El grito del punk en Berlín

Miriela Fernández
14/12/2017

 

Lejos de Berlín y del punk, la película de Oskar Roehler descubre un mundo. Pero para quienes conocen la forma en que la música comenzó a hablar crudamente en los 70 y 80 desde Londres y Estados Unidos hasta sitios disímiles, ya fuese Australia, Alemania o Cuba, la ficción de Muerte a los hippies. Que viva el punk (Tod del Hippies! Es lebe der Punk) es una puerta de retorno a los años de conformación de esta escena musical en la ciudad alemana; se centra allí, en el momento en que Europa también tuvo su propia muralla y, con un tono de comedia, hace reflexionar sobre la cultura que fue saliendo de aquellos clubes “trash” y  que estuvo ─ha estado─ sostenida fuertemente por la libertad y la decadencia.

¿Qué fue el punk entonces? Parece ser la pregunta del director, quien da su punto de vista reconstruyendo vivencias de cuando era joven, pero como si volviese de algún viaje alucinógeno en el que se mezclan la risa y los sentimientos, así como la imaginación y espectros de realidad. De ahí que Robert (Tom Schilling), de 19 años, al escapar del absurdo de las planificaciones y el control en su ciudad natal, desembarque en Berlín Occidental, donde para muchos el único paraíso posible, entre la doble moral y el orden clasista, quedaba en los sitios donde las amarras sociales se soltaban con la expresión de otra forma de ser y hacer el arte y la vida. En aquel ambiente, podrá estar cerca de músicos que realmente ayudaron a construir la poesía oscura y a la vez muy nítida de ese tiempo, como Blixa Bargeld, a la cabeza del grupo Einstürzende Neubauten, y el actual líder de The Bad Seeds, el australiano Nick Cave.

Así, en la película asoma el movimiento de los “Diletantes geniales”, que permite entender la revolución musical en Berlín a partir de las líricas escupidas en el fondo de la ciudad, de lo grotesco, del uso artístico que podía tener cualquier objeto integrado a una banda y de los ritmos veloces y efímeros, todo lo que contextualiza el sentido del punk allí, conocido como Deutschpunk, y sirve para comprender también el paso previo a esa oleada de otros lobos de la noche como David Bowie e Iggy Pop.

Cuando se investiga brevemente sobre ese momento, aparecen otros espacios fuertes de la escena del punk como Düsseldorf y Hamburgo, que arrojaron varios grupos memorables, entre ellos, Slime y Die Toten Hosen.

Si bien el underground de la época ha sido tema de algunos filmes y documentales, el deseo de volver a desandarlo puede tener varias razones. En primer lugar, la nostalgia para una generación que contribuyó a darle vida, aunque muchos tuvieran, con el paso del tiempo, que decirle adiós. Por otro lado, la permanencia hoy de una escena, rehecha por jóvenes, que siguen diciéndose, como los británicos de The Clash, “si la música hablara…”. Y ahí es donde mejor se halla la salida a esta encrucijada que propone Roehler sobre la libertad y la decadencia.

Aun entre el cruzado fuego histórico de aquellos años, su película no recurre a esos grandes relatos. No es necesario. Porque él va directo a sus consecuencias y las refleja en algunos personajes que se mueven alrededor de Robert, de los que este quiere escapar para encontrarse con otros que sí puedan comprenderlo. Entonces se deja envolver en la seda de la rudeza cotidiana, a la que únicamente ponen luz la amistad, el arte, la música. La propuesta es ir hasta el último instante de la película, donde martillea esa letra: “la libertad es una prostituta y yo soy su hijo” o la frase del padre del protagonista que, en su desvarío, parece decir como el punk: toma tú las riendas, toma el control.