Desde el rincón de la ventana mía…
A la memoria de Mayito Coyula dedico estas páginas.
La ciudad no es la que uno vivió, sino la que recuerda, y cómo la recuerda para contarla.
Paráfrasis de Gabriel García Márquez
Desde “el rincón de la ventana mía”, un séptimo piso, octavo para los del “interior”, multiplicado a su vez por la lomita que remata la calle O, hay una vista panorámica de un fragmento significativo de la ciudad y, por tanto, de mi vida.
Azoteas, techos, balcones, fachadas recortadas a lo lejos, ventanas, claves obligadas en el recorrido visual. Casi a mis espaldas el Habana Libre, sitio permanente de la primera juventud, el edificio Hermanas Giralt (mi camino al Pre de El Vedado) y dejando 23, el Palace con sus ladrillos rojos, y a un tiro de piedra el América —que es lo que un español llamaría cutre—, con las cicatrices del deterioro, casi un signo de la identidad urbana. La universidad no se ve, pero sabemos que está ahí; el techo rojo del palacete florentino de Orestes Ferrara, sede del Museo Napoleónico (“puesta a ostentar —como dice Abilio Estévez en Los palacios distantes—, la capital de la Isla exhibe hasta un museo napoleónico donde se muestra […] hasta una muela que, según dicen, le extrajeron a Napoleón en la campaña de Egipto”); la torre de hierro de la televisión, la loma del Príncipe, la Plaza de la Revolución, el edificio de las FAR; una chimenea lejana; más cerca un edifico de apartamentos con una extraña cúpula; muy lejos, figurando al otro extremo de la urbe, Los Pasionistas de la Víbora; a una cuadra la Iglesia del Carmen, donde, “conocí el agua bendita a los nueve años”; teniendo como fondo a derecha e izquierda edificios de micro con sus toscos tanques de agua (“…en el barrio de Cayo Hueso y en la Esquina de Tejas, irrumpieron dos anónimas torres en el corazón de la ciudad…”, y aquí cito a Roberto Segre, que a su vez cita al recordado Mario Coyula); más a la izquierda la bola del mundo del Centro Masónico, la aguja neogótica de la iglesia de la Calzada de la Reina (“al fondo de la calle Reina ya se alzaba la blanca torre gótica de la iglesia de los jesuitas, donada por la declinante acaudalada familia trinitense de los Valle Iznaga”)[1]. Es la iglesia más alta de Cuba y para mí, con su estilo neogótico, la más majestuosa, pero la estrechez de la avenida no nos brinda una perspectiva apropiada para celebrarla.
Después la torre de la telefónica; el Capitolio que siempre nos acompaña; la refinería con su lengua de fuego (“el monumento al fósforo”); el edificio Bacardí; el hospital Ameijeiras; el Cristo de La Habana; el Malecón, siempre el Malecón, con su recordada cinta de luz en las noches de la década del 60, ese inmenso sofá de hormigón de todos los habaneros; la bahía, en fin, el mar. Y en lontananza, a veces fantasmal entre la neblina y el smog, las pequeñas elevaciones que rodean la ciudad, y que en mi primer libro de geografía —Así es mi país— aparecían como el grupo montañoso Bejucal-Madruga-Limonar.
Enfrente, Infanta es la frontera natural con Cayo Hueso, con los mosaicos singulares del edificio Álvarez Rius; el parquecito Eloy Alfaro donde tuvo su bautizo de sangre la Revolución de 1930, entre cuyos protagonistas estuvo Lezama Lima, suceso que definiría como “el comienzo de la infinita posibilidad histórica de lo cubano”, a cien metros del apartamento de Abel Santamaría donde se gestara la de 1959.
Cintio Vitier nació en Key West. Y en el solar El África de Cayo Hueso se dio a conocer Chano Pozo, nacido en Pan con Timba, en la calle 33 de El Vedado, y muerto en Nueva York. Y de Cayo Hueso a Nueva York fue Monsieur Babalú: Miguelito Valdés; y Domingo Vargas tuvo a sus Jóvenes del Cayo, donde años después sería músico un muy joven Helio Orovio; y allí estuvo Tío Tom, el tumbador que en su nombre artístico lleva la impronta del Sur algodonero; o Dandy Crambor (Armando Cárdenas), figura de los cabarets habaneros de los cincuenta. Entre la punta de cemento de Key West, que representa el sitio más cercano a la Isla desde los Estados Unidos, y el barrio habanero encuadrado hoy entre Belascoaín, Zanja, Infanta y Malecón (pues antes Neptuno dividía al Cayo Hueso original del antiguo barrio de San Lázaro, que debe su nombre, igual que el torreón, a la caleta allí existente), se establecen los múltiples enlaces con la cultura norteamericana, incluyendo el feeling.
Podemos contemplar los reflejos de esa ciudad de hace ciento cincuenta años que, sobre todo deslumbrada con la imagen impuesta por “la sacarocracia”, describiría la Infanta Eulalia de Borbón en sus memorias: “La Habana es una ciudad rica, espléndida, galante, hecha al derroche, a la suntuosidad y al lujo, a las elegancias europeas y al señorío criollo. La Habana, nos hizo un recibimiento cálido, afectuoso y simpático, sin severidad formularia, pero lleno de emoción, como son los cubanos”. Esa es La Habana de Casal, la que Darío conoció como una ciudad “moderna y magnífica”. Recordemos que ya en el año del nacimiento del autor de Hojas al viento son demolidas las viejas murallas, en una operación de modernización y expansión del viejo casco urbano, y que, en vísperas de la publicación de ese libro, 1889, La Habana pone en marcha el primer sistema de alumbrado eléctrico público de Iberoamérica. Es la ciudad que Carpentier describe como la que se puede recorrer “siguiendo una misma y renovada columnata”.
Aquí, en este vecino Cayo Hueso, que sirve de frontera entre la Centro Habana populosa y El Vedado residencial y cosmopolita, está simbolizado el flujo y reflujo presente en las inversiones de Norteamérica o las ideas anexionistas dominantes a mediados del XIX; o la emigración de tabaqueros cubanos tan vinculados, aún hoy, a esas pequeñas ciudades del sur de la Florida, a las guerras de independencia o a ese barrio de La Habana profunda que mezcla los fantasmas de la música popular y de los obreros emigrados con el contrabando a los pies de mi casa.
En mi actual manzana vivieron hasta el final de sus días el irreverente y genial Virgilio Piñera, el recordado Pepe Rodríguez Feo, que fue mi compañero de “comedor obrero” y me prestaba un sinfín de libros y películas, a pesar de nuestras apasionadas tánganas beisboleras Industriales versus Santiago (o a propósito de), y el cercano Fayad Jamís, cuya amistad me descubrió el edificio donde hoy vivo.
Recuerdo una excelente foto de Virgilio en su apartamento de N y 27. Está sentado en la pequeña sala, casi desnuda (minimalista, se diría hoy), en un sillón tipo balance, con las flacas piernas recogidas como era su costumbre. La vista perdida en los pocos árboles que se asoman a su balcón y donde se distingue en diagonal un ángulo del edificio América. Es todo soledad, ignorando al fotógrafo, entre la penumbra interior, y la claridad de la calle. Calle, claridad y penumbra, soledad en las altas paredes de la siesta, de este barrio y esta ciudad querida y compartida.
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