Fernando Pérez, devoto de dos paseos icónicos: El Malecón y El Prado

Joel del Río
12/11/2019

Es un admirador rendido de la belleza, no siempre sonrosada, de La Habana. Toda la dignidad de lugares emblemáticos de la ciudad, en particular los paseos de El Malecón y El Prado, se respira en algunas dramáticas secuencias de sus mejores películas, desde Clandestinos, en 1988, hasta Últimos días en La Habana, realizada casi 30 años después. La Habana de Fernando Pérez es una Habana que duele y preocupa, sin dejar de ser, ni por un segundo, la ciudad azul y sepia, la Ciudad Maravilla, una etiqueta tal vez apropiada para las agencias turísticas, pero no siempre cabal cuando se entiende el cine como arte, y expresión del ser nacional.

Cineasta cubano Fernando Pérez. Fotos: Internet
 

Si bien Clandestinos tal vez no sea la primera película que nos venga a la mente hablando de las recreaciones cinematográficas de San Cristóbal de La Habana, desde el principio, con la protesta en el Estadio del Cerro, se manifiesta la intención de anclar el significado de la trama en ciertos espacios urbanos. En la escena previa al atentado del apagón provocado,  Carmen (Susana Pérez) y Ernesto (Luis Alberto García) discuten, dentro de un carro típico de los años 50; ella piensa casarse con Pino, y el jefe se niega terminante a que lo hagan, porque no es momento para sacar papeles y dar nombres en un juzgado, lo cual significa regalarse, entregarse, y complicar más lo que ya es difícil. Antes de la discusión, en un ambiente citadino, de calle estrecha y oscura, se insertan planos breves de anuncios de neón: Galleticas La Estrella, Goodrich Cubana, etc., quizás para apuntar el glamour y el brillo de un espacio urbano que los capitalinos llamaban “las tiendas de La Habana”.

La escena posterior del atentado está cargada de suspenso: Ernesto debe abrir un registro en la calle, para provocar un corte en las líneas soterradas. Cada uno vigila en una bocacalle previendo alguna presencia intrusa de la policía. Se alternan planos de Ernesto debajo del pavimento, y el tiroteo que continúa en la superficie. El protagonista es herido, pero el grupo lo rescata en el último momento. Al final del atentado, hay una panorámica de La Habana (aparentemente vista desde el Morro, o desde el mar), que queda completamente a oscuras, con la única luz de los vehículos en movimiento por el Malecón. La zona de Centro Habana colindante con el Malecón será escenario idóneo para varias películas posteriores de Fernando Pérez.

Una ciudad lustrosa y de colores pastel, dentro del mismo registro elegante y melancólico de Clandestinos, se reitera en Hello Hemingway (1990), dominada por las hermosas vistas de Finca Vigía, rememorada en el mismo plano nostálgico que el Instituto de La Habana, la sede de la embajada de los Estados Unidos de América (vista a gran distancia, pero que representa para el personaje la posibilidad de un futuro mejor), y el Paseo del Prado.

A la imagen de la casona blanca con que comienza Hello Hemingway se superpone un texto que dice: “El escritor Ernest Hemingway vivió durante más de veinte años en la Finca Vigía, ubicada en San Francisco de Paula, un pueblo en las afueras de La Habana. La acción de esta película transcurre en 1956”. Larita (Laura de la Uz) es vecina de Finca Vigía y contempla con nostalgia el lustroso caserón que para ella simboliza el triunfo del talento.  Además del reiterado y largo recorrido de la protagonista desde su casa hasta el Instituto de La Habana, la ciudad se muestra con frecuencia, en sus arterias comerciales, donde trabaja la prima (María Isabel Díaz), calles colmadas de transeúntes y de bullicio. También está la escena de la discusión, en el Paseo del Prado, donde se ponen de manifiesto los intereses irreconciliables entre Larita, más individualista y que quiere irse a estudiar a Estados Unidos, y su novio Víctor (Raúl Paz), quien piensa más en el provecho colectivo, y la acusa de abandonar todas las cosas por las que vale la pena luchar.

