Ella y el retablo titiritero nacional

Rubén Darío Salazar
3/1/2018

Ella no es perfecta, ya lo sabemos.  En esos deslices atribuibles a los seres humanos reside toda su hermosura, su gracia infinita. Dicen los sabios que de los amores, si son verdaderos, hay que tomar siempre lo más iluminado, nunca lo más oscuro. Ya que debo restringirme a  59 líneas para hablar de ella, viajaré en las evocaciones de otros para rememorar un suceso imprescindible en todo lo que vino después y hasta hoy para el teatro de títeres en Cuba.

 


Foto: Solo de Danza del alma, Villa Clara. Cortesía de Sonia Almaguer

 

Los hermanos Camejo y Pepe Carril, líderes del Guiñol Nacional de Cuba, creado en 1956, fueron seleccionados por ella para fundar a principios de los años sesenta, en cada cabecera de las antiguas seis provincias (Oriente, Camagüey, Las Villas, Matanzas, La Habana y Pinar del Río) un teatro de títeres bajo el nombre de Guiñol, en referencia a la cita martiana (“… y el teatro Guiñol, donde hablan los muñecos, y el policía se lleva preso al ladrón, y el hombre bueno le da un coscorrón al hombre malo…”) que aparece en el cuento original “Bebé y el Señor Don Pomposo”, publicado en el primer número de la revista para niños y niñas La Edad de Oro, en 1889.

El Guiñol de Oriente, constituido en 1961,  abrió una brecha a la antiquísima historia de las figuras de papel, tela, cuero o cartón, con raíces en Asia, la India y Europa. Una historia que en la Isla inicia su desarrollo a partir de los años cuarenta del siglo pasado, hasta conseguirse una profesionalización con dignidad tras el triunfo revolucionario de 1959. Otra vez ella y su fuerza descomunal, inmersa en la formación y la creación de un mundo teatral de cuentos, leyendas y fábulas autóctonas y foráneas. Yo fui un niño que supo de los títeres gracias a la agrupación fundada por los Camejo y Carril en Santiago de Cuba. El mismo joven que después, estudió gratuitamente arte dramático en el Instituto Superior de Arte de La Habana, otra de las entidades de nivel superior incentivadas por ella.

En 1962 se inauguraron los guiñoles de Camagüey, Matanzas y Pinar del Río. El más occidental se fragmentó en dos agrupaciones al arribar los años noventa, eco de una acción atomizada que generó a su vez múltiples ejercicios en materia de muñecos por todo el territorio nacional. El colectivo matancero cambió su nombre por el de Teatro Papalote. Allí tuve mi primera escuela de títeres. Soy discípulo  de René Fernández, alumno directo de los Camejo y Carril. Eso pesó definitivamente para la creación, en 1994, de la casa llamada Teatro de Las Estaciones. El Guiñol de Santa Clara, mantiene todavía su nombre. Dos de sus guías principales sostienen una actividad meritoria a nivel artístico y pedagógico. Ella debe estar feliz. Su proyecto pasó del sueño a la realidad, e instituyó para el público más pequeño, y también para el de adultos, focos escénicos que laboran permanentemente en la promoción de un arte milenario.

La gesta auspiciada por aquella de quien estamos hablando, pareció culminar en 1963, con la apertura del Teatro Nacional de Guiñol. Escribo pareció, porque realmente después vino la eclosión. Se crearon grupos, escuelas, seminarios, planes de desarrollo, festivales, publicaciones, concursos y un sinfín de alternativas teóricas y prácticas. Súmesele además todos los ires y venires de una escena y una sociedad cambiante, en plena ebullición. Varias generaciones han ido marcando con sus respectivas huellas, esta aventura que tuvo mucho de utopía, pero que se tornó real, con todas las vibraciones humanas y artísticas posibles.
 

Espectáculo Los dos Principes, teatro de las estaciones, Matanzas.
Foto: Cortesía de Sonia Almaguer

 

A las inauguraciones de un cine nacional, una compañía de ballet, otra de danza, un conjunto folklórico, el circo cubano, un sistema artístico docente en todas las especialidades, desde el nivel elemental hasta el superior, puede agregársele  con orgullo la germinación de un retablo contentivo de todos los colores y mixturas culturales de nuestro país. Por ella trabajo incansablemente desde hace treinta años. Ella es la culpable mayor del desasosiego por alcanzar una perfección que se me escapa, como escribí al principio, pero que a casi seis décadas de su llegada, reverdece primaveras cada enero y nos reclama más títeres, plantar retablos en la tierra, en el aire, en el fuego de la creación cotidiana, a la búsqueda de lo imposible.

Definitivamente hay que cuidar, refrescar y crecer el amor por los retablos y por ella. Con tantas experiencias acumuladas pudiera ser  eternamente nuevo.