La Habana de noche

Alfredo Prieto
4/8/2016

“La gran aventura comenzada sucedió más temprano, en La Habana de noche, con sus cafés al aire libre, novedosos, y sus orquestas de mujeres (…) y la profusa iluminación: focos, faros, bombillas, reflectores, letreros luminosos: luces haciendo de la vida un día continuo” [1], escribe en La Habana para un infante difunto el cronista de aquella urbe modernizante tercamente empecinada en blasones y  magnificencias.

El guitarrista cubano Senén Suárez lo ha resumido así:

La calle Paseo Martí, que el pueblo bautizó como El Paseo del Prado, era la vía por excelencia para la distracción en los años 40, desde Monte y Prado, donde se asentaba la C.M.Q. con su estudio y espacio para el público. Una cuadra más al norte —o sea, Prado y Dragones—, se situaba la Marquesina del Saratoga con una tarima cerrada por cristales y mesas alrededor, ahí actuaban los más connotados artistas y músicos cubanos.

Dos cuadras más distantes se encontraban Los Aires Libres, donde existían dos tarimas abiertas, como a 50 metros de distancia, y actuaban regularmente en una, la Orquesta Ensueño, de Guillermina Follo, y en la otra las Anacaonas con suplencia en ocasiones de las Hermanas Álvarez. Frente por frente al Capitolio la Emisora Cadena Roja producía en sus estudios música viva donde, entre otras cosas, se podía escuchar al Trío Hermanos Díaz con el tanguista Armando Bianchi y el Conjunto Bolero del 32 de Luís Felipe [2].

Y no solo se trataba de La Habana tradicional, el Paseo del Prado o las tiendas de Galiano y Monte, sino sobre todo del nuevo corazón, construido en esas cinco cuadras de La Rampa y sus alrededores. Un diseño muy bien pensado, perfecto para negocios, entretenimientos, nocturnidades, músicas y alevosías. En la calle 21 y O estaba el Hotel Nacional, inaugurado el 30 de diciembre de 1930, con el cabaret Parisién y su correspondiente casino, en 1959 a cargo de Jacob “Jake” Lansky, hermano de Majer Suchowlinski, más conocido por Meyer Lansky, el capo judío de origen bielorruso que tuvo más empatía y conexiones con Fulgencio Batista. A una cuadra, en la misma esquina de 21 y N, recién se había levantado el hotel Capri —estilo Miami Beach, de 250 habitaciones—, con el Salón Rojo y el casino, un dominio de Santo Trafficante Jr. donde los clientes podían socializar con George Raft [J1] .

En la calle O, pasando por el restaurante Monseigneur y cruzando la calle 23, erigieron entonces tres hoteles en línea: el Saint John´s, el Vedado y el Flamingo, muy cercanos al cabaret Montmartre, de Humboldt y P, cuyo casino abría sus puertas, puntualmente, a las cuatro de la tarde, pero con Lansky casi siempre a la sombra, según lo usual [3]. Santo Trafficante Jr. señoreaba en el Sans Souci, en las afueras de la ciudad, y el mismo Lansky, en el hotel Riviera, otra indiscutible joya, terminado en diciembre de 1957 a un costo de 18 millones de dólares y plantado a un palmo de Malecón y Paseo con 440 habitaciones, y con el cabaret Copa Room, abierto con un show de Ginger Rogers. El cuadro se completaba en 23 y L con el Habana Hilton y otro casino, que vinieron a sellar con broche de oro el ciclo de La Rampa.

Fue también la hora de los night clubs en esas muy celebradas cuadras. Aparecieron de pronto más luces: Olokkú (23 y N), La Zorra y el Cuervo (23 y O), La Gruta (23 y O)…, escoltados por otros en el mismo Vedado y en Miramar: el Club 21 (21 y N), el  Karachi (17 y K),  La Red (19 y L),  El Escondite de Hernando (Infanta y P), El Gato Tuerto (19 y O), el Scherezada (19 y M), el Turf (Calzada y F), el Johnny´s Dream (al otro lado del túnel de Quinta Avenida y a un costado del río Almendares) y, por supuesto, el proverbial Tropicana, según Cabaret Quarterly (1957) “el cabaret más grande y más bello del mundo”, sitios por donde eventualmente deambulaban los personajes de Tres Tristes Tigres con sus preocupaciones existenciales y cabriolas lingüísticas.

