La hostilidad histórica de Estados Unidos hacia el pueblo cubano

Keith Bolender / Imagen: Cortesía de La Jiribilla
28/12/2020

Traducido por Heriberto Nicolás

La Revolución cubana produjo grandes cambios en la estructura social del país, la relación entre sus ciudadanos y gobierno, la economía nacional y el desarrollo de las relaciones internacionales. Sin embargo, lo que no alteró fue la complicada relación histórica de la Isla con el gigante del norte, como tampoco el juicio negativo de Estados Unidos hacia el pueblo cubano, establecido desde muchas décadas antes.

A pesar de la percepción generalizada de que la hostilidad de Estados Unidos contra Cuba se inició después del movimiento de Fidel Castro, que barrió con la hegemonía estadounidense, la animosidad contra los ciudadanos de la Isla estaba bien desarrollada desde mucho antes del 1 de enero de 1959. Este antagonismo tiene sus raíces en las actitudes imperiales, que han impedido el desarrollo de la sociedad cubana antes y después de la Revolución. Su daño, sin embargo, nunca se ha sentido más agudamente que en los últimos 60 años de políticas de cambio de régimen.

La hostilidad de Estados Unidos contra Cuba se inició desde mucho antes
del 1 de enero de 1959. Fotos: Internet

Esas políticas han abarcado múltiples facetas: el bloqueo económico, la propaganda contrarrevolucionaria, la aplicación de leyes extraterritoriales y una historia de terrorismo casi desconocida internacionalmente que ha costado la vida a miles de cubanos. La implacable hostilidad ha sido un componente importante generador de esfuerzos legislativos por parte del gobierno por garantizar la seguridad de los ciudadanos, y que Estados Unidos ha criticado falsamente acusándolos como restricción de los derechos civiles. La estrategia de Washington de empeorar la situación a un nivel tan alto como para que el pueblo cubano trate de derrocar a su propio gobierno, ha impuesto trastornos sociales, tensiones interpersonales casi irreparables junto a divisiones migratorias, devastación económica y una serie de otros problemas colectivos que el gobierno cubano y sus ciudadanos continúan enfrentando a diario. El resultado ha sido la creación de una mentalidad de asedio, cuya característica definitoria es la obstaculización de los programas sociales y el empleo de vastos recursos en la lucha contra el bloqueo que, de otro modo, habrían sido utilizados para hacer avanzar la sociedad.

Desde los primeros años de la Revolución, Fidel Castro reconoció el daño social que estaba causando el asedio, y le dijo en 1964 al reportero del New York Times, Dick Eder, que el alivio de las tensiones le permitiría relajar algunas de las medidas internas más duras y necesarias debido a la lucha de vida o muerte con los Estados Unidos. Décadas más tarde, en la Cumbre Iberoamericana de 2005 en España, el canciller cubano Felipe Pérez Roque lo expresó sin rodeos: “El bloqueo es el principal obstáculo para nuestro desarrollo económico y social”. El obstáculo al avance es la consecuencia obvia de las presiones creadas por fuerzas externas hostiles, pero el proceso de interiorización del asedio por parte de los nacidos después de la Revolución tiene además un efecto determinante sobre el grado de agudeza en la percepción en cuanto a las insuficiencias del gobierno, el asedio “a veces pasa a un segundo plano y se convierte en solo un aspecto más de la realidad del país, desprovisto de una explicación clara”, observaba el escritor cubano Andrés Zaldívar. Poco se necesita entonces para que la sociedad se cierre sobre sí misma, caiga en el letargo; y su capacidad para expresar las deficiencias se pierda en la aceptación no reconocida de la condición debilitante.

