En Lo cubano en la poesía Cintio Vitier afirmó sobre Samuel Feijóo: “El yo está virgen y salvaje ante la naturaleza”, y también: “Después de Francisco Pobeda y El Cucalambé, Samuel Feijóo es el primer y único poeta cubano hasta hoy, que se haya sumergido totalmente en la naturaleza de la isla”. [1] Claro que esa afirmación de Cintio data de 1958, porque un poco más tarde, en 1973, Roberto Manzano estrenó su Canto a la sabana,libro que solo vino a ver la luz en 1996, pese a que sus principales versos eran conocidos desde mucho antes. El libro-poema de Manzano da testimonio —en similar magnitud que el de Feijóo— de un compromiso ontológico visceral con el paisaje cubano. De él dijo Jesús David Curbelo, al reconocerlo como texto insignia de la propuesta de los años setenta que peyorativamente llamaron tojosismo, “que representaba (…) el inicio de un movimiento que intentaba rescatar para nuestras letras nada menos que el lirismo y la subjetividad”.[2]

Samuel Feijóo. Imagen: Caricatura de Pedro Méndez y Jamler / Tomada de revistasignos.com

No obstante, la relación de Feijóo con la naturaleza concebía al entorno vegetal en completa armonía con el animal, solo perturbado por la presencia profanadora del hombre. Así, el panteísta más persistente de la lírica cubana del siglo xx inició su inmenso poema Beth-El con versos descriptivos: “Para los ojos cae esa morada lluvia / callada por los campos de luz en juego”,[3]para recubrirla décadas después con la crítica sarcástica de “Vacas y chivos”, entre otros muchos de los que configuran El pan del bobo:

El llano brilla, las vacas
andan con sus pasos de hadas.
Pasan junto a mí,
que yazgo en la yerba,
y resoplan, me miran y andan.

Los chivos con sus ojos
filosóficos que
leen los libros del rocío,
llegan junto a mí, confiados,
con sol
en las testas barbadas,
los amarillos cuernos.

Hermanos, he visto
cómo os asesinan.
No comeré jamás
de vuestros cuerpos.[4]

La enumeración de elementos vegetales de aquella primera etapa, de extraña alquimia sintáctica, en su caso rebasaba el simple nombrar los deslumbramientos, pues el suyo era un paisaje físico cargado de subjetividades y de interacciones, como lo demuestran ese “candor del árbol”, o “el iris lento” que “dora flor antigua”. Puede decirse que toda su poesía de ese corte, antes de que asumiera una estética más irónica o sarcástica rayana con lo antipoético, pero siempre sentenciosa, se apoya en el encandilamiento de un ojo-lente que describe pero beneficia lo descrito con poderoso pincel metafórico.

En el texto de Manzano, no menos trascendente, las imágenes son más reposadas y la presencia zoológica más ornamental; por esta se pasean: el chipojo, la garza, la res, los peralejos y sinsontes (el único que repite), el zunzún, el caballo, el cocuyo, las avispas, el toro y la vaca, pero la fuerza expresiva de esos versos se concreta con un sistema simbólico de asociaciones sencillas, pero inéditas:

Desde las raíces
viene la púrpura de la rosa.
Desde la tierra fresca de diciembre
suben los deliciosos cristales de la caña.
Las palmas cantan con el viento
en que habla el espartillo
y en que se rizan las espumas.[5]

Todo un repertorio de deslumbramientos y epifanías cotidianas –parece decirnos Manzano– puede hallar en lo vegetal altura tropológica para devenir expresión de excelencia.

La naturaleza arbórea porta, desde siempre, abundante savia connotativa para la elaboración de mensajes poéticos sobre los azares humanos. Otros ejemplos de superposición de lo vegetal sobre el avatar humano sobran, pero de momento acudo a  “Lo fatal”, de Rubén Darío, como buen testimonio de la aventura trágica que para él era la existencia: “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura porque esa ya no siente, / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.[6]

Apuntando a otra dirección, prácticamente opuesta, Antonio Machado halla en la capacidad germinativa de un olmo seco, más allá de la muerte, la trascendencia de la grandeza humana basada en el optimismo de esperar “hacia la luz y hacia la vida otro milagro de la primavera”: “Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido, / con las lluvias de abril y el sol de mayo / algunas hojas verdes le han salido”.[7]

“La naturaleza arbórea porta, desde siempre, abundante savia connotativa para la elaboración de mensajes poéticos sobre los azares humanos”.