La imagen de una Habana glamorosa y chic cambia radicalmente cuando Fernando Pérez afronta temáticas contemporáneas en los años 90. A partir de Madagascar (1993), la ciudad deviene personaje triste y lóbrego, representada sobre todo mediante los símiles simbólicos del túnel oscuro y la escalera estrecha, sinuosa e interminable como las que recorren madre e hija (Zayda Castellanos y Laura de la Uz) en sus constantes permutas, algunas de ellas en rutas colindantes con el Malecón. A lo largo del filme, ambas mujeres emprenden largas caminatas por lugares icónicos de la capital, que luego se reiteran en otras películas del autor, no solo el Malecón, sino también el Puente de Hierro o el Túnel de Línea, en torno a los cuales se inicia y concluye el argumento completo del filme.

Madagascar (1993).
 

Por solo hablar de las primeras secuencias de Madagascar, recuerdo que se muestra a un grupo de ciclistas que acometen la loma de entrada en el Puente de Hierro, y la fotografía de Raúl Pérez Ureta, junto con la edición de Julia Yip, muestra de modo surrealista sus movimientos ralentizados, acompasados, y fuera de foco, cual si formaran parte de la pesadilla de la madre, que en ese mismo momento se está consultando con el médico, porque de noche sueña lo mismo que vive de día. En una de las escenas de particular desaliento de este personaje, cuando se siente incapaz de comprender y ayudar a la hija, ella es vista caminando, o sentada, en el monumento al Maine, junto al Malecón, o caminando por el mencionado Puente de Hierro, en el cual se escenifica también el principio mismo del filme.

En La vida es silbar cada personaje se enseñorea de un espacio o lugar determinado. Bebé, que es la narradora omnisciente, en busca de sus hermanos de crianza, dice en algún momento: “La Habana también está sola, pero no como yo, yo soy feliz”, y lo dice mientras mira directamente a la cámara. Más tarde, habla delante de la maqueta de La Habana con el planeta Tierra al fondo, como para subrayar su posición de predominio, por encima de la toda la urbe. Y si Bebé se adueña de la ciudad toda, Elpidio (Luis Alberto García) aparece con frecuencia cerca del mar, desde el momento en que aparece en la película, dormitando acostado en el muro del Malecón, llegando a La Punta, donde el filme también concluye, justo cuando Bebé aprende a hablar, pero se le olvida silbar.

Los otros dos personajes de La vida es silbar son la cuidadora Julia (Coralita Veloz) y la bailarina Mariana (Claudia Rojas). La primera de ellas es la dueña de espacios domésticos y del asilo de ancianos donde trabaja, aunque en el clímax de la película también acude bajo la lluvia al reencuentro con sus hermanos, bajo el aguacero, en la Plaza de la Revolución. Mariana es la dueña del Gran Teatro de La Habana, y del Paseo del Prado, por donde la vemos, al principio de la película, asistiendo a un desfile surrealista de mancebos desnudos, tal y como ella los ve en su calenturienta imaginación.

Y al Prado y al Gran Teatro vuelve Fernando Pérez en Suite Habana (2003). En ese paseo se desgrana la vida cotidiana de la anciana vendedora de maní, muchas veces apostada justo enfrente del colegio para niños especiales donde asiste Francisquito todos los días, acompañado por su abuela. Después vemos a otro de los 15 protagonistas del filme, para llegar a ese templo de la cultura donde transcurre la otra parte de la vida de Ernesto, el bailarín, y lo vemos descender de un almendrón frente al Gran Teatro, entrar por la puerta principal y subir por la lujosa escalinata, para llegar a tiempo a la función nocturna de ballet, porque durante el día, lo vimos trabajar en la reconstrucción de su casa, cuyo techo ruinoso deja pasar el agua de lluvia.

Suite Habana es delicada elegía de amor a la ciudad y a su gente en un sentido holístico, por eso se aleja muchas veces de la estrecha franja que constituyen el Prado y el Malecón. Hay, por ejemplo, una memorable secuencia de montaje animada por personajes episódicos no protagónicos: una mujer llama a Yosvany a gritos desde su enrejado balcón, sobre el fondo blanco de las paredes y la escalinata del Capitolio y la imponente estatua de La virtud en el pórtico. El sonido de la llamada femenina parece retumbar en toda la ciudad, y contrasta con el perenne silencio de la estatua capitalina.

Suite Habana (2003) es una delicada elegía de amor a la ciudad y a su gente.
 