Si bien no todos los problemas sociales o económicos de Cuba pueden atribuirse a la política estadounidense, y el gobierno a menudo ha expresado públicamente esa idea, los implacables intentos de destruir la Revolución han dado lugar a tensiones sistémicas que se manifiestan de diversas formas. La imposibilidad de comprar ciertos medicamentos que provocan la muerte de niños o que restringen el acceso de Cuba a diversas tecnologías modernas son solo dos claros indicios de los efectos de la política de cambio de régimen. Menos obvias resultan las molestias de la vida diaria, como la infraestructura en mal estado o la falta de disponibilidad de bienes básicos, que a menudo se atribuyen únicamente a la incompetencia del gobierno. Las deficiencias presupuestarias, como resultado de la guerra económica de Estados Unidos, a menudo no son reconocidas. Las presiones por un cambio de régimen funcionan tanto de forma abierta como encubierta, afectando gran parte de la vida cubana de forma continuamente negativa.

Cuba, bajo la Revolución, no es ni el paraíso socialista que algunos quisieran que fuera, ni el infierno comunista que otros describen. Es compleja, llena de fallas, basada en un modelo económico ideal que nunca recibió la oportunidad para funcionar como se pretendía, y un sistema político que sirve a un nivel de funcionamiento pero está bajo constante presión para validarse a los ojos de un poderoso adversario externo. Es, como la mayoría de las sociedades, defectuosa pero basada en una cultura, historia y expectativas específicas, si no en las realidades de grandes segmentos de la población. La sociedad cubana es única en la posición defensiva predeterminada que se ha visto obligada a asumir como resultado de la constante resistencia al avance económico y el progreso social derivados de 60 años de hostilidad estadounidense. El hecho de que la sociedad se haya mantenido intacta y aún pueda emprender una reforma tan esperada es un testimonio del espíritu y la adaptabilidad de los cubanos. Y de su paciencia.

La agresión estadounidense contra la Revolución no debe considerarse, en su totalidad, resultado solo de la confrontación ideológica, a pesar de todas las afirmaciones de Washington en este sentido desde principios de la década de 1960. Se basa en gran parte en percepciones históricas, y la Revolución es solo la manifestación actual de la obsesión histórica de Washington por controlar el destino de la Isla a través de la denigración de su gente. Desde el 1 de enero de 1959, Estados Unidos ha focalizado su intención, desplegando una hostilidad implacable sobre la base de una serie de justificaciones espurias que son inconsistentes, hipócritas y contraproducentes. Solo hay que mirar el trato de Estados Unidos hacia Vietnam o Arabia Saudita para descubrir la duplicidad de su conducta. Entonces, la pregunta es ¿por qué Cuba?, y la respuesta está en los objetivos auto-engañosos de propiedad y expectativas imperialistas que han dominado la política estadounidense desde el siglo XIX.

Los medios de comunicación y las élites políticas estadounidenses crearon narrativas sesgadas contra el pueblo cubano desde mucho antes de la Revolución, todo al servicio de los objetivos de la política exterior. Durante la Segunda Guerra de Independencia de Cuba contra España, en 1895, la prensa dominante en los Estados Unidos trabajó incesantemente para convencer a sus lectores de que los rebeldes eran completamente incapaces de autogobernarse, con argumentos basados en el temperamento, las deficiencias raciales y educativas. La única solución sería que Estados Unidos controlara la Isla, por el bien de sus ciudadanos.

La cobertura de los medios apoyó incondicionalmente dicha narrativa de que los cubanos eran incompetentes, y el Philadelphia Manufacturer informó en 1898:

Son indefensos, ociosos, de moralidad defectuosa y no están capacitados por naturaleza y experiencia para cumplir con las obligaciones de ciudadanía en una república grande y libre. Su falta de fuerza viril y autoestima queda demostrada por la indolencia con la que se han sometido durante tanto tiempo a la opresión española, e incluso sus intentos de rebelión han sido tan lamentablemente ineficaces que se han elevado poco por encima de la dignidad de la farsa. Investir a esos hombres con las responsabilidades de dirigir un autogobierno sería convocarlos para el desempeño de funciones para las que no tienen la menor capacidad.