A las clases pudientes habaneras les gustaba escabullirse de malas compañías y miradas imprudentes, del ruido de los claxons y el canto de los pregones. Por eso fueron emigrando del Casco Histórico hacia el Cerro y El Vedado, y después hacia el oeste. La nueva zona, conocida como Miramar, responde al muy avant-garde concepto de ciudad-jardín, delineado por arquitectos del Reino Unido a fines del XIX y bastante influyente en los Estados Unidos a principios del nuevo siglo. Y, por lo mismo, con abundante vegetación en sus calles y avenidas, así como a la entrada y en los patios de sus mansiones, muchas construidas, como las de Paseo, con el dinero de la Danza de los Millones. Una raya más para la modernidad que fue creciendo en el tiempo hasta culminar, antes del triunfo revolucionario, en el fastuoso reparto Country Club, actual Cubanacán, y en clubes para el recreo y disfrute de esa crema de la crema, abundantemente documentado por las crónicas sociales de la época. De los llamados cinco grandes, tres estaban en Miramar: el Havana Yacht Club, el Havana Biltmore y el Miramar Yatch Club ―los otros dos eran el Vedado Tennis Club y el Casino Español.

Y lo hicieron, naturalmente, edificando una infraestructura y una vialidad epitomizada por la Avenida de las Américas, más conocida como Quinta Avenida.

Diseñada por el arquitecto norteamericano George H. Duncan y por el exestudiante de la Universidad de Columbia, Leonardo Morales, la Quinta conectó a Miramar con El Vedado. La época de los viejos puentes había terminado. Concluido en 1959, un nuevo túnel salía a la avenida del Malecón para relacionar al residencial, en cuestión de pocos minutos, con La Rampa, el centro de operaciones comerciales y bancarias en el que se movía parte del capital acumulado, el dinero de la mafia y no pocas transacciones bancarias con el Norte.

A la derecha de cualquier vehículo en movimiento, antes de llegar a esas cinco cuadras, aparecía el hotel Riviera, y un poco más adelante, la magnificencia del Focsa, la Embajada de los Estados Unidos (1953), hechura de la firma neoyorkina Harrison & Abramovitz, que también diseñaría el Avery Fisher Hall, el Metropolitan Opera House en el Lincoln Center, el Empire State Plaza, el edificio de las Naciones Unidas y el cuartel general de la CIA, en Langley, Virginia. Después estaban los rascacielos alrededor de Línea y Malecón, seguidos por el Hotel Nacional en la loma de Taganana. Una vez más, a fines de los 50 La Habana estaba cambiando dramáticamente su propia fisonomía.

Pero había un punto de convergencia con todo ese ruido que se deseaba evitar: el tramo comprendido entre las calles 112 y 120, prácticamente ahí mismo en la Quinta Avenida, no muy lejos de asentamientos habitados por emigrantes rurales y desclasados, los entonces llamados “barrios insalubres”, uno de ellos “El Romerillo”. Un poco más arriba, no muy lejos del cabaret Tropicana, se ubicaba un barrio obrero fundado en 1911 por el emigrante piamontés Dino Pogolotti, famoso entre otras cosas por ser cuna de ñáñigos y espacio de rumbanteras.

La cultura culinaria fue uno de los modos de ser de esa peculiar locación de la Playa: se le conocía como “Las Fritas de Marianao”, donde cuentapropistas populares ofertaban en sus carritos y kioskos, a precios módicos, toda una cornucopia gastronómica como las clásicas fritas cubanas, papas rellenas, minutas, panes con bisté, frituras, chicharritas, panes con tortilla, tamales y otras maravillas de Boloña. En los años 50 el musicólogo español Adolfo Salazar [4] bautizó lo que allí sonaba como la “Música de las Fritas” [5]. El lugar se había ido poblando de bares con nombres tan sonoros como programáticos: “El Francés”, “El Inglés”, “El Gallito”, el “Milo Bar”, el “Caña Brava”, “La Bombilla”. Y de cabarets de bajo costo que se llamaban “Mi Bohío”, “El Niche”, “El Flotante”, “El Panchín”, “El Pompilio”,  “La Taberna de Pedro” Entre ellos, los más famosos eran el “Rumba Palace”, “La Choricera” y el “Pennsylvania”, todos envueltos en un derroche de anuncios lumínicos, a la manera de La Habana de entonces.

