La Feria del Libro 2016

Nancy Morejón
16/2/2016

Muchos años atrás, justo en la época en que Aureliano Buendía descubría el hielo para los lectores de la segunda mitad del siglo XX, comenzaron a realizarse, al influjo de la gran Feria del Libro de Frankfurt, en Alemania Federal, las Ferias del Libro. Por supuesto, los países de Europa estaban a la vanguardia, pero sus ecos llegaban a tierras americanas.

No olvido que, alguna vez, iniciada la década de los 80, pero lejos todavía de la caída del Muro de Berlín, arreglando el mundo, como suele ocurrir en estos casos, frente a un grupo de chilenos exiliados en la preciosa ciudad alemana de Heidelberg, escuché a un exitoso narrador cubano decir: “En Cuba, un libro es más barato que un helado”. El asombro más espontáneo se instaló en la terraza del café donde charlábamos amigablemente.

Aquellas eran palabras indicadoras de un hecho real, por tanto irreversible, que siempre formó parte de una política cultural tan espontánea como el azoro de los amigos chilenos, revestido con una marcada intención de abrir horizontes y puertas a toda una nación en cuyo seno habían desaparecido, gracias a la entrega de toda una generación, los analfabetos; una política cuyas raíces se encontraban en aquel pensamiento de 1959 en donde lo importante era establecer la justicia social en un país dependiente cuya economía de plantación había hecho estragos en todas las clases sociales, principalmente entre los campesinos, los obreros y los marginales. No le decíamos al pueblo: “cree”. Le decíamos, con firmeza, por el contrario: “lee”.

Gracias al ánimo de Alejo Carpentier y de todo un proceso de renovación social, se publicaban obras clásicas y contemporáneas; pero, a la vez, se importaban otras, traducidas, de numerosos ámbitos literarios europeos a través de los más significativos idiomas modernos de aquel período. 

El interés desplegado por la incipiente vida editorial quería sumar inteligencias, sensibilidades. Dar a los lectores —multiplicados como por arte de magia a lo largo de un solo año, el 61— las mejores obras de la literatura cubana, latinoamericana y caribeña. Gracias al ánimo de Alejo Carpentier y de todo un proceso de renovación social, se publicaban obras clásicas y contemporáneas; pero, a la vez, se importaban otras, traducidas, de numerosos ámbitos literarios europeos a través de los más significativos idiomas modernos de aquel período.   

El Quijote, de Miguel de Cervantes, abrió los horizontes. Luego, pronto, iríamos a conocer, en grandes tiradas, títulos como La metamorfosis, de Kafka; Retrato del artista adolescente, de James Joyce; Muerte en Venecia de Thomas Mann, así como las narraciones más representativas de los autores norteamericanos de la beat generation a quienes había precedido una edición de El viejo y el mar, de Ernest Hemingway. El periodista José Pardo Llada animaba con fe unos curiosos libros en miniatura, bajo el rubro del Patronato del Libro Popular en donde los estudiantes de la época leímos con fruición fragmentos del Canto a mí mismo, de Walt Whitman así como el legendario Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez.

Íbamos cambiando las reglas del juego. Íbamos entrando en un mundo donde el trasfondo de las diversas culturas a las que nos íbamos acercando nos ponía en el centro del interés intelectual del planeta Tierra, sin distinción ninguna.  Importaba la cultura, no el éxito de ventas. Importaba la belleza de las ediciones cuyo diseño gráfico alcanzó excelencias inimaginables propiciando, a la par, la existencia de un movimiento de carteles diseñados y realizados por los más talentosos artistas de aquellos tiempos. Leíamos a borbotones en pequeños círculos de interesados; antes o después de una reunión; compartíamos opiniones y, sobre todo, nos encontrábamos en la mejor disposición de concebir el conocimiento no como privilegio sino como pan cotidiano. El trabajo de los traductores alcanzó su más hermosa plenitud.

Íbamos cambiando las reglas del juego. Íbamos entrando en un mundo donde el trasfondo de las diversas culturas a las que nos íbamos acercando nos ponía en el centro del interés intelectual del planeta Tierra, sin distinción ninguna.Si bien, entrado ya el siglo XXI, el libro confronta sus funciones en plena era de la electrónica y las tecnologías más avanzadas, lo cierto es que sigue siendo una vía expedita de comunicación, una forma factible de mejoramiento humano. El libro artesanal, en su belleza inigualable, ha encontrado caminos y expresiones plásticas que no debemos olvidar, y menos relegar. El papel de los libros y las revistas no se rendirá a las máquinas y siempre atraerá multitudes a pesar de la existencia innegable de realidades virtuales. El libro no es una burbuja sino esa campana invencible que convoca a la noble inteligencia que se entrega al ejercicio del bien.

La Feria del Libro, en sus ramificaciones por toda la Isla, como Odiseo frente a las naves de Ítaca, es uno de los acontecimientos culturales más importantes de la vida nacional. Une a poetas, narradores, historiadores, investigadores, maestros, alumnos y les ofrece un espacio único de encuentro vital, de aceptación de que la virtud, mediante la lectura y el estudio es una amiga y, si así se hace, es algo posible.