No hubo una demostración más clara del desdén de Estados Unidos por los lugareños que la del corresponsal del New York Times, Stanhope Sams, quien informó después de que los españoles fueron derrotados en la batalla de Santiago en 1898: “No hay Cuba. No hay tal pueblo cubano. Aquí no hay hombres libres a quienes podamos entregar esta maravillosa isla. Hemos luchado por una república espectral… Si queremos salvar a Cuba, debemos mantenerla. Si se la dejamos a los cubanos, se la entregamos a un reino de terror”.

Cuando EE. UU. impuso una “república” de creación propia en la Isla que estableció la preeminencia de los intereses políticos y comerciales estadounidenses, los medios corporativos en ese momento informaron sin vergüenza cuán felices estaban los habitantes locales, independientemente de la verdad. El resultado fue la hegemonía estadounidense. Esto se reveló en la aceptación forzosa de la Enmienda Platt, el marco legislativo que legalizó el predominio de Estados Unidos sobre la sociedad cubana, manteniendo la ficción de que los cubanos eran un pueblo fundamentalmente inadecuado, no digno ni capaz de autogobernarse.

EE. UU. impuso una “república” en la Isla que estableció la preeminencia
de los intereses políticos y comerciales estadounidenses.

La versión moderna de Platt es la Ley Helms-Burton, aprobada en 1996, que obviamente coloca el control del embargo en manos del Congreso. La Ley es simplemente una exigencia de entregar incondicionalmente la soberanía nacional como condición para poner fin al bloqueo. Dicha demanda recibe el beneplácito en esa instancia ya que Estados Unidos nunca ha respetado la capacidad del pueblo cubano para construir su propia sociedad sin la supervisión estadounidense. Es el colmo de una arrogancia paternalista. Es también una traición a sus propios principios fundamentales. El gran constitucionalista estadounidense Thomas Jefferson dejó en claro que Estados Unidos no tiene derecho a interferir en los asuntos de otros países. “Toda nación tiene, por derecho natural, total y exclusivamente, toda la jurisdicción que legítimamente pueda ejercer en el territorio que ocupa”. Pero ese es un concepto olvidado hace mucho tiempo cuando se trata de Cuba.

Convencidos de la opinión de que los cubanos eran incompetentes sin capacidad para la autodeterminación, la prensa estadounidense y los políticos de los años cuarenta y cincuenta afirmaron que los lugareños deberían estar eternamente agradecidos por la benevolencia estadounidense. Y que los ciudadanos de la Isla no tenían la madurez suficiente para que Estados Unidos renunciara al control. Tras las protestas de 1947, los periódicos citaron ampliamente al diplomático estadounidense Ellis Briggs; “Es hora de que Cuba crezca”. La narrativa de que los cubanos eran niños continuó como un método de larga data para justificar la hostilidad contra la Revolución. Los medios describieron constantemente a Fidel Castro como un niño mimado. Era mucho más fácil denigrar al líder del movimiento y a sus partidarios que hacer un examen honesto de los argumentos de la Revolución. Hasta el día de hoy, la hostilidad estadounidense, expresada en las políticas de cambio de régimen, constituye un síntoma de ese principio histórico de “los cubanos ineptos que necesitan ser salvados por la benevolencia estadounidense”. Durante 60 años, Washington ha creído que para lograr ese objetivo, estos “rebeldes obstinados” deben ser castigados (un reflejo de su falta de inteligencia y madurez) para que así destituyan a su gobierno. Para ocultar esa perspectiva racista y despectiva, Estados Unidos afirma constantemente que el embargo y otras políticas de cambio de régimen están dirigidas al gobierno. No es así; el daño siempre ha estado dirigido a los ciudadanos que apoyan a la Revolución.

