El cochero azul: crónica de un final mutante

Noel Alejandro Nápoles González
27/12/2017

Nadie lee dos veces el mismo libro. Primero, porque el lector que somos se mueve en el  tiempo, cambia a medida que vive nuevas experiencias, deja de ser él mismo constantemente.

El principito que leemos con doce años no parece el mismo que repasamos con veinte. Segundo, porque el contexto histórico se transforma y le aporta al texto un escenario diferente al que le dio origen.

Pienso en la Vida de Galileo Galilei resemantizada por Bertold Brecht, justo cuando varios científicos de primera magnitud colaboraban en la fabricación de la bomba atómica en los Estados Unidos. Tercero, porque a veces, aunque parezca insólito, los libros mutan. Sí, a veces los libros sufren mutaciones, cambios en su genética. Y este es el caso del que quiero hablarles a continuación.

Pertenezco a una generación que nació entre libros, creció entre libros y que coexiste entre las páginas de la realidad y la irrealidad de las páginas.

Muchos cubanos volamos con alas de libro, y hemos desarrollado una pasión que sólo se disipa un poco, cada año, en la Feria de la Cabaña.

Ello se debe en buena medida a que, después de 1959, no hubo obra clásica que no se publicara en Cuba, que no se vendiera a bajo precio o que incluso no se regalara a los estudiantes. Todavía pueden verse en las bibliotecas las sólidas Ediciones Revolucionarias, como árboles majestuosos en el bosque del conocimiento.

Pero confieso que hubo un libro, en mi infancia, que nunca pude conseguir  ni en los centros espirituales. Me refiero a El cochero azul, escrito por esa hada que se llamó Dora Alonso.
 

El cochero azul.
 

Su primera edición apareció en 1975, impresa en Argentina y con unas ilustraciones deliciosas e inolvidables.

El libro voló de las librerías y yo…me quedé con las ganas de tenerlo. Pero, como decía Wichy Nogueras, toda pelota perdida en la infancia sigue rebotando en la memoria.

Por eso seguí buscando. No fue hasta fines de los noventa que pude hacerme de un ejemplar bastante bien conservado. Lo primero que hice fue dedicárselo a mis hijos — que era como dedicárselo al niño que fui —y esa misma noche empezamos a leerlo. Página a página, anduvimos con todos aquellos personajes celestes por los campos cubanos. Y el libro se iba deshojando a la vez que florecía en nosotros su leyenda: la lectura es un otoño que da flores.

Cada día, mis hijos y yo repetíamos con la autora: quiribín, quiribín, quiribín.

Al cabo de la semana, llegamos al final: “Bajo un árbol de paraíso cuyas ramas destilaban goterones transparentes, se paró Azulejo. Deliberaron durante cuatro minutos y tres segundos, y el resultado fue un acuerdo unánime basado en seis puntos…”

Quien lea los cinco primeros puntos, se percatará de que son compatibles con la literatura infantil; el sexto, en cambio, parece un despropósito:

Proclamaban su calidad de cubanos, revolucionarios y socialistas.

Respeto mucho a Dora Alonso, pero siempre me he preguntado ¿qué tiene que ver un libro para niños, dotado de un vuelo poético envidiable, con un final que parece el acta de una reunión? ¿Por qué politizar una bellísima anécdota que bien puede, por cubanísima, tornarse universal?

Mi perplejidad aumentó cuando, más tarde, compré en tres dólares un ejemplar de la segunda edición, impresa en Madrid, y busqué el final: “Bajo un árbol de paraíso cuyas ramas destilaban goterones transparentes, se paró Azulejo. Deliberaron durante cuatro minutos y tres segundos, y el resultado fue un acuerdo unánime basado en seis puntos…” Pero el sexto punto no aparecía por ninguna parte…

En el 2012, ya fallecida su autora, salió la tercera edición, esta vez hecha en Cuba, modesta pero decorosa. Otra vez fui al final, ¿y qué me encontré? Léalo usted mismo:”Bajo un árbol de paraíso cuyas ramas destilaban goterones transparentes, se paró Azulejo. Deliberaron durante cuatro minutos y tres segundos, y el resultado fue un acuerdo unánime basado en cinco puntos…”

De manera que, en la primera edición, el sexto punto se anunció y se dijo; en la segunda, se anunció pero no se dijo; y en la tercera, ni se anunció ni se dijo. ¿Me creen ahora cuando digo que hay libros mutantes?

Dejo a otros los juicios de valor. Me limito, por el momento, a constatar el hecho, que ya de por sí es testarudo y elocuente. Por supuesto que nada de esto desmerece a un texto que junto a los de Nersys Felipe, Onelio Jorge y Herminio Almendros figura en el Olimpo de la literatura infantil cubana.

El cochero azul es un clásico porque ha recibido el más auténtico de los premios: el del tiempo.

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