¿Fuimos (somos aún) antipoetas?
28/11/2019
En mi época de estudiante de secundaria y preuniversitario nos impartían Literatura (universal, española, latinoamericana, cubana) como parte del currículo académico obligatorio. Ello no impedía que la viéramos como algo complementario, pues para los jóvenes de mi generación casi todo el prestigio lo acaparaban, sobre todo, la ciencia y la técnica. Lo demás era cultura general. Asistíamos a una especie de era nacional de arribo al conocimiento.
Creo que fue hacia el final de los estudios de bachillerato que para algunos de nosotros la fórmula se invirtió, y lo que pasó a la categoría de cultura general fueron las ciencias, mientras la Literatura, la Historia y la Filosofía conquistaban protagonismos. En tal viraje tuvieron mucho que ver, en mi caso, las lecciones del poeta Carlos Galindo Lena, mi profesor de doce grado. De manera general la expansión del hábito de lectura hizo que, entre otros muchos, cayeran en nuestras manos libros de lo más avanzado de las corrientes literarias universales. Uno de esos volúmenes, publicado por Casa de las Américas con el genérico título de Poesía de Nicanor Parra, nos llegó hacia los finales de la primera década.
con la savia surrealista”. Foto: Internet
En aquella compilación aparecían, sobre todo, textos de Poemas y antipoemas, Artefactos y Versos de salón, los libros más emblemáticos del chileno. Busqué todo lo que pude de su obra, y creció la fascinación por su desenfado:
Considerad, muchachos,
Este gabán de fraile mendicante:
Soy profesor en un liceo obscuro,
He perdido la voz haciendo clases.
(Después de todo o nada
Hago cuarenta horas semanales).
¿Qué les dice mi cara abofeteada?
¡Verdad que inspira lástima mirarme![1]
Saltémonos algunos pronunciamientos extraliterarios de Parra; consideremos su aporte a las letras latinoamericanas y a la poesía en lengua castellana en general. Pese a que ya antes de él algunos autores, entre ellos nuestro José Zacarías Tallet, habían propuesto una visión similar con la desacralización del sujeto lírico y toda la utilería de los poemas, Nicanor Parra es quien, con mayor asiduidad, configuró con la antipoesía su sistema comunicativo en la búsqueda de su lector en el hombre común, erigido también sujeto lírico.
La Cuba de los 60, en lo poético, se inició con el arribo impetuoso a la vida pública de aquellos autores que, provenientes de la llamada “generación de los años 50”, ganaron presencia en nuestras librerías desde las entregas de un naciente sistema editorial auspiciado por la política cultural de la Revolución. A ese grupo generacional se le llamó también “del coloquialismo cubano”.
No obstante lo anterior, vale decir que los vínculos de aquellos autores con los principios estéticos de la antipoesía fueron tangenciales. No perdamos de vista que ya había transcurrido casi una década desde la publicación de Poemas y antipoemas y las esencias se habían decantado un tanto. Nuestros coloquiales, por otra parte, eran poetas de vasta cultura casi todos y estaban muy al tanto de cuáles eran los principales rumbos en la lírica de la lengua.
Quizás la primera señal de que un grupo poético cubano se deslizaría por el torrente antipoético la aportó el de El Caimán Barbudo con su proclama “Nos pronunciamos”. Bien sabemos cuán lejos se llevaron, hasta el segundo lustro de los 70, las pautas antipoéticas reforzadas con el principio de que eran quizás las únicas que tributaban volumen a los nuevos tiempos de cambios radicales. El sujeto popular actuante en el nuevo entramado social hallaba su legitimación en una expresión donde, según confirma Antonio Rubio Reyes:
…[el yo lírico] se desprende de toda cualidad creadora, seudodivina e inmaculada, y se presenta parecido a un ser vulgar, un hombre común. De ahí el carácter de conferencia que tienen algunos antipoemas: el yo indica su semejanza al tú o al ustedes. (…) La retórica poética se parodia con los registros de la crónica o el reportaje. En conclusión, la antipoesía busca señalar una igualdad con el otro y comunicar una angustia[2].
Esa humildad y esa comunión con el lenguaje popular los podemos advertir, en los momentos iniciales, en David Fernández (luego David Chericián) con La onda de David, o en Domingo Alfonso con Poemas del hombre común e Historia de una persona, entre otros, pero sobre todo en el grupo de jóvenes que iniciaron su despunte en aquella revista. Se trata en su mayoría de poetas nacidos en la década de los 40. Raúl Rivero, Guillermo Rodríguez Rivera, Víctor Casaus, Félix Contreras, entre otros, dieron su nota antipoética con Papel de hombre y Poesía sobre la tierra, de Rivero, y El libro rojo, De una isla a otra isla, y El fulano tiempo, de Rodríguez Rivera, Casaus y Contreras, respectivamente.
