El largo solo de Leonardo Acosta (In Memoriam)

Reinaldo Cedeño Pineda
4/1/2017

“En 1955 decidí viajar a Nueva York (…) y a pesar de los pronósticos pesimistas sobre el jazz que había leído (…) me encontré con un panorama muy floreciente: el club Birdland estaba en pleno apogeo (…), y en los alrededores de la calle 52 y Broadway se había inaugurado el Basin Street y seguía en el Palladium y el Hickory House, sin contar con los clubs de jazz de Harlem y Greenwich Village. Regresé a La Habana pensando en la necesidad de tener un club dedicado exclusivamente al jazz, pero el intento que hicimos con el Cabaret Las Vegas fracasó. Después de un tiempo con la orquesta Cubamar y un grupo más pequeño (…) trabajé unos meses con la banda de Benny Moré en 1956 (…) a fines de año, el propio Benny había disuelto la banda y (…) me vi enrolado en la orquesta del venezolano Aldemaro Romero para trabajar un mes en Maracaibo (…) a mi regreso a La Habana, me encontré hastiado de las grandes bandas; necesitaba tocar jazz, y en grupos pequeños.

Fotos: Cortesía de Margarita González Sauto

“En 1958 yo había hecho otro viaje a Nueva York, y a mi regreso me encontré con un nuevo fanático de jazz, el diseñador francés Jacques Brouté, quien había formado parte de un club de jazz en París y otro en Roma (…) Una tarde celebramos un jam session en el Club 21 (…) para que escucharan el proyecto de jazz Jackes, para organizar un club de jazz (…) al día siguiente hicimos una reunión en mi casa (…) el primer paso fue inscribir el club cubano de jazz como sociedad de recreo. Iniciado en el St. Michel y conformado en el Havana 1900, El Club Cubano de Jazz, se mantuvo durante tres años, a público lleno” [1].

Perdóneseme cita tan extensa, mas la creí necesaria para dejar establecido que cuando hablamos de Leonardo Acosta, no estamos solo ante un investigador, un periodista y crítico musical, ante un escritor y un musicólogo —Premio Nacional de Literatura 2006 y de Música en 2014—, sino que se trata de un testigo excepcional, de un narrador que cuenta hechos de los cuales ha sido tantas veces protagonista. Esa multilateralidad le otorga al libro Un siglo de jazz en Cuba (Ediciones Museo de la Música, La Habana, 2012) y a toda su obra, una solidez de excepción.Esa multilateralidad le otorga al libro Un siglo de jazz en Cuba  y a toda su obra, una solidez de excepción.

Acosta comienza con los primeros contactos entre la música cubana y el jazz, “la esencial africanía de la música popular cubana” [2], los préstamos recíprocos y las interinfluencias entre una y otra forma ─incluidos el éxodo de negros libres cubanos hacia Nueva Orleáns y la colonia de exiliados cubanos en Nueva York─, la visita a la Isla de las compañías norteñas de minstrels [3] —cuya influencia en el teatro bufo cubano no suele ser mencionada— y, por supuesto, la ocupación militar norteamericana de la mayor de las Antillas, entre 1898 y 1902, con la consiguiente proliferación de bandas, música y bailes norteamericanos.

En busca de antecedentes y pioneros, el autor nos ubica en el Jockey Club, el Gran Casino Nacional, los hoteles Plaza, Sevilla y Biltmore, así como en otras sociedades de recreo donde actuaron las primeras jazzband cubanas que han pasado a la historia, si bien todavía se movían en la llamada society music (música de la “buena sociedad”). Los nombres del violinista Jimmy Holmes y el pianista Chuck Howard se encuentran entre los primeros que dirigieron esas agrupaciones, así como el octeto de José Antonio Curbelo que actuaba en el Cabaret Tokio, lugar desde donde se realizó la primera transmisión de jazz radial en Cuba (1927). De las charangas y las orquestas danzoneras de la época saldrán otros nombres antológicos, como los de Alfredo Brito, René Touzet y Armando Romeu con su famosa Orquesta Bellamar.El volumen se empeña en hacer justicia a estos cubanos que, sin reconocimiento entonces en la Isla, hicieron bailar al mundo de su época y que han alcanzado, a estas alturas, la condición de mitos.