A los paisajes tratados por Antonio Machado el estudioso Yvan Lissorgues los clasifica como “paisajes del alma”, estableciendo un dudoso, pero interesante contrapunteo entre los que el poeta contempló (y cantó) en Soria y los de su Sevilla natal: los primeros, portadores de la desolación de lo visto: “Es la tierra de Soria árida y fría. / Por las colinas y las sierras calvas, / verdes pradillos, /cerros cenicientos, / la primavera pasa”,[8] mientras los otros se yerguen rebosantes del colorido y la alegría ingenua de la infancia recordada. Veamos algunos pasajes de su análisis titulado “Sevilla-Soria: dos paisajes del alma en la poesía de Antonio Machado”:

Entre los varios espacios poéticos que configuran el mundo de la poesía de Machado, dos sobresalen por su recurrencia y por su presencia en toda la obra. Cada uno procede de un paisaje privilegiado, tan profundamente interiorizado que es para el poeta un verdadero “paisaje del alma”. (…) Por mera comodidad de abstracción podríamos titularlos, respectivamente, paisaje del alma de Sevilla y paisaje del alma de Soria. [Sobre las tierras de Soria advierte que las ve] “tan tristes que tienen alma”. [Sobre las de Sevilla dice que Machado] se concentra en el cuadro bien recortado de un patio (o de un huerto o de una plaza) abierto hacia el añil del cielo y con algunos elementos fijos: la fuente, los naranjos, el limonero y a veces el ciprés erguido.[9]

Antonio Machado. Foto: Tomada de la biblioteca virtual Fandom

La presencia o ausencia de los árboles define la naturaleza de los paisajes del alma machadiana. Queda claro que para este estudioso la relación del sujeto con el paisaje, en este caso de Machado, operaba según la norma romántica que relacionaba sentimientos con entorno.

Pero más allá de la elocuencia de estos ejemplos en que me he apoyado, me interesa destacar la imposibilidad de separar la alquimia poética de la gran escenografía de cualquier hecho vital. Tanto los naturales, como los construidos por el hombre, todos los paisajes participan de la atmósfera creativa en todas las magnitudes sensoriales e intelectivas, solo que en algunos casos la marca se hace más visible y lo rural casi omnipresente. Como bien nos recuerda Jesús David Curbelo en el trabajo aquí citado:

[En el siglo xix] el reflejo de la naturaleza y el paisaje no fue privativo de José Fornaris y Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, sino que estaba en lo mejor de nuestra expresión poética desde Espejo de paciencia, los versos de Manuel de Zequeira y Manuel Justo de Rubalcava, y los de José María Heredia, Felipe Poey, Plácido, José Jacinto Milanés, Ramón Vélez Herrera, Francisco Pobeda, Juan Clemente Zenea, Rafael María de Mendive, Joaquín Lorenzo Luaces y Luisa Pérez de Zambrana, para alcanzar quizá su punto cenital en ese raro poema en prosa que es el Diario de campaña de José Martí. (…) esa visión no se apartó de la poesía del xx de manera radical (…) y estuvo presente en ciertas zonas de Regino Boti, Agustín Acosta, Eugenio Florit, Manuel Navarro Luna, Regino Pedroso, José Lezama Lima, Eliseo Diego o el primer Roberto Fernández Retamar, como también se mantuvo en la producción de una de nuestras mayores voces del pasado siglo: Samuel Feijóo.[10]

No puedo concluir sin recordar dos elementos, no tan fortuitos: el trabajo de los decimistas, entre ellos el Indio Naborí, quien con sus estampas iniciales logró, en su momento y para la posteridad, las más deslumbrantes acuarelas del campo cubano. Y el hecho de que los dos poetas que Curbelo reconoce como de mayor trascendencia en la vertientetojosista, Roberto Manzano y Alex Pausides, en el lejano 1975 ganaron el primer y segundo premio en el entonces casi consagratorio Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios, con “Canto a la sabana” y “Coloradas”. Félix Pita Rodríguez, Roberto Branly y Osvaldo Navarro votaron unánimemente el fallo.


Notas:
[1] Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía,Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1998; ISBN 959-10-0440-0, p. 373.
[2] Cita tomada de: http://www.cubaliteraria.cu/ejercicio-53-canto-a-la-sabana-treinta-y-tres-anos-despues-apuntes-para-una-reinterpretacion/
[3] Samuel Feijóo: Beth-El en Ser fiel,Editora del Consejo Nacional de Universidades, Universidad Central de Las Villas, Santa Clara, 1964. p. 15.
[4] Samuel Feijóo: “Vacas y chivos”, en El pensador silvestre (selección y prólogo de Virgilio López Lemus), editorial Letras Cubanas, La Habana, 2007, p. 28.
[5] Roberto Manzano: Canto a la sabana,Ediciones Unión, 1996, La Habana, p. 9.
[6] Rubén Darío: “Lo fatal”, en Rubén Darío, páginas escogidas (Edición de Ricardo Gullón), Ediciones Cátedra S. A., Madrid, 1986. p. 121.
[7] Antonio Machado:“A un olmo seco”, en Antonio Machado, poesías completas, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2003. pp. 146-147.
[8] Antonio Machado: Ob. Cit, p.118.
[9] Yvan Lissorgues: “Sevilla-Soria: dos paisajes del alma en la poesía de Antonio Machado”, [en línea] disponible en: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes; http://www.cervantesvirtual.com/obra/sevillasoria–dos-paisajes-del-alma-en-la-poesa-de-antonio-machado-0/ [fecha de consulta: 10 de junio de 2021].
[10] Jesús David Curbelo: Ob. Cit.