 

De acuerdo con algunos testimonios,  el “Pennsylvania” era el de mejor categoría. Allí se presentaba Tula Montenegro, una bailarina escultural que ponía a las audiencias masculinas con las manos en la cabeza, y no precisamente por amor a la rumba: cuentan que tenía la facultad de mover de manera independiente cada una de sus nalgas y cada uno de sus senos [6]. Pero el lugar tenía otra peculiaridad, por contradictorio que parezca: a él no podían acceder las personas de raza negra. Salvando las distancias, era lo mismo que hacía aquel cercanísimo Havana Yatch Club, donde se le negó la entrada al propio presidente Batista por su condición étnica [7]. De esa manera también procedían correlatos provinciales de esa aristocracia del dinero y el poder, como el Cienfuegos Yatch Club, motivo de un sonado escándalo mediático en 1956 por impedir la entrada del corresponsal negro Arístides Reyes Reyes, del periódico Alerta, enviado a cubrir unas regatas [8].

“La Choricera”, “El Niche”, “Los Tres Hermanos” y el “Rumba Palace” despuntaban por las presentaciones del santiaguero Silvano Shueg Hechevarría (1900-1974), más conocido como El Chori, un percusionista con una vida personal bastante trágica, otro que estuvo en la cima y terminó su existencia en el más completo anonimato en un cuartucho de la calle Egido, en La Habana Vieja. Un pez dentro de cuatro paredes que, como Chano Pozo, pudo dar el salto, pero optó por quedarse dentro de su propio elemento, tragado por los márgenes, la cultura de la orilla y la bohemia. Y todo un virtuoso/excéntrico musical, que en sus espectáculos utilizaba sartenes, artefactos y botellas que llenaba de agua para sacarles sonido junto a sus pailas y tambores. Y muchas veces lo hacía, literalmente, con la lengua afuera. 

En esos bares y cabarets de poca monta no solo había jolgorios, aplausos y movimientos pélvicos, sino también reyertas que con alguna frecuencia iban más allá de puños y silletazos, un indicador de la condición social de muchos asistentes, complicada más todavía por la omnipresencia del alcohol y algo más. No debió ser, por tanto, un territorio tan multiclasista, como a veces se ha sugerido o escrito. Muchas personas, no necesariamente de clase media, preferían otras opciones como el Reloj Club, en la Avenida Rancho Boyeros, o el Alí Bar, donde tenía su cuartel general el gran Benny Moré [9]. Si algo le sobraba a La Habana de los años 50 era precisamente diversidad de espacios para la vida nocturna [10]. Pero, con todo, la Playa era algo así como lo máximo en su género: una verdadera academia para los músicos populares cubanos.

Por supuesto, también había prostitución. Su primera variante se ejercía mediante una vieja entidad republicana: la academia de baile. La de la Playa estaba en “El Pompilio”. Y como para cerrar la noche después de cervezas Hatuey, high balls de Canada Dry con Matusalén, y de calenturas al ritmo del cadencioso son y la rumba, hacia adentro, un poco más alejado de la Quinta Avenida, había un conjunto de posadas y prostíbulos que retroalimentaban la fama de La Habana. No hay testimonios conocidos acerca de estos últimos, ni de las mujeres que allí operaban, ni de sus proxenetas, ni de sus precios, pero un ejercicio de imaginación y lógica sociológicas conduce a la idea de que los de allí, cercanos al Romerillo, no debían ser muy distintos a los del Barrio Chino o el Barrio de Colón en su decadencia. La marginalidad y la pobreza habaneras tienden a quedar entre paréntesis en los discursos nostálgicos. Sin embargo, sitios como estos las sacan a flote sin el más mínimo resquicio para la duda.