La cercanía de estos poetas con la antipoesía se vinculaba sobre todo con ese afán por desacralizar y exaltar los discursos populares que tan bien se avenían con las políticas de inclusión social que la joven Revolución instrumentaba. En tal sentido, algunas de sus herramientas estilísticas, en coincidencia con lo detallado por Osvaldo Ulloa Sánchez, fueron: “frases hechas, tono de lección magistral, tono de conferencia, de informe científico o académico, de reportaje, de relato periodístico, de noticia, de aviso comercial”[3]. Aunque en nuestro caso se deberá añadir que el usufructo del punto de vista de la cámara cinematográfica constituye también uno de los recursos de mayor recurrencia.
Igual difiere la antipoesía cubana —si es que así podemos llamarle— de su matriz continental en que lejos del escepticismo que caracterizara a aquella, asumió el tono apologético por las realizaciones revolucionarias del momento. Un rasgo común allá y acá lo tenemos en el trasfondo humorístico, conseguido a través del ingenio, que contribuyó de manera notable al apareamiento con lo popular.
El manifiesto del grupo inicial, que conocemos como del “Primer Caimán”, deja constancia de la asunción de algunas pautas:
Nos pronunciamos por la integración del habla cubana a la poesía. Consideramos que en los textos de nuestra música popular y folklórica hay posibilidades poéticas. Consideramos que toda palabra cabe en la poesía, sea carajo o corazón. Consideramos que todo tema cabe en la poesía[4].
Una buena parte de lo hasta aquí afirmado nos conduce a varias interrogantes: ¿se pueden clasificar realmente como antipoetas los poetas cubanos de las décadas de los 60 y 70?; ¿cuán hondas y permanentes son entre nosotros las marcas dejadas por esta manera de enfrentar la poesía como fenómeno comunicativo?
A la primera pregunta me respondo, sin pretensiones concluyentes:
- Los poetas cubanos más reconocidos de aquellas promociones se acogieron a varias de las marcas estilísticas de la antipoesía y con ello ejecutaron un acto de actualización estética, pero la circunstancia de la revolución triunfante incorporó un matiz apologético que la alejaba del escepticismo de los fundadores de la tendencia.
- La asunción del habla popular, del humor (a veces el desparpajo) y de la humildad del sujeto lírico también fueron rasgos comunes. Pero en nuestro país la exacerbación de esos puntos condujo a la reducción de la fórmula poética, de manera que rápidamente asistimos al agotamiento de esos recursos, pese a su permanencia como discurso hegemónico durante más tiempo de lo aconsejable.
- Aquella promoción de poetas no se puede considerar como significativa en el devenir continental de la antipoesía. Se trata de un arribo tardío y conflictivo con la misma. Tampoco ellos aspiraban a la etiqueta.
En relación con la segunda inquietud, aunque pueda parecer este un debate estéril, por demodé, considero que las marcas de estos modos de expresión nunca han dejado de mantener cierta presencia en nuestra lírica. De allá a acá tuvimos, entre otros fenómenos, la resurrección del lirismo hermético, las rupturas de Diáspora, los experimentos posmodernos, la poesía de los desdoblamientos, y otras. Pero en la dinámica actual algunas de aquellas premisas se han reciclado y comienzan a ocupar nuevamente un espacio, menos ambicioso, pero tangible en las plataformas de promoción.
Es cierto que a veces las podemos hallar de manera descarnada, como en La maestranza, de Oscar Cruz; otras más atenuada, como en Recreos para la burocracia, de Sigfredo Ariel. Tampoco olvidemos que en momentos anteriores una buena parte de los textos de Frank Abel Dopico, Ramón Fernández Larrea o Alberto Rodríguez Tosca se mostraban apegados a algunos de sus principios.
¿Fuimos antipoetas? Si atendemos a que el propio Nicanor Parra afirmó que un antipoema “no es otra cosa que el poema tradicional enriquecido con la savia surrealista”[5] no me parece vergonzante aceptar que aquellas pautas, aún hoy, nos marcan algunos derroteros, con la misma ecléctica intensidad que los vienen marcando, desde siempre, todas las vanguardias y todas las tradiciones.
Estimado Riverón, amigo. He disfrutado tu trabajo sobre la antipoesía publicado en La Jiribilla. Gracias por tu dedicación a temas tan esclarecedores y necesarios sobre nuestra cultura literaria. Un abrazo.