El mejor amigo de un muchacho

Isaac Asimov
11/12/2017
Foto: José A. Figueroa. Sierra Maestra, 1969
 

—Querida, ¿dónde está Jimmy? —preguntó el señor Anderson.

—Afuera, en el cráter -dijo la señora Anderson—. No te preocupes por él. Está con Robutt… ¿Ha llegado ya?

—Sí. Está pasando las pruebas en la estación de cohetes. Te juro que me ha costado mucho contenerme y no ir a verlo. No he visto ninguno desde que abandoné la Tierra hace ya quince años… dejando aparte los de las películas, claro.

—Jimmy nunca ha visto uno —dijo la señora Anderson.

—Porque nació en la Luna y no puede visitar la Tierra. Por eso hice traer uno aquí. Creo que es el primero que viene a la Luna.

—Sí, su precio lo demuestra —dijo la señora Anderson lanzando un suave suspiro.

—Mantener a Robutt tampoco resulta barato, querida —dijo el señor Anderson.

Jimmy estaba en el cráter, tal y como había dicho su madre. En la Tierra le habrían considerado delgado, pero estaba bastante alto para sus diez años de edad. Sus brazos y piernas eran largos y ágiles. El traje espacial que llevaba hacía que pareciese más robusto y pesado, pero Jimmy sabía arreglárselas en la débil gravedad lunar como ningún terrestre podía hacerlo nunca. Cuando Jimmy tensaba las piernas y daba su salto de canguro su padre siempre acababa quedándose atrás.

El lado exterior del cráter iba bajando en dirección sur y la Tierra —que se hallaba bastante baja en el cielo meridional, el lugar desde donde siempre podía ver desde Ciudad Lunar—, ya casi había entrado en la fase de llena, por lo que toda la ladera del cráter quedaba bañada por su claridad.

La pendiente no era muy empinada, y ni tan siquiera el peso del traje espacial podía impedir que Jimmy se moviera con gráciles saltos que le hacían flotar y creaban la impresión de que no había ninguna gravedad contra la que luchar.

—¡Vamos, Robutt! —gritó Jimmy.

Robutt le oyó a través de la radio, ladró y echó a correr detrás de él. Jimmy era un experto, pero ni tan siquiera él podía competir con las cuatro patas y los tendones de Robutt, que además no necesitaba traje espacial. Robutt saltó por encima de la cabeza de Jimmy, dio una voltereta y terminó posándose casi debajo de sus pies.

—No hagas tonterías, Robutt, y quédate allí donde pueda verte —le ordenó Jimmy.

Robutt volvió a ladrar, ahora con el ladrido especial que significaba “Sí”.

—No confío en ti, farsante —exclamó Jimmy.

Dio un último salto que lo llevó por encima del curvado borde superior de la pared del cráter y le hizo descender hacia la ladera inferior.

La Tierra se hundió detrás del borde de la pared del cráter, y la oscuridad cegadora y amistosa que eliminaba toda diferencia entre el suelo y el espacio envolvió a Jimmy. La única claridad visible era la emitida por las estrellas.

En realidad Jimmy no tenía permitido jugar en el lado oscuro de la pared del cráter. Los adultos decían que era peligroso, pero lo decían porque nunca habían estado allí. El suelo era liso y crujiente, y Jimmy conocía la situación exacta de cada una de las escasas piedras que había en él.

Y, además, ¿qué podía haber de peligroso en correr a través de la oscuridad cuando la silueta resplandeciente de Robutt le acompañaba ladrando y saltando a su alrededor? El radar de Robutt podía decirle dónde estaba y dónde estaba Jimmy aunque no hubiera luz. Mientras Robutt estuviera con él para advertirle cuando se acercaba demasiado a una roca, saltar sobre él demostrándole lo mucho que le quería o gemir en voz baja y asustada cuando Jimmy se ocultaba detrás de una roca aunque Robutt supiera todo el tiempo dónde estaba Jimmy, jamás podría sufrir ningún daño. En una ocasión Jimmy se acostó sobre el suelo, se puso muy rígido y fingió estar herido, y Robutt activó la alarma de la radio haciendo acudir a un grupo de rescate de Ciudad Lunar. El padre de Jimmy castigó la pequeña travesura con una buena reprimenda, y Jimmy nunca había vuelto a hacer algo semejante.

La voz de su padre le llegó por la frecuencia privada justo cuando estaba recordando aquello.

—Jimmy, vuelve a casa. Tengo que decirte algo.

Jimmy se había quitado el traje espacial y se había lavado concienzudamente después de entrar en casa; e incluso Robutt había sido meticulosamente rociado, lo cual le encantaba. Robutt estaba inmóvil sobre sus cuatro patas con su pequeño cuerpo de no más de treinta centímetros de longitud estremeciéndose y lanzando algún que otro destello metálico, y su cabecita desprovista de boca con dos ojos enormes que parecían cuentas de cristal y la diminuta protuberancia donde se hallaba alojado el cerebro no dejó de lanzar débiles ladridos hasta que el señor Anderson abrió la boca.