Las páginas web de la nostalgia tienen en este punto la razón, aunque a veces con inexactitudes factuales, resultado de la prisa y el entusiasmo por demostrar lo que ya se sabe. En 1957 el ingreso percápita era de $374, el segundo en América Latina, solo superado por el de Venezuela ($857). Había un aparato de radio por cada 6,5 habitantes, un receptor de TV por cada 25, un teléfono por cada 38, un periódico por cada 8, un automóvil por cada 40; el 58,2% de las viviendas tenían electricidad [11]. Pero todo aquello estaba montado sobre asimetrías y contrastes quevedescos; como “La engañadora”, el chachachá con que el maestro Enrique Jorrín puso a bailar a todos los cubanos en 1953.

En ese mismo año de 1957 la Agrupación Católica Universitaria (ACU) dio a conocer los resultados de una encuesta sobre la vida de los obreros agrícolas cubanos: tiraban para Dhaka o Kabul, no para la perla largamente imaginada. Malvivían con 25 centavos diarios, el 90% se alumbraba con luz brillante, solo el 6% de sus viviendas ―el sempiterno bohío de yaguas y pencas de guano—, tenía instalaciones sanitarias, el 64% carecía incluso de letrinas; el 83% no tenía local para bañarse; solo el 11% de sus ocupantes bebían leche; solo el 4% comían carne y solo el 2% huevos (su peso corporal era 16 libras inferior al promedio nacional). Y también daba cuenta de otra pesadilla: el 44% no sabía leer ni escribir [12].

Por otra parte, en la urbe de edificios portentosos y letreros de neón el 30% de sus moradores vivían en solares, casas de inquilinos y barrios indigentes como Las Yaguas, a unos pocos metros de la calzada de Luyanó, como lo habían denunciado el periodista Guido García Inclán desde las páginas de Bohemia y las extraordinarias fotos de Ernesto Fernández. Según estimados del Consejo Nacional de Economía (1958), de mayo de 1956 a abril de 1957, el 62% de las personas en edad laboral tenían empleo en Cuba, el 10,1% estaban parcialmente ocupadas, el 16,9% ocupadas sin remuneración alguna y el 16,3% sin trabajo. En términos prácticos, algo más de la tercera parte de la fuerza laboral se encontraba en situación de desempleo o subempleo. En La Habana, el primero alcanzaba el 21,6%, pero en otras provincias como Oriente y Las Villas los índices eran superiores (29,2% y 22,9%, respectivamente) [13]. Ello se verificaba en medio de un aumento en los precios de los alimentos y del costo de la vida. Para los sectores populares, la jugada estaba apretada.

El patrón consumista, introyectado por la presencia norteamericana en Cuba, que llegó a su clímax en esos rutilantes años 50, resultaba al final del día una clonación imposible de sostener, incluso para los sectores medios, sus destinatarios preferenciales. Pero ese peculiar sentido de modernidad logró penetrar con éxito de arriba para abajo, lo cual no podía sino generar falsas expectativas y, a la larga, frustraciones. Las estructuras de la dependencia no daban para más; el modelo estaba en su fase de agotamiento.

Y todo en medio de un proceso político marcado por una oposición revolucionaria que el régimen reprimía con brutalidad policial desembozada, chorros de agua a presión contra los estudiantes en San Lázaro, a escasas cuadras de la Colina Universitaria, y con Ventura en la Quinta estación y otros asesinos torturando y ejecutando a jóvenes de prácticamente todas las clases sociales, a menudo tirados en las calles como sacos de basura por los sicarios del terror. Y con una Sierra Maestra en expansión hasta la batalla de Santa Clara, que en diciembre de 1958 selló el destino de Batista al montarlo en un avión con destino a la República Dominicana. A pesar de todo el apoyo político y logístico-militar recibido de la administración Eisenhower hasta el último momento [14].

Una tradición muy del Norte: apostar por la carta más segura, pero con sus impactos colaterales, como el de aquellos cohetes que tiró la aviación del General en casa del campesino Mario Sariol en Minas del Frío, en plena Sierra. “Me he jurado que los americanos van a pagar bien caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta de que ese va a ser mi destino verdadero”, reflexionó en una nota el joven comandante de verde olivo. Para ellos, escribe un estudioso al otro lado del Estrecho, “Cuba no se tomaba en serio. Era un lugar exótico y muy tropical, un sitio para la diversión, la aventura, el romance y el abandono. Y para lunas de miel y vacaciones, un burdel, un casino, un cabaret, un puerto de buenas libertades ―y para fichas, juergas y borracheras” [15].

