La incontinencia de Lagartija Reyes
22/8/2017
Siendo yo un muchacho —hablo de principios de los años 60— en todo este batey no había ni un televisor. Además, como no teníamos la fuerziluz, el que tuviera un aparato de esos lo tenía por gusto, porque de noche no se veía debido al bajo voltaje que daba la planta eléctrica del ingenio. Por esa razón, lo único que podíamos hacer era oír el radio. Yo recuerdo que echaban muchos episodios de terror, buenísimos todos. Estaba aquel de los thugs, que son unas personas de la India que estrangulan a la gente tirándole una cabuya con bolas de metal en las puntas; estaba también el de Jack el Destripador, que le erizaba los pelos al más pinto; también uno de Leonardo Moncada, que se llamaba “Serena, el enigma del faro”, donde un loco andaba suelto por los campos gritando sin consuelo: “¡Elvira, espérame!, ¡Elvira, no me abandones!”, hasta que Bejuco Ramírez lo agarró y Moncada resolvió su misterio. Pero de todos los episodios radiales, a mí el que más miedo me producía era el del Conde Drácula. Aquel hombre, que parecía un murciélago y chupaba sangre según el narrador, a mí me daba grima, espanto, un horror tan grande que todos los días me meaba oyéndolo.
Eso se convirtió en un problema muy grande en mi casa. Mis padres no sabían qué hacer conmigo. Trataron, en vano, de prohibirme los episodios, hasta que alguien les dijo que con un buen susto me curaba. Dio la casualidad que por aquellos tiempos se perdieron unos niños en los campos de Cuba y nunca más se supo de ellos. “Son los guámpiros”, me dijo un día Neno el Burro, que nunca aprendió a decir “vampiros”. Entonces el viejo mío habló con un hombre al que apodaban Papa-que-me-cago. Era un tipo impresionante, porque solo le quedaban, de toda la cajeta de la boca, los dos colmillos de la quijada de arriba.
Mi padre le dijo que me pegara un susto haciéndose pasar por un vampiro, y acordaron que se escondería en el patio esa noche, con una capa hecha con sacos, para que me saliera cuando yo fuera a meter las gallinas para el corral. El objetivo, claro, era curarme de la incontinencia. Finalmente pasó lo que el tipo menos se esperaba, pues yo, cuando salí, llevaba en la mano una rana que había agarrado e iba a botar, debido a que mi madre les tiene pánico. Cuando él se levantó y me hizo “¡uhhh!”, yo lo único que atiné fue a tirarle la rana. Entonces el vampiro aquel salió dando brincos y haciendo aspavientos, y yo me quedé muy confundido. Nunca más me meé. Le perdí el miedo a los vampiros, y aunque seguí oyendo los episodios, ya no me daban la misma ilusión.
Me ha gustado mucho esa anécdota, pero no sé qué relación tiene con Lagartija Reyes, quien fue un boxeador profesional zurdo en la década del 50 del pasado siglo. Da la casualidad que conocí personalmente a Lagartija Reyes en un camello que iba a Stgo. de las Vegas. Subimos en la primera parada del Parque “El Curita” y se armó un alboroto con atropello para abordar el camello. A mi lado se paró un señor de avanzada edad, pero espigado, que mostraba buena forma física. Pasó junto a nosotros un individuo joven (oriental por más señas), quien tropezó con ese señor y comenzó a decirle improperios por haber tropezado con él. Entonces el señor me dijo: “Él no sabe quien soy yo. Soy Lagartija Reyes y fui boxeador profesional”. Me vinieron a la memoria sus combates. Agregó: No hace mucho tuve una situación parecida y con mis 72 años tuve que golpear a un mocoso de estos y lo dejé tendido en el piso. Lagartija se bajó en el hospital de Emergencias y el joven volvió a insultarlo y Lagartija lo invitó a que bajara para que le diera la paliza que le había prometido. Por suerte, el joven no bajó del camello…
Es excelente la anécdota, y tan bien narrada que me hizo recordar mi niñez, en Buenos Aires, también a principios de los 60′ . . . . Tampoco teníamos televisor, pero estaba muy de moda una serie de terror, que daban los domingos y se llamaba “el muñeco maldito” . . . ese muñeco era una cruza entre Pinocho y Frankenstein, pero más malo y aterrador. Así que todos los domingos viajábamos en colectivo (lo que ustedes llaman guagua) una hora de ida y otra de vuelta hasta la casa de unos tíos que tenían televisor. Los chicos (mis primos y yo) debíamos quedarnos afuera y conformarnos con lo que pudiéramos espiar por la ventana. Pero aun así, con imágenes sueltas y sin el sonido, lo poco que veíamos nos perseguía en pesadillas y miedos a la oscuridad hasta el domingo siguiente, en que volvíamos a treparnos a las rejas de aquella ventana.