Debe recordarse que las primeras imágenes de la película todavía no aterrizan en el Prado ni en Malecón, sino que muestran, en alternancia, la farola del Morro y la estatua de John Lennon. Después de retratar la farola (que reaparece mucho más tarde, cuando cae el sol, escoltada por la canción “La tarde”, de Sindo Garay) hay un plano muy general y picado de la ciudad desde sus azoteas, y se ve cómo quedan las luces encendidas durante la noche, mientras en el cielo surge el tenue resplandor del amanecer. En varias ocasiones posteriores, habrá panorámicas para contemplar el vuelo de las palomas sobre las azoteas, y movimientos de cámara que van desde el mar hasta la jungla de azoteas, pasando por encima del muro del Malecón, el lugar al cual se le encomienda el hermosísimo final del filme, con el mar “agrediendo” el impertérrito muro.

El Malecón y el Túnel de Línea, las azoteas, los cuartos oscuros, las palomas, las escaleras y la lluvia forman parte también de la iconografía habanera que rodea a Javier (Carlos Enrique Almirante), el protagonista de Madrigal (2007), a quien vemos muy triste, recostado al muro del Malecón, sosteniendo un pliego de papeles, mientras las olas saltan el muro. Javier sostiene los papeles donde escribió el cuento que le iba a regalar a la muchacha suicida, y todavía tiene en su mano el escrito, lo vemos entrar en el Túnel de Línea, encima de un camión donde traslada un arpa que lleva a casa de Luisita para regalársela, aunque ella ya no esté. El conjunto del camión, el joven con unos papeles en la mano, el túnel y el arpa crean el entorno perfecto para la más surrealista de las películas de Fernando Pérez.

El cineasta debió distanciarse de los sitios habaneros que suele recrear en sus películas para filmar José Martí, el ojo del canario (2010), en la cual es citada profusamente la arquitectura de La Habana (colonial) desde el principio, cuando se alude a la vida ancestral de una ciudad incómoda y vocinglera. Al protagonista niño se lo ve caminando o corriendo por callejones, llenos de fango, entre vendedores, pregoneros y ladronzuelos, en el bullicio de una villa cuya visión colonial es evocada al final de la calle Muralla, entre los muros de La Cabaña, y en el palacio de Aldama, mientras que el Gran Teatro de La Habana, que en esa época se llamaba Teatro Tacón y tenía una fisonomía completamente distinta, se representó en el teatro Sauto de Matanzas. En ese mismo teatro, Fernando Pérez coloca a José Martí, niño, enamorándose para siempre de la música y el arte.

Al inicio de La pared de las palabras (2014) se alternan por edición tres líneas del argumento que le permiten al director reincidir en algunos de sus leitmotiv urbanos característicos: por un lado están los pacientes siquiátricos que miran desde atrás de la cerca el basurero en la parte de afuera del hospital; Elena, el personaje de Isabel Santos, la madre de uno de esos pacientes, se ve abrumada, en pleno bullicio centro-habanero, para tratar de alquilar algo que la lleve a visitar el hospital, y por otro lado está la abuela (Verónica Lynn), que está llegando a Cuba por el aeropuerto (mostrado también en Suite Habana en torno a la familia dividida por la emigración).

La pared de las palabras (2014).
 

La abuela es trasladada por el nieto (Carlos Enrique Almirante) en la parte de atrás de un camión, de modo que se perciben a ratos, fragmentos del paisaje capitalino, hasta que llegan a la casa, que está cerca del mar, en Santa Fe, y así la vida y las tristezas de Elena se vinculan al litoral habanero, tal y como le sucedía a Larita en Hello Hemingway, Bebé en La vida es silbar, Javier en Madrigal, Miguel en Últimos días en La Habana, e incluso a Haydée Milanés en el personaje que interpreta en el video musical Canción fácil, también dirigido por Fernando Pérez.

Últimos días en La Habana (2017).
 

Finalmente, en el inicio mismo de Últimos días en La Habana (2017) se muestra a Miguel (Patricio Wood) que se baña en el Malecón, donde da pie, en las pozas que forman el diente de perro. Cuando regresa a su casa, a través de calles bulliciosas, sube la escalera y llega a la azotea, desde la cual se percibe nítidamente la cúpula del Capitolio al fondo. Al final de la película, cuando Diego (Jorge Martínez) ya ha muerto, y Miguel intenta cumplir su voluntad comprando chocolates en una tienda, se subraya la perspectiva apesadumbrada del protagonista cuando sale a una calle inundada de transeúntes, cuyo evidente desánimo contrasta con la inundación sonora del reguetón de moda. Así es La Habana que muestra Fernando Pérez, contrastante y vital, incómoda y fascinante.