Cuando triunfó la Revolución, Estados Unidos estaba bien afirmado en su oposición a una sociedad cubana independiente. Desde entonces, esa transformación social ha sido el pararrayos contra la agresión estadounidense. La creación de atención médica universal, el establecimiento de la educación gratuita, el ofrecimiento de viviendas asequibles, trabajar por una sociedad que disminuya los prejuicios raciales y de género, todos han sido esfuerzos loables, especialmente para un país en desarrollo. Más aún para uno que está bajo el constante antagonismo de la nación más poderosa de la tierra, precisamente por implementar esos programas de justicia social. La base fundamental de la Revolución siempre ha sido poner fin al control extranjero, establecer una verdadera independencia y lograr cambios sociales para el mejoramiento de todos sus ciudadanos. Aspiraciones loables que merecen elogios, no su destrucción.

Por lo tanto, la oposición de Estados Unidos a la Revolución no se basa en diferencias ideológicas, excusas transitorias de legalidad con respecto a cuestiones de propiedad o incluso críticas poco sinceras sobre los derechos civiles. Se fundamenta en la histórica oposición a la soberanía cubana, expresada en los falsos relatos de las insuficiencias de las personas que allí habitan, y la incredulidad de que exista una mayoría honesta e inteligente que apoye a sus líderes. La política estadounidense es la arrogancia de los poderosos que no están dispuestos a respetar las decisiones de aquellos a quienes consideran inferiores. Es un eco de la narrativa de que el cubano es un niño, al que hay que reprimir hasta que acceda a la voluntad de sus padres.

La oposición de Estados Unidos a la Revolución se fundamenta en la histórica oposición
a la soberanía cubana.

Esas actitudes sesgadas han conducido constantemente a una mala interpretación de los acontecimientos sobre el terreno. Esto se hizo claro y evidente durante el movimiento de la Primavera Árabe en 2011. Los críticos miraban expectantes hacia una reacción cubana similar. La exsecretaria de Estado Condoleezza Rice habló sobre esta previsión en una universidad de Dallas en 2011:

Sí, bueno, si yo fuera Hugo Chávez, que ha destrozado su país, o los Castro que ni de lejos han ayudado a su país, estaría preocupada por lo que está sucediendo en el Medio Oriente, porque, incluso aunque los pueblos de Cuba o Venezuela no puedan actuar de la misma manera, sabemos que hay una agitación dentro de ellos por ser parte de este gran movimiento por la libertad.

Rice y otros se equivocaron en gran medida porque la mayoría en Cuba apoya al gobierno. La sociedad del Medio Oriente estaba predominantemente controlada por un liderazgo percibido como influenciado por el extranjero (Egipto) desconectada y despreocupada por las masas (Túnez) hasta el punto de un conflicto activo con intereses populares (Libia), o donde la población sentía que tenía poca salida para sus quejas y pocas organizaciones que las abordaran; fuera de la opción religiosa extrema. Se puede ver que la sociedad cubana opera en función de quienes están dispuestos a participar dentro de los parámetros organizados socialistas.

Los cubanos que participan activamente en las organizaciones de masas o en el creciente número de ONGs (organizaciones no gubernamentales) respaldan la percepción de tener un interés en la Revolución y la capacidad de contribuir a la política del gobierno. La participación funciona como un derecho social, lo que hace poco probable un movimiento para derrocar al gobierno a nivel de base, independientemente del daño que inflijan los programas de cambio de régimen. Las organizaciones de masas operan además para dar confirmación a las declaraciones de participación democrática del gobierno. Estos medios para la voz del público ayudaron a mantener el sentido de mérito revolucionario durante las peores perturbaciones del Período Especial tras el colapso de la Unión Soviética, hace más de 30 años, y la defensa contra las agresiones actuales de Estados Unidos.