Acosta nos pasea por la vida musical cubana y sus grandes bandas, la orquesta Hermanos Castro y la Riverside, la conquista de Europa por la Siboney de Alfredo Brito y la Havana Casino de Justo Azpiazu, todavía sin el Don que la acompañará en su esplendor; para entrar luego en los años 40 del bebop, el feeling y el mambo, los supershows de Tropicana, el Niño Rivera y el mundo de las descargas con tres célebres pianistas del jazz cubano: Frank Emilio Flynn, Bebo Valdés y Peruchín Justíz, en un ambiente de desigualdades y luchas sociales.

En el capítulo cinco: “La explosión del cubop o jazz cubano”, el investigador asoma un momento nodal para la historia del jazz universal: la entrada en escena de Machito and his afrocubans, con Mario Bauzá —particularmente aquilatado— como director musical, para algunos el hecho más importante en el desarrollo de la música latinoamericana en Estados Unidos; y por supuesto, el encuentro de Dizzy Gillespie y Chano Pozo (1947). El volumen se empeña en hacer justicia a estos cubanos que, sin reconocimiento entonces en la Isla, hicieron bailar al mundo de su época y que han alcanzado, a estas alturas, la condición de mitos. 

La mitad del siglo XX parece convertir al cabaret Tropicana en el centro del mundo [4]. Tal es la afirmación de Leonardo Acosta, tras invitarnos a compartir bajo las estrellas con Frank Sinatra, Benny Goodman, Cab Calloway, Tito Puente o Nat King Cole. La banda de Armando Romeo ponía los más avanzados arreglos de jazz y el baterista Guillermo Barreto organizaba antológicas jam sessions o descargas domingueras en el afamado cabaret. El surgimiento de la televisión y el auge de disqueras nacionales (Panart, Gema, Puchito, Kubaney) resultaron nuevos incentivos. A finales de la década de los 50, se abre espacio el ya mencionado Club Cubano del Jazz.

Las revoluciones no son paseos de rivera, afirmó alguna vez Alfredo Guevara. Con el triunfo de la Revolución cubana y la agresividad del vecino del Norte, las radicalizaciones estuvieron a la orden del día. Sobrevinieron excesos. Acosta apunta que, aunque algunos calificaron miopemente al jazz  como “música imperialista” [5], se “navegó con mejor suerte que otras músicas como el rock anglosajón” [6], en momentos en que Los Beatles debían ser escuchados a escondidas en la Isla.

Curiosamente, fue el Free American Jazz responsable del resurgimiento, al tiempo que Peruchín Jústiz establecía varias agrupaciones. Las descargas comenzaron en pequeños oasis como el Río Club. El autor se detiene en el singular caso de Felipe Dulzaides, cuyo repertorio fue “uno de los más completos que haya tenido una agrupación cubana” [7], y en los éxitos y avatares de la Orquesta Cubana de Música Moderna, agrupación tipo jazzband, creada por el controvertido Consejo Nacional de Cultura, que agrupó a veteranos y nuevas promesas. Asoman el trompetista Arturo Sandoval, el trombonista Juan Pablo Torres —calificados por el investigador como “dos nuevos meteoros”—, el saxofonista Paquito de Rivera, el pianista Chucho Valdés, el guitarrista Sergio Vitier, el contrabajista Cachaito López y los bateristas Guillermo Barreto y Enrique Plá, entre otros. Una nómina de absoluto lujo.

