¿Hay mujeres? Todo saldrá bien

Laidi Fernández de Juan
27/3/2018

A mis amigas de siempre

 

Reconozco que la idea no es enteramente mía. Agradecer a mujeres que nos hemos tropezado en la vida sin saber sus nombres ni cuando nos volveremos a encontrar, ya lo han hecho otras antes que yo, por lo cual no pretendo originalidad de ninguna clase. Sin embargo, el texto que leí en redes sociales y me motiva, cuya autora resulta desconocida para mí, se ciñe a esas muchachas que nos topamos en el baño, en la entrada o en la pista de una discoteca, cuando estamos alegres en exceso y somos felizmente jóvenes. Simpático el gesto de agradecer a quienes muestran solidaria ayuda ante la indefensión, pero existen muchos otros ejemplos de complicidad entre mujeres y a esos quiero referirme.

Nos apoyamos con las miradas que desde las camillas nos lanzamos unas a otras, como una manera
de decir “todo va a salir bien”. Foto: ACN

 

Cuando nos iniciamos en esa etapa de la vida llamada maternidad, —por lo general edulcorada en demasía—, encontramos quizás el primer ejemplo de solidaridad entre mujeres adultas, aunque no el único. En las consultas obstétricas comienzan las relaciones entre desconocidas: se conversa de cómo crece la panza, de las pataditas anunciadoras que ya se sienten, de la turgencia de las mamás, los tobillos hinchados, las náuseas, el cansancio y de la forma de globo indetenible que va tomando nuestro cuerpo. Las mujeres se agrupan en la antesala de las consultas según la edad gestacional de los bebés que aún no han nacido y así, en ese intercambio de sensaciones, de miedos y de expectativas ante lo que se avecina, se forja una rara complicidad. A veces coincidimos las mismas de la consulta en la sala de parto. Nos apoyamos con las miradas que desde las camillas nos lanzamos unas a otras, como una manera de decir “todo va a salir bien”. Y también puede suceder que luego de parir, nos ubiquen juntas en el mismo cuarto, lo cual es una gran suerte, porque “la bajada de leche” no ocurre por igual con la premura ni con la abundancia que nuestra cría reclama. La neomamá de la cama al lado de la nuestra, tiene mucha más leche que nosotras y sin tener que pedírselo, ella alimenta a nuestro bebé durante las primeras 24 horas. Es muy frecuente y bellísimo este acto de altruismo. De pronto, una mujer con quien quizás habíamos intercambiado las direcciones de la tienda donde hay culeros, o jabones hipoalergénicos, o los mejores biberones, se convierte en la nodriza de nuestro hijo. Nosotras, a cambio, acunamos a su beba y ayudamos limpiando ese meconio tan difícil de despegar del primer pañal. Durante cuarenta y ocho horas, somos dos mujeres recién paridas que hacemos más caso a lo que nos sugiere la abuela que a las recomendaciones del neonatólogo. Además, nos acompañamos al baño, nos apoyamos una en la otra para salir de la cama sin tanto dolor, y nos regalamos algodones, nos prestamos las batas, nos peinamos y maquillamos una a la otra para que las visitas no sepan lo mal que nos sentimos. Al cabo de compartir cuatro noches de rotunda complicidad, nos despedimos con una especie de satisfacción ante el deber cumplido, sospechando que nunca más nos veremos.

Luego viene otra etapa de solidaridad: encuentros en las consultas de pediatría, coincidencias en los círculos infantiles, en las reuniones de padres de la escuela primaria. Somos amigas emergentes, no de vernos fuera de los contextos de nuestros hijos. Resulta muy tranquilizador saber que no estamos solas durante esos primeros años de la crianza: siempre otra mujer como nosotras está transitando por el mismo camino, tal vez con la terrible sensación de que no vamos a poder con todo. Pero al compartir las mismas angustias, carencias y desasosiegos, una extraña paz alcanza el milagro de apaciguarnos, porque nos decimos, aun en medio de pucheros, “todo va a salir bien”.

En la misma medida en que los hijos crecen, las madres nos vamos distanciando unas de otras. Porque ya estamos más seguras, ya los muchachos son menos enfermizos, ya van decidiendo qué hacer con su propia existencia sin demandar tanto de nosotras, de manera que continuamos el rumbo de nuestras vidas, cada quien por su lado.

Con particular énfasis durante la sombría década de los noventas, las mujeres cubanas nos dimos las manos como nunca antes. Sobre todo quienes éramos madres primerizas, dependimos unas de otras para casi todo. Entre nosotras, compartimos no solo ropitas, teteras, cunas, mosquiteros y corrales, sino porciones de comida, pedazos de jabón, alfileres de criandera, tres malangas, dos papas y un ala de pollo para alimentar a los niños. Fue un período espantoso y de intensa complicidad. Nos intercambiábamos hasta cosas del mercado negro, sin importarnos la ilegalidad de nuestros actos.

Más adelante, con la llegada de la madurez, se establecen dos formas de hermandad mujeril, no excluyentes entre sí: madres que soportan el éxodo de sus hijos (se animan entre ellas como hicieron en el salón de parto, se acarician con la mirada que intenta transmitir el mismo mensaje de veinte o de treinta años antes: “todo va a salir bien”) y a la vez, son  mujeres que simultanean la añoranza del crío que se fue, con los cuidados a los padres.

Cuidadoras por decreto social, las madres huérfanas de hijos —o no—, y a cargo de la ancianidad de sus progenitores sin apenas recursos ni mecanismos aliviadores, asumimos una segunda vuelta de tuerca en el papel de vigilar fiebres, caídas, rasguños, además de alimentar a esos longevos que nos dieron la vida y que un día, lejano ya, nos enseñaron, entre miles de cosas, a caminar, a decir “buenos tardes”, “muchas gracias” y “por favor”. Es la última etapa de complicidad entre mujeres, porque sabemos que no es tiempo de ceremonias, y que no está lejano el momento de comenzar a necesitar de los bastones, de los baberos y de esos colchones anti escaras que ahora conseguimos para nuestros padres. No hay tiempo para llantos, —nunca—, sino de reconocernos en la calle, sonreír siempre con apuro y decirnos con la mirada “todo va a salir bien”. Hablando en plata”, donde hay mujeres no hay fantasmas, sino una montaña de deberes más o menos placenteros. Montaña a la que entramos con uñas y dientes, sin saber qué, quién, ni cómo nos espera, pero a la que hay entrarle con todas las ganas posibles. “Todo va a salir bien” parece el lema de la mujer contemporánea, esa que se sacude las añoranzas, respira hondo y tira hacia delante.