Desiderio, solamente en trazos

Manuel López Oliva
12/12/2017

La noticia fue verdaderamente dolorosa. Era difícil aceptarla. Aunque sabíamos que uno de los males más terribles de la biología atacaba su organismo, no concebíamos tan pronto y fatal desenlace. La enfermedad había logrado detener la existencia siempre fructífera de Desiderio Navarro, su afán constante por abrirnos las “arcas” del saber más diverso. Se nos iba así uno de los individuos más singulares y aportadores, en el conocimiento y la renovación del pensamiento, que vivieron y laboraron en este tiempo social nuestro signado por utopías de justicia y circunstancias complejas.

A Desiderio lo conocí en mi etapa de estudiante de pintura en la Escuela Nacional de Arte. De entonces hay anécdotas que retratan sus comienzos en el ejercicio de los idiomas ajenos, y en la inconformidad práctica y reflexiva que le caracterizarían. Aún recuerdo algunas de sus espontáneas intervenciones en las “tertulias” nocturnas que armábamos en los campamentos de la “escuela al campo”, en la Isla de la Juventud: siempre anotaba el dato actualizado, buscaba los aspectos aleatorios entre diferentes campos ideológicos y estéticos, y nos revelaba las afirmaciones equívocas o anticientíficas incluidas en libros que a muchos atraían. Existía en él, todavía en ciernes, una extraña coincidencia entre el pensador puntilloso y un interés por la halterofilia que desarrollaría después. Estaba indudablemente marcado por esa naturaleza ontológica híbrida y contradictoria, que suele provocar modificaciones sustanciales y perspectivas enriquecedoras en la personalidad dedicada a menesteres intelectuales. La manera de comportarse en aquel segundo lustro de los “fabulosos sesenta”, constituía definido embrión de la imagen personal y profesional que llegaría a tener con posterioridad.


Durante una de las presentaciones literarias de las que fue protagonista. Foto: La Jiribilla

 

Ser joven interesado en arte o literatura y filosofía, en los 60, implicaba leer de fuentes disímiles, abrir la mente a concepciones contrapuestas, pensar de modo antidogmático, sentir la conexión humanista entre épica por la justicia y obra de cultura, ver cine de distintas procedencias, reflexionar acerca de la historia, tratar de hallar respuestas más allá del tema donde se originaba la pregunta, a la vez que mantener siempre la pupila dispuesta para percibir el detalle inesperado y sorprendente. No había otro modo culto de vivir. Así era, por supuesto, el Desiderio que teniendo la misma edad que muchos de los alumnos de plástica y artes dramáticas, les impartió clases de francés. Esa facilidad para otras lenguas lo acompañó desde el primer momento; permitiéndole hurgar en percepciones y sistemas de razonamiento inherentes a personas y escuelas de países diferentes, de los cuales no había traducciones en español y ni siquiera los conocíamos.

Por la confianza que hubo entre los dos, alguna vez le dije que él podía hablar hasta los idiomas que no existían. Pues lo cierto es que en pos de conocer y “abrir puertas” en dimensiones desconocidas del racionalismo y la cultura, él asumía con rigor aprendizajes autodidactas hasta de lenguas sumamente difíciles para los cubanos. Más que un traductor, en el sentido profesional del término, D. Navarro fue siempre un buscador de la verdad ecuménica y diversa por conducto de los idiomas, las formas culturales y canales semánticos múltiples. Era como si quisiera reconstruir al revés el mito bíblico popularizado de la “Torre de Babel”, que desató multitud de lenguas, reuniéndolas en su sentido de la existencia y poniendo sus revelaciones en función de muchísimas gentes.

Algo que caracterizó el modo de pensar y escribir de Desiderio fue la capacidad de interconectar reflexiones de origen vario: tanto las propias de la materia o disciplina que abordaba, como otras muchas derivadas de sus lecturas y meditaciones filosóficas, antropológicas, lingüísticas, sociológicas, estéticas y teológicas. Aunque nunca sucumbió en la tentación de enmarañar el discurso para dar la impresión engañosa de poseer información profusa y actualizada. Haber redactado artículos y ensayos para revistas y periódicos destinados a lectores no especializados en los campos tratados, junto a la certeza de que lograr comunicar es una responsabilidad intelectual y humana, le permitieron trasmitir con propiedad y transparencia asuntos y enfoques de alta complejidad. Pero debe decirse también que su abarcadora y escrutadora mirada, dentro de una dedicación polidisciplinaria que hacía de él una suerte de “renacentista insular”, no impedía que fuera directo y preciso en las argumentaciones expresadas en una conferencia, intervención pública, debate o conversación de calle. En ocasiones hacía buen uso del humor y la sátira, se valía de vocablos y giros del habla popular, o convertía en diana de su crítica a los problemas y sucesos cotidianos de la vida civil, los conflictos de la Nación, las desviaciones axiológicas y la vulneración de la eticidad, el funcionamiento institucional y el comportamiento de los medios de difusión masiva.

No ser un político de profesión o cargo, no impedía que D. Navarro entrara en ese dominio, que respetaba según la apreciación aristotélica y politológica moderna, para emitir juicios y valoraciones en defensa de la libertad, las aspiraciones de igualdad, el componente justo del proyecto nacional, así como los métodos de conducción y renovación asumidos por el trabajo cultural. La osadía y sinceridad en las opiniones, el frecuente “estilo de barricada” de un discurso armado con basamentos sólidos, y hasta cierto tono didáctico y persuasivo, le conferían una fuerza a su participación en reuniones y congresos, no siempre bien comprendida por algunas personas de los estamentos ejecutivos implicados en sus análisis. De ahí mi sorpresa, cuando supe que a una persona tan polémica como era su caso, le entregaran —aunque de modo tardío, como es frecuente— el merecido Honoris Causa de la Universidad cubana de las Artes.

Valiéndose de su revista Criterios (que era él mismo) y del centro homónimo de promoción de ideas, que fue más grande en significación que en su habitáculo, Desiderio produjo un surtidero de conocimientos que sirvió a muchos especialistas y profesores de las ciencias humanísticas para el enriquecimiento conceptual. Ese amplio espectro teórico y creativo que dio a conocer, donde ideólogos y críticos de numerosas nacionalidades del mundo concurrieron, sustituyó el entendimiento limitado de “lo universal” por una activa “perspectiva de mosaico”, más veraz y liberadora para la investigación y el pensamiento. Entre sus preocupaciones, que eran causa de textos que daba a conocer, últimamente figuraron esa peligrosa y galopante desnaturalización que nos contamina, además del mercado transnacionalizado de sucedáneos y simulacros artísticos ya extendiéndose entre nosotros.

El “universo temático” donde Desiderio movió su condición de sabio, incluyó implicaciones del panorama social, la siquis, los lenguajes simbólicos, la escritura, los derroteros del porvenir y la espiritualidad. En todo ello mantuvo firme su proceder aportador, divulgativo y franco. Nos corresponde ahora hallar el modo de conservar y proyectar cuanto de valioso nos dejó.