El mito Hemingway

Francisco López Sacha
6/10/2016

Tengo una relación de amor con Ernest Hemingway. Solo con ha­ber escrito Adiós a las armas y El viejo y el mar es suficiente para amarlo. Pero también escribió “Colinas como elefantes blancos”, “La breve vida feliz de Francis Macomber”,  “Los asesinos”, y participó en la defensa de Madrid, junto a los milicianos, y más tarde escribió “El anciano del puente”, y estuvo junto a las tro­pas aliadas durante el desembarco de Normandía, y pescó, pescó, pescó, en las infinitas aguas azules de la corriente del Golfo, a la que inmortalizó.


Foto: Tomada de internet

Hemingway nos habló del valor, del código de conducta ante la muerte, y del otro valor, el que se necesita para dar cuerpo a las palabras y producir empa­tía, emoción y sentido en algo que no existe.
Desde luego, todo eso es muy grande. Pero mi amor también se funda en su manera de pensar la escritura. Su criterio de que lo más importante nunca se cuenta, sino que permanece abajo, en el fondo, como la masa invisible del témpano de hielo, estableció por fin la silueta teórica de una escritura doble, de una especie de puente anecdótico a través del cual pasa siempre la esencia del relato. En esa búsqueda y en ese afán, Hemingway nos habló del valor, del código de conducta ante la muerte, y del otro valor, el que se necesita para dar cuerpo a las palabras y producir empa­tía, emoción y sentido en algo que no existe y que solo el creador puede crear. Así podía trabajar a solas, desde el amanecer, embo­tando la punta de los lápices, sudando en el horno junto a la piel de antílope, de pie, leyendo y releyendo el resultado de la jornada anterior, medido en cifras, y los libros de antes “para recordar que siempre fue difícil escribir, y a veces, casi imposible”.

No hay estímulo mayor para el que escribe. Solo por esa ob­servación, que vale todo un tratado sobre arte, yo sigo amando a Hemingway. Y si además le añado el pedazo de Cuba que me toca en el comienzo de Tener y no tener, en las inmensas cayerías verdeazules persiguiendo submarinos nazis, en el encuentro con Fidel, en aquella medalla del Nobel que vi, como una más, junto a los brazaletes del 26 de Julio y los exvotos de cientos de combatien­tes cubanos en las vitrinas del santuario a la Virgen de la Caridad del Cobre, entonces puedo sentir y justificar el mito.

Naturalmente, esa es mi posición personal. Yo sería incapaz de quitar una piedra a la estructura descomunal de Hemingway. Sin embargo, considero necesario que otros vean al ser humano que hay detrás, es necesario conocer el fondo, esa relación extraña, su­til, amorosa y a veces brusca que tuvo con esta tierra, con su casa, sus amigos, con la revolución que vio triunfar casi en vísperas de su muerte, y con el mar. Es necesario, incluso, que se examine a través del arte, y la semiología, nuestra contribución al mito, esa piedra rodante que comenzó en Fossalta, una mañana, con la explosión de una mina, y terminó en Ketchum, Idaho, con el doble disparo de una escopeta de caza.

Nota: Fragmentos del prólogo del libro El mito Hemingway en el audiovisual cubano, de Miryorly García Prieto. Ediciones ICAIC, 2011.
2