Joyitas bien guardadas

Maité Hernández–Lorenzo
15/12/2016

Cuando escucho la canción “El soldado” en la voz de su autora, María Teresa Vera, se me hace un nudo en la garganta. Ya Carlos Díaz, en Teatro El Público, la empleó al finalizar Escuadra hacia la muerte, de Alfonso Sastre, y entonces sentí lo mismo. La voz quebrada de Maite trasmite un dolor lejano pero actual.

Ahora Teatro La Salamandra la coloca como tema principal de la banda sonora de su más reciente estreno, Historias bien guardadas, una exquisita puesta de sentidos sobre papel y madera.

 Historias bien guardadas
Fotos: Abel Carmenate

Historias bien guardadas tuvo una peculiar temporada en la Casa de las Américas el pasado jueves 8 de diciembre, con tres funciones en una sola jornada.

Le viene bien un espectáculo así a la escena cubana desde los soportes y presupuestos del teatro de animación de figuras para adultos. Un segmento de la escena nacional que, salvo escasos ejemplos, como El irrepresentable paseo de Buster Keaton, de Teatro de las Estaciones, vuelve sobre caminos ya trillados. No es suficiente mérito que sea para adultos. Felizmente, Historias bien guardadas aparece en un momento en que el teatro cubano puede confrontar montajes de títeres para adultos en espacios como la Bacanal, por ejemplo.

Historias… amplifica el detalle gracias a la interacción íntima entre el público y la representación —o representaciones, para ser más específicos—, a la contención de las actuaciones y, por otra parte, a la exquisitez de los materiales escénicos. No hay un elemento que no se integre a la escenografía total de la puesta. Nada escapa al concepto visual y temporal del montaje. El extremo cuidado de su limpieza plástica puede notarse en los más ínfimos recovecos o en los elementos más expuestos al público: una postal, una carta o la silla donde se sienta una actriz.

Entre los daguerrotipos y fotos sepias sombreados y desdibujados, el equipo creativo del espectáculo reconoce a sus propios familiares. En ellos advertimos perfiles semejantes a estos jóvenes que han jalado esos rostros detenidos en el tiempo. Tesoros de la familia expuestos a los ojos del presente. Un viaje simbólico del “más allá” al “más acá”. Llama la atención el extremo cuidado en la animación de cada figura, accesorio, papel, de todo “documento” que cobra vida escénica sobre la mesa de “trabajo”, cual retablo horizontal, de la actriz.

“Tuvimos que meternos en el comercio de anticuarios”, me explica Mario David Cárdenas, a cargo del concepto visual. La gestión se verifica en la autenticidad de los elementos escénicos, de una silla o una mesa, detalle que pone en valor la visualidad y diseño escénico de la pieza.

La obra, de 35 minutos de duración y con los espectadores de pie, contiene otra historia que va sucediendo de manera paralela a la “principal”. Esta tiene como espacio escénico un teatrino, pero con mecanismos más complejos que el habitual. Denominado teatro de cajón, su arquitectura, concebida y realizada de la mano de Alejandro D’Angelo Ruíz, produce la ilusión de asistir, como voyeurs, a una  sala teatral.  Una joven vestida de novia, interpretada por Edith Ybarra, anima y opera los mecanismos desde la parte trasera. Ha seleccionado a un espectador que durante nueve minutos se concentra en la historia de Pablo y Ofelia. El vestuario de la actriz ya adelanta información sobre la historia, pero, al igual que su compañera, Ederlys Rodríguez, ese recurso no desplaza la atención del público, sino que se complementa al crear un espejismo de simultaneidad apoyado por la melodía de la canción de Vera.

El amor y el desamor, el paso del tiempo, biografías individuales que también nos refieren a una época desde otro costado, serían quizá los temas de ambas historias. Sencillos frescos de vida y muerte, algunos de ellos relatados con simpatía. En común, un viaje en retroceso, desde el pasado hacia el presente de los personajes, un viaje que ha logrado sortear los escollos de la memoria y ha atravesado el umbral de la muerte para narrar en el presente.


 

Sin embargo, detrás de esas biografías, un paisaje las conecta: una isla atrapada entre el colonialismo y la seudorrepública en sus primeras décadas. Historias, sujetos, personajes, situaciones que se expanden, como hondas sobre el agua, para arribar a nuestros días.

El equipo creativo indagó en los archivos del habanero Cementerio Colón, se sumergió en el periodismo costumbrista de Robreño, recreó la imagen, tanto en los vestuarios como en los accesorios, de esas épocas. Cajas de metal y de madera, antiguos reservorios de galletas, chocolates y otros dulces, cofres y recipientes, joyas de la vida doméstica cubana de antaño puestas en valor, sentimental y artístico, bajo el concepto visual de Cárdenas y con el diseño de vestuario del maestro Eduardo Arrocha.

La tríada Ybarra, Rodríguez y Cárdenas firma la dirección artística. Un trabajo colectivo bordado con excelencia, con eso que ya casi no nombramos, “el buen gusto”. Interesante el paso del tiempo en el propio montaje. Apenas perceptible, suavemente concatenado, un silencio que levita sobre las minúsculas acciones de las actrices, solo roto cuando es imprescindible, cuando el relato demanda una aclaración justa y oportuna. Solo por eso.

La Salamandra se coloca con este espectáculo, sencillo y hermoso, en una cuerda floja. Pero una cuerda tensa por donde transita segura y despacio, gozosa de los tiempos a su favor.

En Historias bien guardadas colaboraron además en la música original y banda sonora, Kiko Figueredo; en las luces, Darel Santiago Traba y en la asesoría teatral, Yudd Favier.