El nacionalismo cubano, radical y pendular, tuvo entonces la palabra.

 

Notas:

1. Guillermo Cabrera Infante: La Habana para un infante difunto, prólogo de J. J. Armas Marcelo, Editorial Bibliotex, Barcelona, 2001,  p. 6.

2. Senén Suárez: www.senen-suarez.blogspot.com.es/2011/02/la-importancia-de-los-anos-40-en-la.html

3. Enrique Cirules: La vida secreta de Meyer Lansky en La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2009, un relato de Armando Jaime Casielles, cubano que Lansky contrató en Las Vegas y que realizó para él actividades varias como chofer y profesor en distintas escuelas para dealers que la mafia montó en La Habana.

4. Adolfo Salazar (1890-1958). Crítico musical en el periódico madrileño El Sol. Coincidió con García Lorca durante su estancia en La Habana, también invitado por la el Instituto Hispanocubano de Cultura. Dice Argeliers León: “Por música de las fritas se refirió el musicólogo español Adolfo Salazar a la música que soneros y rumberos hacían en kioskos y pequeños cabarets que por los años 30 se expandieron por los alrededores de las Playas de Marianao”, “El son”, www.lajiribilla.cu/2005/n238_11/283_03.html.

5. Tania Quintero: “La Quinta Avenida y la música de las fritas”, taniaquintero.blogspot.com/…/la-quinta-avenida-y-la-musica-de-fritas.html; Senén Suárez: “Las playas de Marianao: donde las noches se tornaban días” http://www.cubarte.cult.cu/periodico/columnas/reflexiones-y-vivencias/las-playas-de-marianao-donde-las-noches-se-tornaban-dias/20/7648.html; Juani Similä: “La Playa de Marianao. Un pasaje olvidado en la música popular habanera”,www.helsinki.fi/aluejakulttuurintutkimus/tutkimus/xaman/…/simila.html.

6. Yolanda Farr: “Instantánea 22. Cuba en la década de los 50 (tercera parte). Cabaret”, sábado 31 de marzo de 2012,  yolandafarr.blogspot.com/…/instantanea-22-cuba-en-la-decada-de-los-50.html.

7. “Al presidente Batista se le prohibió, en su primer gobierno, ser socio del Habana Yatch Club, también al senador Alfredo Hornedo”,  testimonia Alfredo J. Sadulé, ayudante presidencial del dictador, Diario de Cuba, 30 de marzo de 2012, www.diariodecuba.com/cuba/1333097745_1133.html.

8. Jorge Oller Oller: “Discriminación racial”, www.cubaperiodistas.cu/fotorreportaje/37.html.

9. “En ocasiones eran lugares de reunión de individuos de pésimos antecedentes, siendo habitual en ellos las reyertas, a veces sangrientas”. Juani Similä: ob. cit.

10. Para un recuento de esos espacios, véase Ciro Bianchi: “La noche que pasa”, Juventud Rebelde, La Habana, 1 de enero de 2011. Los testimonios sobre las preferencias bailables provienen de una entrevista con varios miembros del Círculo de Abuelos del Parque de los Mártires, municipio Centro Habana, 5 de julio de 2015.

11. Louis A. Pérez: Cuba and the United States: Ties of Singular Intimacy, The University of Georgia Press, Athens and London, 1990, pp. 226-227.

12. Encuesta de la Agrupación Católica Universitaria, Carteles, La Habana, 16 de marzo de 1958, pp. 38 y ss.

13. Consejo Nacional de Economía, “Symposium de Recursos Naturales de Cuba”, La Habana, febrero de 1958. Ibídem.

14. Thomas G. Patterson: Contesting Castro. The United States and the Triumph of the Cuban Revolution, Oxford University Press, New York/Oxford, 1994; también  Carlos Alzugaray: “El ocaso de un régimen colonial: los Estados Unidos y la dictadura de Batista en 1958”, Temas, no. 16-17, La Habana, octubre de 1998-junio de 1999, pp. 29-41.

15. Louis A Pérez: On Becomming Cuban. Identity, Nationality, and Culture, The University of North Carolina Press, Chapel Hill and London, 1999, p. 490.

 [J1]Enlace al trabajo https://www.lajiribilla.cu./articulo/el-leon-en-el-invierno