden alguna —esa que puede llegar de un ser desequilibrado en los días que restan— que solicite atacar “cualquier oscuro sitio del mundo”. Celebrar a la prensa, sí, a los medios, a los principales, que defendieron la legalidad y la Constitución. Celebrar a las redes sociales que han negado a Trump la posibilidad de servirse de sus plataformas para llamar al desatino y la violencia; celebrar, sí, porque la libertad de expresión no puede emplearse al servicio del terror que siempre tiende a suprimirla. Celebrar a los republicanos que alzaron su voz en el Congreso y en todo el país para decir “No”. Celebrar a los miembros del Gabinete que en nombre del decoro y la decencia renunciaron a sus cargos, uno de ellos declaró: “Quienes optan por seguir, y yo he hablado con muchos de ellos, lo hacen porque están preocupados porque pongan a alguien peor.” Celebrar a la Corte Suprema de la nación que desestimó las demandas de Donald Trump, pese a que alguno ocupó allí poltrona precisamente a instancias de Donald Trump. A la Corte Suprema de cada uno de los Estados, que, en pleno, de manera unánime, rechazaron, una tras otra, todas las nunca probadas demandas del Presidente. Al Presidente electo, Joe Biden, que en varias ocasiones alzara ese 6 de enero su voz, de costa a costa, para llamar a los hechos por su nombre y buscar armonía, decencia y respeto. A los millones —muchos de ellos no habían acudido antes a las urnas— que hicieron posible la expulsión de la Presidencia de un ser tan peligroso e impredecible. Ah, ¡si bien muchos fueron los culpables muchos han sido también los celebrados!
Poco más de una semana tiene Donald Trump para deambular, quizá más solo que nunca, por el Ala Oeste y solicitar Coca Colas y hamburguesas, detrás del escritorio Resolute, en el Salón Oval. Debe ser vigilado. Desde muy cerca. Monitoreado. Hora a hora. Y es que puede intentar otras asonadas. Otras tropelías, de las peores, sin cuento. El 1º de junio de 1924 los fascistas italianos asesinaron a Giacomo Matteoti, uno de los más connotados oponentes del futuro Duce. Siete meses después Mussolini admitiría en el Parlamento ser responsable “histórico, político y moral” de ese asesinato. De Antonio Gramsci, exigiría a un fiscal: “por 20 años debemos impedir a este cerebro pensar…”, y para hacerlo lo llevó a la cárcel, a la muerte. Una Ley del 24 de diciembre de 1925 estableció que todo funcionario público debía jurar lealtad a Mussolini o sería destituido. El 31 de enero de 1926 una segunda Ley atribuye a Mussolini la facultad de dictar Leyes sin aprobación del Parlamento. El 5 de noviembre otra Ley prohíbe los partidos políticos, excepto el fascista. El 27 de febrero de 1933 Hitler incendia el Reichstag: el 23 de marzo obtiene la llamada Ley Habilitante y anula todo poder erigiéndose en dictador. En los pocos días que restan Donald Trump puede intentar algo de ese funesto repertorio. Puede idear su versión de una nueva Marcha sobre Roma —esta vez sobre Washington—; puede elucubrar incendiar algún edificio institucional —al estilo hitleriano—, puede tramar el ataque a algún país, el asesinato de algún líder extranjero —no lejos estuvo el asesinato de líderes norteamericanos: si las turbas hubieran encontrado en el Congreso al Vice Presidente Mike Pence tal vez lo habrían linchado, y habría tenido Donald Trump su Kristalnacht—, desestabilizar todavía más la economía y las finanzas del planeta. Puede ocurrírsele algo. Quién sabe qué. Es impredecible. O desde sus matonerías… muy predecible. Serlo ha sido precisamente su modus operandi. Su ideología. Estemos vigilantes. Alertas. Todos. En cada sitio del planeta. Estén vigilantes en USA, lo pedimos, lo exigimos. Y lo hacemos, no lo dudemos, porque Donald Trump… está loco. De atar. Atémoslo, pues.
Una vez negado el Vice Presidente Mike Pence a invocar la Sección No. 4 de la Enmienda 25, ratificada en 1967, presenciaremos quizá la semana entrante a los demócratas empeñados en lograr un improbable y muy expedito impeachment. El que antes no lograron. Una vendetta, justa, dirán algunos. Puede toda persona medianamente imaginativa vaticinar qué pudiera suceder si ello fructifica. ¿Cómo responderían las turbas, esos millones de soliviantados, de fanáticos y bien armados partidarios trumpistas, místicamente listos, léase supremacistas blancos y hordas de QAnon y Proud Boys? Pueden cundir batallas campales, asomar una suerte de guerra civil. En lugar de una Guerra de Secesión presenciaríamos —y sufriríamos— una Guerra de Sucesión. Ese podría ser uno de los escenarios. Otra incógnita asoma desde qué sucederá, cuál será el show, en la ceremonia de juramento y asunción del Presidente electo Joe Biden, el próximo 20 de enero. Donald Trump será el primer Presidente —con mandato terminado— en 150 años en no asistir a esa ceremonia. Y ya en virtud de futuro, ¿qué sucederá con el Partido Republicano? ¿Se escindirá ese Partido en un ala ortodoxa y un ala trumpista o neotrumpista? Mussolini tuvo su órgano de prensa; la revista mensual Gerarchia. Hitler el suyo, el diario Volkischer Beobachter. ¿Fundará Donald Trump su anunciado medio de prensa, mucho más a la ultraderecha que la mismísima Fox News? ¿Desde ese anunciado medio de prensa y al abrigo e impulso de sus millones —y de su incapacidad para sonrojarse desde el manejo de la mentira— intentará hacer cabalgar a USA y al mundo al inaudito lomo de las fake news? ¿Le alcanzará salud y le bastará desatino para presentarse como candidato a las elecciones de 2025? ¿Habrá asolado el trumpismo los pasados cuatro años para continuar asolando —como ideología y modus operandi— en lo adelante? ¿Otorgará el votante norteamericano en el futuro el derecho a que Donald Trump o algún heredero a su estricta imagen y muy triste semejanza (“nuestro increíble viaje no ha hecho más que comenzar”, Donald Trump dixit) endiable y conmocione, “fuego y furia” mediante, otra vez el Salón Oval y el Mundo? Nadie lo sabe. Nadie tiene hoy las respuestas. Esas, no obstante, son las incógnitas. Esos los escenarios. Esas las posibilidades. Y no son tranquilizadoras.
El mundo cruza los dedos, respira profundo y… aguarda. El fascismo, quizá con otros nombres, acecha cada día. No basta el cruce de dedos y la espera. Tampoco respirar profundo. No. Quien esto escribe evoca las inolvidables palabras del checo Julius Fucík, asesinado el 8 de septiembre de 1943 por las hordas nazis: “Hombres: (…) estad alertas”