Al llegar a la creación del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC (1969), hablan el escritor y el músico. Acosta fue uno de los fundadores —interpretó el saxofón, fiscorno, flautas recorder— de esta singular agrupación que significó refugio en años convulsos y grises. El grupo, bajo la dirección de Leo Brouwer, ejecutó música para audiovisuales, nueva trova, ritmos afrocubanos y brasileños, jazz y rock. Como se sabe, en él figuraron Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Noel Nicola, Eduardo Ramos, Sergio Vitier, Emiliano Salvador (1951-1992) y otros. A este último, desaparecido en todo su esplendor, el autor le remarca su trascendencia, en su “manera de abordar formas pianísticas cubanas (…) sentido del equilibrio y sobriedad en la concepción”.

Al grupo Irakere, el surgimiento de los Festivales Jazz Plaza y algunas visitas inolvidables, al aporte de Bobby Carcassés, Gonzalito Rubalcaba y los nombres más recientes, se dedican las últimas páginas del volumen; así como a un grupo de instantáneas y referencias testimoniales.Casi, sin dejarnos respirar entre concierto y concierto, Leonardo Acosta nos entrega generosamente una centuria y más de música cubana.

Un siglo de jazz en Cuba se enmarca en lo que se ha denominado “Historia de la cultura”. Es la primera historia de este tipo en la Isla. Casi, sin dejarnos respirar entre concierto y concierto, Leonardo Acosta nos entrega generosamente una centuria y más de música cubana; sin que escapen nombres y circunstancias, sin prejuicios, sin afectación, sin esquemas, sin alardes; pero con indudable autoridad. Todo ello, lo narra con verbo esclarecido, apto para todos los públicos.

Permítaseme terminar con un nombre que aparece en la última página del libro, cual estrella naciente: el del pianista David Virelles, Premio JoJazz 1999 y Premio a la Excelencia Musical Oscar Peterson 2004, cuyos discos han sido sucesos en Nueva York, donde reside, y más allá. Valga para la mirada perspectiva de un libro, en verdad, redondo. Cuando le pregunté a Virelles si aquellos nombres sagrados del jazz afrocubano eran acaso cosa del recuerdo, esta fue la respuesta:

“Lo que se conoce como latin jazz no es para nada cosa del pasado. Chano Pozo tiene un lugar en la música norteamericana, como Machito, Mario Bauzá, Chucho Valdés, Emiliano Salvador, Gonzalo Rubalcaba, Peruchín, Frank Emilio, y gente más joven que produce incansablemente. Todo eso forma parte de nuestro legado cultural y eso me alimenta espiritualmente”.

Más que del saxofón o el piano, más que de la batería o la improvisación, sea este renuevo espiritual el que marque otros cien años de la gloriosa historia del jazz en Cuba, sobre el caudal de la centuria transcurrida. Que sea con el mismo vigor de este solo de letras —virtuoso, memorioso, eterno  solo de letras— de Leonardo Acosta.

Notas:

1.- Leonardo Acosta: Un siglo de jazz en Cuba, Ediciones Museo de la Música, La Habana, 2012, p. 168-171.
2.- Leonardo Acosta: Op. cit. p. 11.
3.- Género teatral musical norteamericano, con influencias de la ópera inglesa y la música negra sureña. Los actores blancos debían pintar sus caras de negro para interpretar canciones y bailes donde imitaban a los negros de forma humorística. Establecido semejante código, cuando a partir de 1855 subieron a escena actores negros, debieron seguir pintándose el rostro.
4.- En ese periodo de intensa competencia y bonanza económica, el Cabaret Sans Souci trajo a Cuba a figuras como Edith Piaf, Johnny Mathis o Sarah Vaughan, y en el Parisien del Hotel Nacional estuvo la mítica Yma Sumac.
5.- Leonardo Acosta: Op. cit. p. 185-186. El autor comenta un incidente durante una descarga de jazz en el Hotel Capri, interrumpida, “por un grupo de energúmenos” y cierto momento en que “en la Escuela Nacional de Música se expulsaba a los alumnos que fueran sorprendidos tocando jazz”. Varias figuras abandonaron el país, como Cachao, Bebo Valdés, Juanito Márquez y otros.
6.- Leonardo Acosta: Op. cit. p. 185.
7.- Leonardo Acosta: Op. cit. p. 193.