Desde el Período Especial, el gobierno cubano ha intentado expandir el interés del individuo hacia el bienestar económico y social de la nación. Sigue habiendo profundidad en la lógica de la Revolución, que vale la pena salvar, y esto, combinado con el sentimiento aún válido de proteger al nacionalismo cubano del regreso a la hegemonía estadounidense, facilita el movimiento en la dirección de la reforma a través del compromiso y no de la confrontación violenta o la agitación social como se vio a lo largo de las tierras árabes. Las acciones acaecidas en el Medio Oriente apuntaron a la toma del control del poder nacional por parte de las masas, las reformas de Cuba son para refinarlo pues ya existe.

La mayoría en Cuba apoya al gobierno.

Más recientemente, la última década ha sido testigo de la apertura y el cierre de la estrategia de cambio de régimen de EE. UU. En 2014, el presidente Obama tendió la mano de Estados Unidos, convencido de que la Revolución terminaría bajo la oferta de amistad estadounidense en lugar de continuar la estrategia de hostilidad. El proceso de normalización, con su afluencia de turistas estadounidenses, cultura, perspicacia comercial y conceptos de democracia al estilo estadounidense, tenía como objetivo convencer finalmente a los cubanos de que pusieran fin al experimento socialista. Si bien la política era nueva, el objetivo seguía siendo el mismo: cambio de régimen. Al menos eso es lo que Obama declaró públicamente. Lo que sucedió fue que los estadounidenses aprendieron más de los cubanos y de la sociedad revolucionaria que al contrario. Con la elección de Donald Trump, el proceso terminó en 2016; los últimos dos años han sido escenario de un regreso significativo y enérgico a la hostilidad estadounidense.

La expectativa es que el nuevo presidente Joe Biden regrese al enfoque de Obama; si eso sucede y cuándo sucederá, sigue siendo un tema especulativo. La posibilidad de una verdadera normalización puede provenir de la creciente cantidad de opiniones legales que indican que un presidente aún conserva la autoridad exclusiva para poner fin al embargo, independientemente de la percepción del control del Congreso en virtud de la Ley Helms-Burton.

El año recién transcurrido ha sido particularmente difícil para la sociedad cubana, no solo en el enfrentamiento a la agresión de Trump, sino para lidiar con el daño económico adicional impuesto por la COVID.

Aun así, la sociedad cubana sobrevive y trabaja para mejorar. La nación está abordando ahora un nuevo plan económico: el programa de conversión monetaria. Como ocurre con cualquier cambio de esta importancia, se identificarán ganadores y perdedores. La esperanza y la expectativa es que el gobierno mejorará aquellos elementos más perjudiciales.

Independientemente del resultado, la Revolución seguirá evolucionando, cometiendo errores, mejorando y comprometiéndose con quienes la apoyan y desean una sociedad mejor. Y luchando para acabar con la injerencia extranjera en sus asuntos internos.

Cuando Estados Unidos respete finalmente la determinación del pueblo cubano de mantener la soberanía nacional a través de la Revolución, sólo entonces terminará la hostilidad. Sólo entonces la sociedad cubana será libre de trabajar en pos de sus anhelados objetivos. Hasta ese momento, la Revolución seguirá obteniendo grandes logros en condiciones particularmente adversas.

Keith Bolender, Canadá

Keith Bolender.

Periodista independiente ha escrito sobre asuntos cubanos para una variedad de publicaciones como Toronto Star, The Guardian, Florida Sun Sentinel, el Council for Hemispheric Affairs, North American Council on Latin America, Monthly Review, Progresso Weekly y otros. Es miembro del Instituto de Exactitud Pública (IPA) en su lista de expertos para Asuntos Cubanos. Conferencista sobre Cuba en varios países, incluso en las Naciones Unidas, en Nueva York. Autor de los libros Voces del otro lado: una historia oral del terrorismo contra Cuba y Cuba sitiada: política estadounidense, la revolución y su gente. Su último libro, Manufacturing the Enemy (Fabricando el Enemigo), Pluto Press 2019, examina la cobertura sesgada de los medios corporativos sobre la Revolución Cubana.

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