—Tranquilo, Robutt —dijo el señor Anderson, y sonrió—. Bien, Jimmy, tenemos algo para ti. Ahora se encuentra en la estación de cohetes, pero mañana ya habrá pasado todas las pruebas y lo tendremos en casa. Creo que ya puedo decírtelo.

—¿Algo de la Tierra, papi?

—Es un perro de la Tierra, hijo, un perro de verdad… un cachorro terrier escocés para ser exactos. El primer perro de la Luna… Ya no necesitarás más a Robutt. No podemos tenerlos a los dos, ¿sabes? Se lo regalaremos a algún niño.

El señor Anderson parecía estar esperando que Jimmy dijera algo, pero al ver que no abría la boca siguió hablando.

—Ya sabes lo que es un perro, Jimmy. Es de verdad, está vivo… Robutt no es más que una imitación mecánica, una copia de robot.

Jimmy frunció el ceño.

—Robutt no es una imitación, papi. Es mi perro.

—No es un perro de verdad, Jimmy. Robutt tiene un cerebro positrónico muy sencillo y está hecho de acero y circuitos. No está vivo.

—Hace todo lo que yo quiero que haga, papi. Me entiende. Te aseguro que está vivo.

—No, hijo. Robutt no es más que una máquina. Está programado para que actúe de esa forma. Un perro es algo vivo. En cuanto tengas al perro ya no querrás a Robutt.

—El perro necesitará un traje espacial, ¿verdad?

—Sí, naturalmente, pero creo que será dinero bien invertido y muy pronto se habrá acostumbrado a él… Y cuando esté en la ciudad no lo necesitará, claro. Cuando lo tengamos en casa enseguida notarás la diferencia.

Jimmy miró a Robutt. El perro robot había empezado a lanzar unos gemidos muy débiles, como si estuviera asustado. Jimmy extendió los brazos hacia él y Robutt salvó la distancia que le separaba de ellos de un solo salto.

—¿Y qué diferencia hay entre Robutt y el perro? —preguntó Jimmy.

—Es difícil de explicar —dijo el señor Anderson—, pero lo comprenderás en cuanto lo veas. El perro te querrá de verdad, Jimmy. Robutt sólo está programado para actuar como si te quisiera, ¿entiendes?

—Pero papi… No sabemos qué hay dentro del perro ni cuáles son sus sentimientos. Puede que también finja.

El señor Anderson frunció el ceño.

—Jimmy, te aseguro que en cuanto hayas experimentado el amor de una criatura viva notarás la diferencia.

Jimmy estrechó a Robutt en sus brazos. El niño también tenía el ceño fruncido, y la expresión desesperada de su rostro indicaba que no estaba dispuesto a cambiar de opinión.

—Pero si los dos se portan igual conmigo, entonces tanto da que sea un perro de verdad o un perro robot —dijo Jimmy—. ¿Y lo que yo siento? Quiero a Robutt, y eso es lo que importa.

Y el pequeño robot, que nunca se había sentido abrazado con tanta fuerza en toda su existencia, lanzó una serie de ladridos estridentes… ladridos de pura felicidad.

 

Isaac Asimov (Rusia, 1920- Nueva York, 1992) fue un prolífico autor de lengua inglesa. Su obra es igualmente notable tanto en la ficción como en la divulgación científica y la historia.
Es el autor del Ciclo de Trántor, que forma parte de la serie del Imperio Galáctico. A él se deben alrededor de 500 volúmenes, y si no el padre, al menos está considerado como uno de los tres pilares de la ciencia ficción; los otros notables son  Robert A. Heinlein y Arthur C. Clarke. Aunque sí creó la novela policial de ciencia ficción.
Es asimismo el autor de la Guía de la Ciencia para el Hombre Inteligente y de la Guía Asimov para la Biblia (1981), obra en la cual explica, con gráficos y mapas cada uno de los libros que componen ese libro fundacional.
Destacamos sólo algunos títulos debidos a su mano incansable. Las novelas Los piratas del espacio (1953), El sol desnudo (1957), Los robots del amanecer (1983); y los libros de relatos Yo, Robot (1950), Estoy en Puertomarte sin Hilda (1968) y Los vientos del cambio (1983).
La obra de Asimov ha sido llevada al cine con bastante fortuna, y se sigue reeditando de año en año.
Un dato curioso es que este autor padecía de claustrofilia, que es la predilección por los pequeños espacios cerrados. Según el testimonio de Janet Opal Jeppson, la segunda de sus esposas y su viuda, éste murió de sida, contraído mediante una transfusión contaminada.
El asteroide 5020 lleva el nombre de Asimov, como tributo a este humanista colosal. (AF)